Han pasado seis años desde que Se buscan libros iniciara su andadura en BEM. Fue en el número 59, el de octubre-noviembre de 1997, y se titulaba UN BILLETE DE IDA Y VUELTA A LA CORDURA. En aquella ocasión hablamos de Flores para Algernon, de Daniel Keyes.
Las cosas han cambiado mucho en estos seis años. El mundo editorial ha cambiado, y ahora el medio de difusión por excelencia ya no son las revistas de papel, sino internet. Son raros los que no hayan migrado a este nuevo medio, sin contar los que han nacido directamente en él. Ahora ha llegado el momento de que los que fueron editores y colaboradores de BEM se suban al veloz tren del estado “on line”, dando a luz a BoL, BEM On Line”.
Con respecto a este espacio que hoy estreno, mi propósito es doble: deseo volver a publicar las columnas que en su día aparecieron en BEM; de este modo, con el número de lectores potenciales multiplicado gracias a la Red, conseguiremos quizá multiplicar el número de potenciales nuevos conocedores de los libros clásicos, esos que tanto queremos los que los conocemos “de toda la vida”. Aunque, para no ser menos, también es mi intención cambiar de algún modo lo que hice entonces, incorporando nuevas reseñas, siempre (o casi siempre) sobre libros clásicos, a la vez que, como entonces en BEM, me permito compartir con los lectores todas esas cosas que, siempre alrededor de los libros, son para mí es tan valiosas y queridas, sin las restricciones del espacio físico que debíamos sufrir al publicar en papel.
Y, por último, tal vez haya alguna sorpresa más, sorpresas que se irán desvelando con el tiempo…
Mi mayor deseo es, en resumen, que disfruten, no ya con la lectura de este espacio sino, lo que es realmente importante, con esa cita mágica con el libro clásico que decidan conocer.
Luis Astolfi
LA ABUNDANCIA EMBOTA EL INGENIO
Hace muchos años alguien planteó la siguiente pregunta en una lista de correo (que entonces no se llamaba así, sino simplemente «área de mensajes») del BBS de Buky Torres «El Libro de Arena»: Si pudierais hacer un viaje en el tiempo, una única vez a un único periodo de la Historia, ¿cuál elegirías? Hubo muchas respuestas esperables: místicas (conocer a Jesucristo y todo lo demás, la más repetida de todas), arquitectónicas (ver construir las pirámides de Egipto), musicales (asistir a algún concierto del pasado; en este grupo las hubo tanto clásicas –Mozart dirigiendo en algún palacio de Viena- como rockeras -Elvis cantando en el Madison Square Garden de Nueva York-), médicas (pasearse –protegido, por supuesto- entre las víctimas de la Peste Negra que azotó Europa en el siglo XIV), paleontológicas (ver cómo cazaban los tiranosaurios allá por el Jurásico), aventureras (acompañar a Cristóbal Colón en su viaje hacia las Américas), imperialistas (apreciar de cerca la cara de pasmo del emperador romano Julio Cesar cuando dijo eso de «¿También tú, Bruto, hijo mío?») y muchas otras, aunque sólo una llegó a sorprenderme, por ser una auténtica muestra de amor y adoración a este tipo de literatura tan vilipendiado que es la ciencia ficción: Yo querría estar presente en el despacho de John Wood Campbell Jr. en la Astounding Science Fiction, el día en que Isaac Asimov llegó para ofrecerle por primera vez uno de sus relatos. Me gustaría asistir a la Edad de Oro de la ciencia ficción americana, en los años 40, y contemplar cómo Campbell corregía los escritos de Van Vogt, Asimov, Heinlein, Lester del Rey o Sturgeon…
Dejando a un lado los gustos personales de cada cual, lo que me resultó más curioso es que nadie, ni uno solo, respondió que deseaba viajar al futuro. Tal vez (aunque me resisto a creerlo) fuera que a nadie le interesaba saber qué nos depara, como especie o como cultura, el porvenir. Quizá nos da miedo saberlo porque en lo más profundo de nuestra mente estamos seguros de que nuestra civilización, si sigue el camino de autodestrucción que emprendió hace unas décadas, no tiene porvenir alguno…
Por el contrario, es precisamente el futuro lo que más interesaba al escritor británico Herbert George Wells (1866-1946), y es allí adonde envía al protagonista de su novela La máquina del tiempo. Este personaje, mencionado durante toda la historia sólo con el seudónimo El Viajero del Tiempo, se traslada en una máquina temporal por él construida hasta un futuro muy lejano (“al año de gracia de 802.701”), donde descubre algo que jamás hubiera imaginado que existiera, algo extraño e inesperado que tampoco hubiera deseado encontrar. No, no estoy hablando de la extrema dualidad social a la que se ha visto abocada la Humanidad en su evolución de milenios, sino de algo mucho más cercano a él, algo que no es necesariamente fruto de su limitada mentalidad victoriana sino más bien un producto inevitable de su propia humanidad: sus desconocidos, intensos, injustos y determinantes prejuicios personales.
En la Inglaterra del año 802.701 el Viajero del Tiempo descubre que la Humanidad ha seguido evolucionando hasta escindirse en dos únicas especies: una de ellas compuesta por personas similares a él mismo que viven ociosamente en la superficie, pequeñitas como niños, risueñas e indolentes, a los que llama Elois, y la otra formada por unos seres repugnantes, más próximos a los animales que a los humanos, y que viven bajo tierra y entre la oscuridad de la noche: los Morlocks. A causa de su aspecto humano, el Viajero del Tiempo se junta con los Elois, para intentar hallar con su ayuda el lugar en el que se encuentra su máquina del tiempo, misteriosamente desaparecida tras su llegada, si bien los Elois no parecen muy interesados en nada que no sea matar el rato y no consigue de ellos más que la compañía de uno. A la vez, declara enemigos a los Morlocks, sin haber intercambiado con ellos ni una palabra, sin saber a qué se dedican o qué funciones realizan, sin haberlos visto apenas, tan sólo basándose en los atisbos de su apariencia, en el miedo que muestran los Elois al mencionarlos y, principalmente, en las suposiciones que el hombre realiza por su cuenta y riesgo. Y es tan profunda esta aversión (fruto, como decía, solamente de sus prejuicios y del rechazo instintivo de lo que le parece diferente) que se pasa media novela deseando matarlos y, lo que es más grave, disfrutando como un poseso con su matanza cuando ésta finalmente sucede, justificándola con el disfraz de la defensa propia al sentirse agredido por ellos, aunque en realidad lo único que hagan los infelices Morlocks es toparse con él en mitad de su ciega y despavorida huida de un incendio que él mismo ha provocado.
Aunque antes de retornar a su propia época el Viajero del Tiempo se da cuenta de que ni Elois ni Morlocks son ya humanos y que sólo por azar una especie ha conservado los rasgos humanos, esto no le permite (a pesar de ser consciente de ello) valorar a ambas razas desde un mismo y justo punto de vista, sino que incluso, al final de la novela, se atreve a juzgar a los Morlocks y a declararlos culpables de un hecho horrendo (que ahora no desvelaré, aún en la seguridad de que el lector de estas líneas ya conocerá el argumento de la novela) que no es más que una inferencia personal del narrador basada en trazas de pruebas que nunca llega a verificar y en el temor que percibe en los Elois, un “Gran Miedo” causado por una amenaza desconocida que flota en el aire y que parece provenir de los Morlocks. En mi opinión, y sin que yo vaya a negar categóricamente que pueda tener razón, el Viajero del Tiempo sólo se basa en sus propios prejuicios contra los Morlocks a los que antes aludía, soporte de un racismo que él nunca reconoce pero que se puede reducir a la sentencia “si alguien es diferente externamente, no es un igual y hay que exterminarlo.”
En otro orden de cosas, acostumbrado a las novelas sobre viajes en el tiempo (de las que debo reconocer que soy devoto), me resultó muy llamativo el hecho de que en La máquina del tiempo no existan paradojas temporales. Aunque no es la única novela que conozco sin ellas (por ejemplo, El libro del día del Juicio Final, de Connie Willis) me consta que son pocos los autores que se resisten a este juego. En el caso que nos ocupa es posible que se deba a que las paradojas temporales se dan básicamente en viajes al pasado y que más allá de la época sobre la que interfiere el Viajero del Tiempo quedan muy pocos para determinar si algo ha cambiado o no. O tal vez sea porque Wells, aunque avanzadísimo para su época y dotado de una imaginación prodigiosa, fue incapaz de llegar aún “más allá” e imaginar el concepto de “paradoja temporal”. Y menos mal que es así, porque el protagonista, lejos de ser un mero testigo mudo e imparcial de los hechos, demuestra que por entonces no se había definido ninguna ley acerca este tipo de viajes (sin que ello signifique que La máquina del tiempo sea la primera novela sobre el tema, que no lo es; véase por ejemplo el interesante artículo de Augusto Uribe, “El Anacronópete de Gaspar fue la primera máquina del tiempo”, publicado en BEM número 55) y se zambulle de cabeza en el río del devenir histórico, llegando a alterar el futuro de su futuro y, por ende, el suyo y el nuestro propios.
Antes, al hablar de la mentalidad victoriana de Wells, he dejado pasar voluntariamente un tema un tanto peliagudo que, al pensar en el tratamiento que se le da a lo largo de la novela, no puedo por menos que levantar una ceja: comentaba que lo único que el protagonista consigue de los pávidos Elois es la compañía de uno de ellos, en concreto de Weena, una “niña-mujer, pequeña y de cara blanca y radiante bajo las estrellas”, con la que, si hay que creer su narración, no hace nada más que caminar de un lado para otro buscando su aparato perdido, sin separarse apenas hasta el momento en que, misteriosamente, la chica desaparece, y de ella nunca más se supo, eludiéndose mencionar cualquier tipo de relación explícita y quasi-pedofílica entre ambos más allá del hacerse mutua compañía, a diferencia de sus dos versiones cinematográficas, en las que la chica ya es razonablemente adulta y acaba liada con el protagonista.
La especie humana evoluciona, lleva milenios haciéndolo y seguirá cambiando inevitablemente hasta su extinción. Es una fuerza imparable. Sin embargo, atendiendo exclusivamente a la narración de lo que el Viajero del Tiempo ve, y no a la de lo que supone, lo único que parece haber evolucionado en ese tiempo del lejano mañana descrito en la novela es el aspecto externo de las dos especies que pueblan el planeta, ya que si bien la escisión de la Humanidad en Morlocks y Elois, dominantes y dominados, se produjo efectivamente en algún momento de la Historia, me parece a mí que no será en nuestro futuro, sino que ya ocurrió en nuestro pasado.
© 2003 Luis Astolfi