La que hoy presento fue la séptima columna de Se buscan libros que fue publicada en BEM, en el número 63 (Abril-Mayo de 1998), y que aquí aparece en sexto lugar.
En esta ocasión, y sin que sirva de precedente, el fallo ha sido mío, porque el texto original de la que tocaba no ha aparecido entre los ficheros de mi ordenador. Por alguna razón, no está junto a las demás, y como no ando muy desahogado en cuanto a tiempo libre, he optado por saltármela y publicarla más adelante, una vez picada de nuevo. Espero que el lector me sabrá perdonar.
Sobre la presente comentaré tan sólo que es la primera de tres que escribí comentando libros clásicos, tan clásicos que pueden ser considerados como pertenecientes a los auténticos orígenes del género. Deseo de corazón que el lector se anime con ellos, pues de verdad valen la pena.
NOTICIAS FRESCAS
Las últimas vacaciones las dediqué, como siempre que me es posible, a viajar, lo que en algunas preciosas ocasiones, si elegimos bien el destino, es como viajar atrás en el tiempo. Caminaba por una bellísima ciudad de estilo colonial a orillas del mar Caribe, fundada hace 500 años por Cristóbal Colón (navegante Genovés muy conocido por ser el descubridor del continente americano, aunque él siempre pensó que las nuevas tierras eran las Indias, y que a pesar de semejante hecho histórico murió en la más absoluta miseria), cuando un joven habitante de la ciudad se ofreció para servirme de guía. Acepté en seguida, según es costumbre en la zona, comenzando a su lado un paseo que pronto me llevó a descubrir que el autodenominado guía no era tal, y que con su simpática compañía sólo intentaba, muy honradamente, conseguir una propinilla. Sonriendo, le presioné un poco para que me diera alguna información histórica de los lugares que íbamos visitando. “Aquello que se ve al fondo y que echa humo por la chimenea es una fábrica de maíz… no, de cemento”. “Eso es una casa antigua donde vivían los españoles”. “Y esto es el morro, de cuando la guerra con España”. Cuando entramos en la iglesia que se había construido dentro de la fortaleza defensiva señaló con el dedo la omnipresente cruz del altar: “Y este señor es Jesucristo”, informó el muchacho, muy serio. La propina se la ganó, por supuesto, y yo me quedé pensando sobre lo evidentes que resultan a algunos ciertas cosas, que para otros no lo son en absoluto.
Tal vez algún lector, al leer el párrafo anterior, haya experimentado una sensación mezcla de suficiencia y de disgusto, al preguntarse cómo una revista informativa como BEM ha permitido a alguien escribir cosas tan conocidas como la historia de Colón. Y razón no le faltará, porque informar es precisamente ofrecer novedades, contar cosas que no se sepan ya, y no hay nada más inútil que repetir lo ya sabido.
Así que la presente entrega de “Se buscan libros” va a ser completamente improductiva en este sentido (el de las novedades), ya que la obra a tratar, escrita a comienzos del siglo pasado, es tan conocida y famosa que sobre ella ya se ha dicho y escrito TODO, por lo que cualquier intento por mi parte de ofrecer primicias fracasará estrepitosamente.
¿Quién no conoce la historia de la gestación de Frankenstein o el moderno Prometeo? Obra de Mary W. Shelley, surgió en Suiza durante el verano de 1816, como consecuencia de un juego entre Mary, su esposo Shelley, un amigo llamado Polidori y Lord Byron. Se trataba de que cada uno escribiera un cuento de terror; lo que hicieron los demás no ha pasado a la historia, pero la obra de la joven escritora, fruto de una noche de pesadillas y de sus más íntimos temores, se ha convertido en uno de los más puros Clásicos (con mayúscula) del género, sin haber perdido en sus dos siglos de vida ni un ápice del intenso pavor y estremecimiento que infunde su lectura.
Aunque, como ya habrá descubierto el lector, no es el terror la base de esta historia (un monstruo asesino y vengativo fabricado con trozos de cadáveres), ni siquiera la ciencia ficción (creado mediante las más modernas tecnologías de la época: la cirugía y la electricidad), sino el tratamiento de las emociones humanas: las del creador, el doctor Frankenstein, y las de la criatura, que no es más que un recién nacido deforme que ha sido abandonado a su suerte por su propio padre, y que ha descubierto la crueldad (y también la belleza) de la vida por sí mismo, a base de golpes y tragedias (propias y ajenas).
Es magistral la historia, narrada por él mismo, de la evolución del ser: su reencuentro con la vida, solo, desnudo, sin alimentos, sin posibilidad de comunicación, en una existencia donde todo son sensaciones básicas: calor, frío, sed, hambre, confusión, soledad… Y después, tras meses observando a una familia de campesinos en cuya casa se oculta, la obtención de la conciencia humana mediante la adquisición del lenguaje. Y es precisamente el lenguaje el que le proporciona la facultad de la utilizar la inteligencia con la que ha sido dotado. No siente pena, u odio, o temor, o alegría, o amor hasta que aprende las palabras y lo que ellas significan, a través de los sentimientos de los campesinos. Hasta que, también por ellos, finalmente descubre la esperanza, y la decepción. Y entonces, por las palabras escritas de su creador, descubre su origen, descubre la razón de su existencia, y descubre el deseo de venganza.
Y con ello, también conocemos los pensamientos del creador, a través de su diario (¿es posible mayor sinceridad que la que uno se otorga a sí mismo?) y de cartas escritas a diferentes personas. Por encima de cualquier sentimiento provocado por la implacable venganza del hijo que se ha vuelto contra él, existe la desesperación del remordimiento desatado al comprender lo que ha hecho, y el terror de encontrarse ante la exigencia de repetirlo. No hay palabras para describir estas emociones, y sin embargo, de alguna manera, el lector las siente junto al personaje. Quizá sea porque toca nuestros más primitivos instintos.
Muchas cosas pueden decirse (y se han dicho) de esta obra. Pero de todas ellas, sólo hay una que quiero hacer mía, y compartirla con quien desee recibirla: debe leerse, abandonando los prejuicios que décadas de versiones cinematográficas han provocado en todos nosotros. La novela no es ninguna de las películas, ni siquiera la última y más fiel a ella. Hay que leerla, tantas veces como se quiera, porque siempre resultará nueva.
© 1998, 2005 Luis Astolfi