FRAGMENTOS DE UNA FLOR DE PÉTALOS CARMESÍ, por Santiago Eximeno

Presentación

Algunas palabras del autor sobre el relato

«Uno de los temás que más me ha apasionado desde pequeño es la cultura oriental, particularmente la japonesa. En los últimos años Japón -junto a Corea y más recientemente Tailandia- están produciendo algunas de las películas más importantes del séptimo arte en todos los géneros que tocan, que van desde el horror más impactante de The Ring de Nakata al intimismo más lírico de Vital de Tsukamato.

Santiago Eximeno

Ilustración de Pedro Belushi para Santiago Eximeno

FRAGMENTOS DE UNA FLOR DE

PÉTALOS CARMESÍ

de Santiago Eximeno

Ilustraciones: Pedro Belushi

 

Contemplando los pétalos
desperdigados sobre el mantel,
supe que jamás los hallé tan ordenados
como en aquella ocasión.

Carlos G. Notario

Oirá un ruido.

Su mujer, que descansa a su lado, murmurará algunas palabras incomprensibles en sueños. Hará frío, quizá porque no recordó que debía dejar encendida la calefacción por la noche. Su mujer se apartará de él, dándose la vuelta. Él permanecerá atento, expectante. En la habitación reinará un silencio quebradizo: el rumor lejano de los coches circulando, el susurro contenido del calentador de gas, la respiración entrecortada de su mujer. Pensará en qué puede haberle despertado. ¿Quizá el claxon de un vehículo? ¿Una de las acaloradas discusiones de sus vecinos? Recordará que compraron el chalet adosado dos años atrás, en un barrio caro del extrarradio de la ciudad, buscando una tranquilidad que no encontraron. Toserá, cerrará los ojos. Dejará que el sueño vuelva a apoderarse de su mente. Al día siguiente, como casi todos los días del resto de su vida, debe marchar temprano al trabajo.

Oirá un ruido.

Se sobresaltará, abrirá los ojos. Se incorporará, apoyando los codos sobre el colchón. Los muelles emitirán un gemido ahogado cuando se siente en la cama y busque sus zapatillas tanteando con los pies en la oscuridad. La luz de una farola cercana se filtrará entre las persianas, y en unos segundos se habrá acostumbrado a la penumbra. Su mujer continuará durmiendo, murmurando palabras dulces en sueños, ajena a sus movimientos. Con cuidado, en silencio, se levantará y abrirá la puerta del dormitorio. Saldrá al pasillo. Allí comprobará que el ruido es más claro, más audible, y deducirá que proviene del garaje. Su primer pensamiento será que un ladrón poco hábil se ha colado en su casa, pero lo descartará de inmediato. Demasiado evidente. Pensará entonces en el gato de sus vecinos, esa voluminosa masa de pelo anaranjado que le bufa al pasar junto a la ventana todas las mañanas. No sería la primera vez que ha saltado la valla y se ha colado en su propiedad. Pensará que habrá encontrado alguna manera de burlar a sus dueños y colarse en el garaje. La idea le parecerá ridícula, pero más aceptable que otra que pugna por formarse en su mente, rayando la demencia.

Otra que tiene mucho que ver con su coche.

Y con la niña.

Volverá al interior del cuarto, temblando de frío. O de temor. Su mujer se revolverá en la cama, se apoderará del espacio que él ha dejado libre. Observará durante un instante su rostro, de cejas fruncidas y frente surcada de finas líneas. Ella siempre ha dormido con esa expresión de dolor, de tristeza. Se preguntará si alguna vez ha tenido pesadillas, si alguna vez ha soñado con la esperanza de una vida diferente, una vida mejor. Hace tanto tiempo que no hablan de sus sueños, de los planes que habían preparado juntos, que la nostalgia le embargará. Acariciará su pelo, y cuando esboce una sonrisa oirá de nuevo ese ruido.

El roce del metal sobre la pared.

Saldrá de nuevo al pasillo, bajará las escaleras que conducen a la planta baja, a la entrada. Sentirá una indefinible sensación de fatalidad, como si de alguna manera nada pudiera evitar lo que debe ocurrir. La certeza que su conciencia culpable le proporciona le instará a continuar, a dirigirse con paso presuroso hacia el garaje, donde su destino le espera oculto entre las estanterías de madera, acechante. Avanzará a tientas, sin encender la luz, acariciando la pared a cada paso. Pensará en su mujer, pensará en sí mismo. Creerá que no es justo lo que le está ocurriendo, y no podrá evitar maldecir en voz baja.

Saldrá a la calle ataviado con su bata y su pijama, recorrerá el camino de tierra que conduce al garaje. Entrará, encenderá la luz. En el interior hará frío, más que en la casa. Mirará a su alrededor, a las paredes repletas de estantes donde se olvidan los recuerdos de la infancia, de la juventud. Abrirá la puerta del coche, buscará en su interior. Saldrá, mirará de nuevo alrededor, temblando. Tardará unos segundos en tranquilizarse, en comprender que se trata nada más que de otra pesadilla, de una que le persigue y le acosa desde que vio a aquella niña.

Y entonces, cuando sienta que todo está en orden, cuando haya perdido el miedo, verá reflejado en la carrocería del coche la fuente de todos sus temores.

Caerá al suelo de espaldas, sintiendo un dolor ardiente en el rostro, en el párpado derecho. Alzará las manos mientras retrocede, la espalda contra el cemento, el frío que recorre su piel y eriza el vello. La luz del garaje, una bombilla que pende del techo unida por dos cables doblados, parpadeará, temblará. El martillo caerá de nuevo y sentirá cómo los dedos de su mano derecha se quiebran, rasgando la carne, sangrando.

Gritará.

Ella avanzará un paso, no se detendrá, golpeará de nuevo con el martillo, en el codo, quebrándolo, arrancándole una súplica teñida de lágrimas y desesperación. Ella, con el rostro ceniciento, el pelo negro cubriendo parte de su rostro. Ella, sangre manando de la herida en su cabeza, empapando su blusa blanca, su falda de colegiala.

Gritará.

No podrá retroceder más, su espalda quedará contra la pared del garaje, atrapado junto a las ruedas del coche. Las estanterías vibrarán, como azotadas por la corriente eléctrica descargada en el ambiente. Ella dará otro paso y descargará de nuevo el martillo, golpeará sobre el rostro. Su cuerpo delgado temblará, impreciso como una pantalla mal sintonizada, se desvanecerá, volverá a formarse, mientras él trata en un último intento lleno de desesperación arrebatarle el martillo.

Gritará.

Ella golpeará.

Golpeará.

Golpeará.

Después, cuando los gritos del hombre cesen, dejará caer el martillo.

En el rostro de la niña se dibujará una sonrisa, quebrada allí donde las cicatrices deforman el labio y lo estiran de forma desagradable hacia sus ojos vacíos. El hombre sufrirá convulsiones, sangrará. Uno de sus ojos se hinchará tanto que la piel a su alrededor se tornará negra. La niña sonreirá, caminará hasta que su cuerpo quede pegado al coche, acariciará la carrocería con sus dedos fracturados.

–¿Cariño? –dirá una voz femenina al otro lado de la puerta.

La niña sonreirá, la sangre que brota de su cabeza se deslizará por su rostro, formando una intrincada telaraña que parecerá latir bajo la luz temblorosa de la bombilla.

Parpadeará.

Desaparecerá.

Ilustración de Pedro Belushi para Santiago Eximeno

–¿Has lavado el coche? –dice la mujer, gritando desde la cocina.

El hombre, sentado en el sofá del salón, no la oye. Presta atención a las imágenes del televisor, noticias de un atentado que se ha cobrado demasiadas víctimas. Sangre resbalando por el arcén, deslizándose en el interior de las alcantarillas. El hombre apaga un cigarrillo en un cenicero de cristal, bebe un trago de un vaso de agua, lo deja sobre una mesa baja junto al sofá.

–¿Estás sordo? –dice la mujer, entrando en el salón, secándose las manos con un trapo–. Te he preguntado si has lavado el coche otra vez.

Sobresaltado, el hombre asiente con la cabeza.

–Esa maldita mancha –murmura.

–No entiendo esta nueva manía tuya, ¿sabes? –dice la mujer, y se marcha de nuevo a la cocina.

El hombre asiente de nuevo, vuelve su atención al televisor. Accidentes de tráfico, un camión volcado. Regueros de sangre deslizándose bajo el vehículo. El hombre cierra los ojos, los abre algunos segundos después. Tamborilea con los dedos sobre el brazo del sofá, suspira. En el fondo, piensa, ya no tiene importancia. Sabe que su rostro no aparecerá en las noticias, él no tuvo nada que ver con lo sucedido.

Nada que ver con lo sucedido.

Cenan en la mesa de la cocina. Una tortilla francesa, una ensalada, un poco de queso bajo en calorías. Beben vino, y brindan un par de veces por los recuerdos que a veces se olvidan. A través de la ventana abierta les llega el rumor del tráfico. Compraron la casa cerca de la circunvalación, en un barrio residencial, y han tenido tres años para arrepentirse de ello. El hombre recuerda la habilidad del vendedor, mostrándoles sólo las partes de la casa mejor cuidadas, evitando entrar en los cuartos con humedades, invadidos por cucarachas. Ya tendrán tiempo de verla con detenimiento más tarde, recuerda que fueron sus palabras.

Y no mentía.

–Me gustaría que mañana fuésemos al centro comercial, tenemos la nevera vacía –dice ella, y el hombre asiente mientras bebe de su copa.

–Claro –responde un instante después–. Mañana, en cuanto vuelva del trabajo te recojo y vamos para allá.

La mujer sonríe, comienza a recoger los platos. El hombre se levanta, vuelve al salón, enciende de nuevo la televisión. Mientras su mujer friega los platos, presta atención a uno de los cientos de concursos que se emiten diariamente. Los concursantes responden a preguntas absurdas con respuestas absurdas. El público aplaude, los marcadores se iluminan. Cambia de canal. Un partido de fútbol entre dos equipos de divisiones inferiores, narrado sin pasión.

–¡Deja la tres, que van a echar una película de romanos! –grita su mujer desde la cocina, y él, obediente, lo hace.

Un anuncio de coches. Un vehículo gris metalizado se desliza por una calle helada mientras la gente agolpada en las aceras saluda su paso. El mando tiembla en la mano del hombre y cae al suelo al descubrir entre la multitud el rostro de la niña.

–No… –gime, notando como un sabor amargo se agolpa en su garganta.

Dominado por el pánico, incapaz de controlar el temblor de sus manos, se levanta del sofá y se dirige hacia la puerta de la casa. Se cruza con su mujer, que le dedica una mirada mezcla de enfado y preocupación.

–¿Se puede saber qué coño te pasa ahora? –pregunta, dejando percibir un tono de preocupación en su voz.

–Nada, nada –responde el hombre, abriendo la puerta–. Voy a dar un paseo para bajar la comida.

Cierra la puerta tras él y sale a la calle del barrio residencial en la que viven. Medio centenar de chalets adosados de paredes de ladrillo rojo y tejados de pizarra se alinean frente a él como un pelotón de fusilamiento. Está anocheciendo, y las farolas empiezan a adquirir un tono amarillento, enfermizo. A lo lejos, una mujer con un vestido de flores pasea un perro pequeño. Nervioso, recorre el camino de baldosas grises que atraviesa el jardín en dirección a la entrada del garaje. Podría haber entrado directamente por la cocina, pero ella hubiese sabido a dónde se dirigía y se lo hubiera echado en cara. La puerta metálica está cerrada, como debe. Busca su llave magnética en el bolsillo del pantalón y la introduce en una ranura situada en un lateral de la puerta. Ésta comienza a abrirse con un chasquido. El hombre mira hacia arriba, a la ventana de su dormitorio, que da al jardín, temiendo ver a su mujer asomada, recriminándole por su comportamiento.

Su mujer.

La puerta se abre por completo y el hombre entra. Hace más frío en el interior del garaje. Enciende la luz, introduce las manos en el interior de los bolsillos del pantalón y se acerca al coche. Lo ha limpiado tantas veces que la piel de la palma de las manos se le ha agrietado, al igual que la pintura del capó. Y, sin embargo, las manchas todavía están allí, en la carrocería. Se agacha junto a la rueda derecha delantera, mira más de cerca. No hay duda alguna, son las mismas que un compañero le ha señalado esta mañana en el trabajo. Las mismas que las de los días anteriores.

–Me temo que ese perro ya no volverá a casa esta noche, ¿eh, socio? –le ha dicho, palmeándole la espalda, señalando la rojiza línea delgada y las marcas redondeadas a su alrededor.

Y las ha limpiado, frotando, rayando la carrocería incluso. Y están allí de nuevo, donde no deben estar.

–Oh, Jesús –susurra, y busca una esponja y un cubo para limpiarlas de nuevo.

 

Ilustración de Pedro Belushi para Santiago Eximeno

Despertó sobresaltado.

Oyó ruido abajo, en la cocina. El inconfundible sonido de la licuadora, pensó. Parpadeó varias veces, bostezó. Le dolían los párpados. Se frotó los ojos con las manos mientras se incorporaba. Buscó a tientas con los pies sus zapatillas de andar por casa, y todavía tratando de despertarse se dirigió al cuarto de baño. Encendió la luz, entrecerró los ojos, bostezó de nuevo. Vio su reflejo al pasar frente al espejo, un hombre mayor, desnudo, con la espalda curvada. Un hombre que había luchado contra su vida rutinaria y, tras perder la última batalla, había firmado un acuerdo diplomático.

Abrió el grifo de la ducha y esperó, colocando bajo el chorro de agua la mano, hasta que la temperatura le pareció la apropiada. Reprimió un gemido cuando el agua empapó su pelo, su cuerpo. Entre la media docena de botes de su mujer encontró su gel habitual, y dedicó un cuarto de hora a lavarse a conciencia y despejarse. Cerró el grifo al oír la voz de su mujer.

–¿Sí? –preguntó, mientras salía de la ducha y se envolvía en su albornoz.

Su mujer entreabrió la puerta del cuarto de baño –nunca habían instalado un pestillo, ella se sentía incómoda con las puertas cerradas– y le dedicó una sonrisa somnolienta.

–Te he preparado el zumo, me vuelvo a la cama –dijo en un murmullo, y cerró la puerta.

El hombre sonrió, pasando una mano por su rostro. Sería mejor afeitarse antes de salir, decidió. Enchufó la maquinilla eléctrica y dio dos pasadas por su cara, hasta que quedó satisfecho. Después salió del cuarto y fue hacia el vestidor sin encender las luces. Su mujer dormía de nuevo. Se preguntó por qué se empeñaba en prepararle un zumo todas las mañanas. Le había dicho varias veces que no era necesario, que él podía preparárselo y así ella podría aprovechar para dormir unas horas más. Ella no quería ni oír hablar de ello.

–A veces creo que no entiendes lo que significan algunas cosas –había dicho ella, enfadada.

Desde entonces no había vuelto a comentar el tema.

Se vistió en silencio y bajó a la cocina. El vaso de zumo descansaba sobre la encimera. Se lo bebió de un trago, y disfrutó como todas las veces del escalofrío que le provocaba la acidez de las naranjas mezcladas con el pomelo. Siempre lo tomaba sin azúcar, para que le ayudara a despertarse. Al llegar a la oficina le pediría a su secretaria un café bien cargado, pero todavía le quedaba un viaje en coche de algo más de media hora hasta llegar allí.

Salió a la calle, cerró la puerta y se dirigió hacia el garaje. Amanecía, y los rayos del sol lanzaban destellos sobre la puerta metalizada. El hombre pensó que los reflejos en sí mismos eran un mal augurio. Desde pequeño había sido supersticioso, y los años no le habían hecho cambiar su visión prejuiciosa del mundo. Cualquier nimio detalle podía revivir sus temores más arraigados. Juntó su pulgar y su dedo índice y los besó, una vieja fórmula para anular los malos presagios. Abrió la puerta del garaje, entró. El coche le estaba esperando como una mascota bien educada. Sonrió.

El tráfico en la circunvalación de entrada a la ciudad se hizo más denso. Durante los primeros veinte minutos había circulado por la autopista con normalidad, escuchando la radio, disfrutando ocasionalmente de la imagen de un cartel de publicidad. Al acercarse a las entradas de la ciudad, los vehículos que se acumulaba a su alrededor, copando los tres carriles, le habían obligado a decelerar y moverse al carril adyacente al de los autobuses. Allí se encontraba incómodo. Siempre había imaginado a los pasajeros del autobús sentados en sus asientos, cuchicheando entre ellos mientras le señalaban y se burlaban de él, viéndole desde las alturas. Otro prejuicio, otro momento incómodo. Sabía que en realidad la mayor parte de ellos estarían dormidos, ajenos a su presencia, deseando terminar la jornada de trabajo antes incluso de haber llegado y tomar el autobús en sentido contrario, de vuelta a sus casas. Pero la certeza se venía abajo cuando su vehículo se detenía al lado de alguno de aquellos transportes.

Al llegar al desvío hacia sus oficinas –una calle ancha, de tres carriles en el sentido en el que circulaba y dos en el contrario–, giró y se detuvo en el semáforo. Miró el reloj luminoso incrustado en el salpicadero, y vio que se había retrasado algunos minutos. No tendría tiempo de desayunar en la cafetería de enfrente; tendría que conformarse con uno de los de la máquina del vestíbulo, aguado y con un sabor sospechosamente amargo. Oyó el claxon tras él, vio que el semáforo había cambiado a verde.

–Ya voy, ya voy –murmuró mientras arrancaba y se internaba en la calle.

Apenas cincuenta metros más adelante comenzaba la entrada al túnel. Dos carriles continuaban por ese camino, mientras el tercero, el que estaba situado a su derecha y estaba más cercano a la acera, seguía normalmente. En la entrada del túnel los coches estaban detenidos, quizá por un atasco en el semáforo de la salida. Miró a ambos lados. En el sentido contrario también se habían detenido los vehículos, el carril de su sentido que no se introducía en el túnel parecía completamente despejado, sin coches. Vio que en la acera se congregaban un grupo de chicos y chicas de uniforme, esperando a la puerta de un conjunto de edificios bajos. Un colegio, pensó. Miró al otro lado, a la otra acera.

Entonces vio a la niña.

Pretendía, aprovechando que el tráfico estaba detenido, cruzar de un lado a otro de la calle. No había semáforos, ni siquiera un paso de cebra. El hombre se sintió incómodo. La niña comenzó a andar entre los vehículos, sonriendo, saludando con la mano. Desde el otro lado de la calle, el hombre vio como algunos de sus compañeros le devolvían el saludo, sonreían. La niña avanzó hasta su coche, y durante un instante se volvió y le miró. En ese instante, el hombre supo que debía avisarla. Por el espejo retrovisor veía como un coche subía por el carril libre, aquel que no entraba en el túnel, a demasiada velocidad. El instante que se cruzaron sus miradas debió durar apenas unos segundos. El hombre ni siquiera intentó hacer un gesto. Se limitó a contemplar como la niña continuaba su camino y el coche –los frenos gritando, los neumáticos ardiendo sobre el asfalto– la embestía y la doblaba y la arrastraba por el suelo antes de detenerse.

Varios de los jóvenes gritaron, se llevaron las manos al rostro. Las portezuelas de los coches situados tras el suyo se abrieron, la multitud se agolpaba en el arcén. El hombre advirtió que el coche que había atropellado a la niña se había detenido varios metros más adelante, y que su conductor –joven, imprudente, desecho en lágrimas de culpabilidad– corría hacia el cuerpo de la niña, que había quedado junto a su coche. No pudo reprimir el gesto de mirar de nuevo, de verla allí tumbada.

Cuando lo hizo, vio que los ojos de la niña seguían clavados en él.

Atrapado, maniobró para salir del atasco que se había organizado. Se incorporó al carril lateral, y entre malos gestos y gritos salió de allí en dirección a ninguna parte. Sentía un dolor profundo en el pecho, como si le clavaran agujas desde el interior. Creyó que podría tratarse de un infarto. Condujo hasta llegar a un parque, se detuvo. Por aquel camino no llegaría hasta la oficina. Respiró profundamente, clavó las manos en el volante intentando tranquilizarse.

Al fin y al cabo, él no la había atropellado.

No podía haber hecho nada por evitarlo.

Nada.

Salió del coche, caminó hasta el parque, entró. Dio un paseo por uno de los caminos de tierra, se sentó en uno de los bancos de piedra. ¿Por qué le había mirado la niña? ¿Sabía lo que iba a ocurrir y le había puesto a prueba? No, no podía tratarse de algo tan absurdo. Nadie querría morir atropellado a su edad. Agitó la cabeza, mesó sus cabellos con dedos engarfiados.

–Vamos, vamos –murmuró–. Tranquilicémonos. En el fondo, no he hecho nada malo.

Se levantó y volvió por el mismo camino hasta su coche. Condujo por calles estrechas hasta que retornó a la calle principal, algunas manzanas más allá de la salida del túnel. No se atrevía a volver por aquel camino. Tendría que buscar una alternativa, aunque tardara dos horas en salir de la ciudad. Llegó al trabajo tarde, y detuvo el coche frente a la garita de seguridad. El vigilante salió y le indicó por señas que bajara la ventanilla.

–Buenos días, señor –dijo con rostro serio.

–Buenos días –respondió el hombre.

–Sólo quería decirle que tiene algo sobre el faro derecho, en el capó –dijo el vigilante, levantando la barrera y franqueándole el paso–. Creo que algún gracioso le ha manchado el coche.

El hombre asintió, trato de sonreír. Llevó el coche hasta su plaza de garaje, en el primer sótano bajo el edificio en el que trabajaba. Cuando apagó el motor, le incomodó el silencio. Buscó en la guantera un trapo y abrió la portezuela del conductor. No recordaba ninguna mancha, pero el rostro del vigilante, habitualmente amable, se había convertido en una máscara de piedra.

–Maldita sea –murmuró mientras caminaba hacia la parte trasera del vehículo.

Abrió el maletero y cogió un limpiador líquido que siempre llevaba. Mientras caminaba hacia la parte delantera del coche humedeció el trapo, y al llegar se detuvo.

Una delgada línea roja recorría el capó, y a su alrededor se amontonaban varias circunferencias del mismo color. Retrocedió un paso, volvió a mirar.

Debía ser sangre, sangre de la niña, que con el impacto había saltado hasta su coche. Le sorprendió la forma que había adoptado, aquella extraña configuración. Como si un niño hubiera dibujado sobre el metal una retorcida flor de pétalos carmesí. Aterrado, volcó el bote de limpiador sobre la mancha y comenzó a frotar con el trapo. Los pétalos se descascarillaron en cientos de fragmentos como si se tratara de una capa de pintura vieja, la línea se quebró y desapareció bajo la furia del hombre. Tardó apenas tres minutos en eliminar todo rastro de la mancha. Notó que el corazón le latía con un ritmo extraño; abrió la portezuela del asiento del acompañante y se sentó un momento en el interior.

Sangre de la niña en el coche, pensó. No puede ser bueno.

Subió al segundo piso, a su despacho. Durante todo el día estuvo distraído, incapaz de centrarse en el trabajo. No atendió ninguna llamada, pensando en lo que había sucedido. Oyó la radio, pensando que quizá mencionarían la noticia en los sucesos del día. No lo hicieron. Cuando llegó la hora de comer, le dijo a su secretaria que no se encontraba bien y que se marchaba a casa. Bajó en el ascensor hasta el garaje, caminó hasta el coche. En un gesto mecánico, comprobó la parte delantera.

La flor había vuelto a aparecer.

© 2005 Santiago Eximeno
© 2005 Pedro Belushi por las ilustraciones.

 

Santiago Eximeno

Santiago Eximeno (Madrid, 1973), es aficionado al arte en general con un marcado gusto por lo macabro y lo oscuro. Autor de una novela («Asura», Grupo AJEC) y una antología de relatos («Imágenes», Parnaso), ha sido publicado en varias revistas (Gigamesh, Artifex, Solaris, Galaxia…), antologías (Antología 10, Paura, Fabricantes de Sueños…) y fanzines/ezines (Parnaso, Alfa Eridiani, Pulsar, BEM on Line…). Ha ganado el Premio Ignotus de Relato en 2002, y es el actual seleccionador de Visiones 2005. Su temática preferida es el terror y la fantasía oscura, aunque ha escrito relatos de diversos géneros. También le atraen otras vertientes como el diseño de juegos de mesa, las aventuras conversacionales, los cortometrajes de animación, la cultura oriental… Mantiene una interesante página web: www.eximeno.com

Pedro Belushi

Pedro Belushi, ilustrador y guionista. Ha trabajado en multiples proyectos de ilustración y comic. Entre sus obras están Melquiades y El Genio ( Dibujo y guión. Ed. Sulaco 2000) y Mighty Sixties ( Guión y diseño, junto a Carlos Vermut. Amaniaco Ed. 2001).

Ha hecho diversas exposiciones de su obra gráfica dentro del Circuito de Jóvenes Creadores de su comunidad. Actualmente colabora con BEM on Line y otras revistas de CiFi haciendo ilustraciones para relatos y portadas, así como guiones para otros ilustradores como Carlos Vermut, Nando o Pablo Espada (con quien hizo Clon 27, una de las primeras tiras seriadas en internet).

Acerca de Interface Grupo Editor

Editamos en papel 75 números de la revista BEM entre 1990 y 2000 y desde 2003 hasta 2012 mantuvimos el portal BEM on Line. Tras múltiples problemas de software, decidimos traspasar a este blog los principales textos publicados en esos años. Interface Grupo Editor está compuesto por Ricard de la Casa, Pedro Jorge Romero, José Luis González y Joan Manel Ortiz.
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