Los ángeles han sido seres mitológicos de gran influencia desde el principio de los tiempos, cambiando sus actitudes, formas, designios o apariencia. En todas las culturas mediterráneas aparecen seres alados, lo mismo que en las religiones nórdicas o en los mitos celtas. En el mundo judío (y por extensión el católico y el musulmán), el mundo angélico lleva asociada una parafernalia extensa y curiosa: un idioma propio, una jerarquía definida, funciones especializadas, salmos, rezos, ofrendas con sus propios rituales alejados de la doctrina normal… Toda una larga lista de referentes que invitaban, con voz propia, a escribir un cuento con ellos. El siguiente cuento trata sobre ángeles, unos ángeles un tanto peculiares, y aquellos que, de un modo diferente a lo habitual, tienen que tratar con ellos. Y sobrevivir.

Ilu. de Pedro Belushi para el relato La caza de Alfredo Álamo
LA CAZA
Texto: Alfredo Álamo
Ilustraciones: Pedro Belushi
La brújula, oxidada en sus bordes dorados, con el cristal picado por el salitre y los años, reflejó la luz del fanal mostrando, por primera vez en toda la noche, una dirección concreta. Hasta aquel momento no había parado de dar vueltas, moviendo su aguja, blanca y roja, del Norte al Sur y del Este al Oeste. Desde el pescante del carromato, Angus movió el fanal para iluminar su sonrisa desdentada a su compañero de cacería, que ocupaba el puesto de conductor a su lado.
—Creo que ya lo tenemos, señor Black —masculló con su espeso acento del norte de Escocia.
El señor Black chasqueó las riendas dirigiendo los caballos hacia la dirección que Angus señalaba. Los dos vestían ropas de cazadores, abrigos de grueso cuero bien untado para mantenerlo fresco, botas reforzadas, pantalones negros y camisas de paño reforzadas con lascas de cuero.
—La aguja marca Sur-Suroeste, señor Black. Debe ser uno de los chicos de Uriel.
—Lo sabremos al acercarnos, Angus —dijo el conductor del carro con voz tomada—, quiera el Señor que sea uno de los menores. Por las fechas podría ser uno de los Tronos y entonces…
Entonces, y los dos lo sabían, era muy probable que ninguno de ellos sobreviviera al encuentro. Hacía dos noches, en Westminster, el viejo Spaniard había acabado convertido en un montón de cenizas con olor a sándalo, cortesía de un miembro del primer coro. No es que le guardaran mucho cariño, pero era un cazador respetado; si él había caído y se trataba del mismo ser…
El carro avanzó a gran velocidad por las calles desiertas. Desde que comenzaron las apariciones, pocos eran los que atrevían a aventurarse a salir dadas las cinco de la tarde. Al principio sólo aparecían muertos sacerdotes, monjas, beatas y aquellos frecuentadores de iglesias y cementerios. Ahora cualquiera podía aparecer quemado, destripado, ciego o loco si se le ocurría pasear entre la niebla del Támesis.
El traqueteo incesante de las ruedas sobre los adoquines resonó al cruzar el puente de la Torre. Dentro de poco lo levantarían para aislar a la familia real en la Torre de Londres como todas las noches. Al dejarlo atrás los dos sabían que tendrían que pasar la noche fuera. Cazando ángeles.
St.Martin in the Fields proyectaba una exquisita sombra sobre la plaza, producto de una luna llena que ocupaba el cielo, borrando las estrellas de la vista. Angus observó con ojo crítico las alturas mientras bajaba, con el señor Black, varias de sus herramientas de trabajo.
—No hay estrellas —informó Angus, lanzando un buen escupitajo de tabaco.
—Eso es bueno, ya sabe lo que pasa cuando hay luna nueva.
—Si señor, se vuelven como locos. ¿Qué prefiere, el lazo o la lanza? —preguntó Angus, sopesando la vara que contenía un cable de acero.
—La lanza me irá bien —contestó el otro cazador—, creo que ésta noche tendremos un buen jaleo.
Los dos cazadores atravesaron la plaza envueltos en la niebla, Angus asía repetidamente la vara, de forma nerviosa. Con la de ésta noche, ya llevaba más de cincuenta cacerías a sus espaldas; con la muerte del Spaniard, era, posiblemente, el más veterano de los que se atrevían a salir. El señor Black, sin embargo, llevaba la lanza como quién portaba un paraguas; salían a cazar juntos desde hacía un año y Angus jamás le había visto perder el seso frente a uno de esos ángeles. Era todo un profesional.
—Acerque el fanal, Angus —dijo el señor Black, agachado frente a la iglesia—. Creo que he encontrado algo.
La niebla pareció alejarse cuando la luz dorada se acercó al lugar que indicaba el cazador. Sobre las escaleras de la puerta principal podían contarse al menos cuatro velas rojas y un rosario de cuentas negras. Angus maldijo en la lengua de sus antepasados y volvió a escupir un amasijo de tabaco.
—Un invocado —aseguró Black, sopesando una de las velas—. A saber a cuál de ellos han traído ésta vez.
—¿Es que están locos o qué? —siguió Angus— No puedo creer que todavía quede gente con tan pocas entendederas.
La temperatura se hizo más suave, un aroma extraño, lejos del habitual a orines y pescado podrido, llegó hasta los cazadores poniéndolos en alerta.
—¿A qué huele? —dijo Angus.
—No lo sé… Pero vaya preparándose para lo peor.
Lo peor. Eso sólo podía significar una cosa, Angus reculó y preparó el lazo. Lo peor, se repitió. ¿Acaso no salían siempre preparados para eso? Tal vez nunca lo lograban del todo.
Desde el lado Sur de la iglesia, entre la rectoría y el cementerio, una luz cambiante, como la de los caleidoscopios en las ferias de fenómenos, creció de tamaño e intensidad hasta llegar casi a la incandescencia.
—¡Los cristales! —gritó Angus, echando mano de unas lentes ahumadas que colgaban de su cuello. Conocía bien aquel efecto, los cazadores lo llamaban “la solana”; si no ibas preparado te quemaba los ojos y, en ocasiones, podía hasta reventarlos.
El señor Black ya las llevaba puestas cuando Angus se giró hacia él. Levantó la vara, de unos dos metros de largo, y avanzó hacia el callejón.
La técnica era sencilla y arriesgada a la vez. Cuando el ángel asomara por la esquina, Angus trataría de enlazarle la cabeza a la altura de la testuz. Luego, antes de que atinara a soltarse, el señor Black le atravesaría el costado izquierdo con la lanza. Se mostraban especialmente sensibles a las heridas de Jesucristo, tanto en las palmas como en los pies y la frente, pero en el costado era el golpe definitivo. Cuando llegaban a él, claro.
La luz, ahora filtrada por los cristales ahumados, resultó tolerable. Angus se colocó en la esquina y esperó. Cuando el ángel apareció, ninguno de ellos estaba preparado: era un Serafín. Medía más de dos metros de altura, tenía tres cabezas de animal y seis alas de plumas doradas. Entre las manos llevaba lo que, probablemente, serían los restos de su invocador. Angus entrevió los restos de un hábito, un fraile, supuso. Solían aparecer de vez en cuando, atraídos por las historias de ángeles y querubines; eran los más peligrosos de los invocadores, ebrios de fe y de historia angelical.
El serafín aplicó un último mordisco a los restos sanguinolentos, la cara del león, la central, lucía un aspecto magnífico y poderoso, con las quijadas llenas de sangre que caía derramada sobre su cuerpo brillante. Angus sacudió la cabeza, si se dejaba capturar por la fascinación, acabaría como comida fácil entre aquellas mandíbulas. El rostro de la izquierda, el del águila real, fijó su mirada en él, soltando un alarido horroroso. Calculó la distancia hasta las cabezas y optó por la retirada, la vara era demasiado corta.
—¡La sangre! —gritó mientras buscaba algún refugio—¡Utilice la sangre!
El serafín avanzó tras él dejando un rastro de llamas blancas, alzó las alas y trató de levantar el vuelo. Sin embargo, pese a ser un alado, no tenía la fuerza suficiente para volar. El ser celestial trastabiló unos pasos pero no llegó a caer al suelo. Era el momento.
Un sonido a madera rota llegó desde el carromato, el señor Black, hacha en mano, rompió el último sello del barril que llevaban en la parte de atrás. La sangre que contenía comenzó a derramarse sobre el suelo de piedra, atrayendo inmediatamente la atención del serafín.
—Nunca falla —dijo Black, reuniéndose con Angus en las escaleras de la iglesia—, al olor de la sangre, pierden la cabeza.
—Cuanto más alto en el coro, más apetito tienen —convino Angus, secando el sudor de su frente—. Espero que el láudano haga su efecto.
—Tendremos que esperar unos minutos —dijo Black, sacando una pequeña petaca del bolsillo—. Si no le importa… —añadió, arreándose un buen trago.
El serafín agarró el barril con los brazos y, encontrando la abertura insuficiente, reventó la tapa para saciar su apetito. Algunas de las llamas blancas prendieron el carromato, alumbrando aún más la plaza.
—Maldita sea —masculló Angus—, ¿pues no me está quemando el carro el muy cabrón?
—Venga, de gracias por estar vivo. Con lo que nos darán por uno de esos, podrá usted comprarse cien carros más. Y aún le quedará para algunos vinos.
Angus asintió, pese a no estar del todo convencido, sin perder de vista al serafín. Éste relamió los últimos restos de sangre de vaca en el barril, ya con una actitud más relajada. Las alas parecían gachas y, en una o dos ocasiones, le resbaló una pierna en el líquido que cubría los alrededores del carro.
—Vamos —dijo Black empuñando el hacha—. Coja la lanza, Angus. Usted me lo vuelca y yo le doy con el filo.
La idea no era mala. Angus empuñó la lanza y, cada uno por un lado, rodearon al serafín que ya tenía una rodilla en tierra y a duras penas mantenía el equilibrio. El láudano, suficiente para dormir a una manada de bueyes, había dado resultado. Angus arremetió con fuerza, lanza por delante, contra el costado izquierdo del ángel, hundiendo en aquel cuerpo perfecto al menos la mitad de ella; el notar la herida, que se antojaba tremenda, el serafín aulló con sus tres bocas un gemido ensordecedor mientras caía al suelo, prácticamente derrotado. El señor Black levantó su pesada hacha, recuerdo de anteriores empleos, y asestó un golpe tras otro a la altura de lo que, supuso, sería su cuello.
La sangre plateada de los ángeles chorreó sin cesar, salpicando a los cazadores y formando un enorme charco en el suelo. Angus observó cómo no se mezclaba con la de vaca, la sangre plateada era mucho más espesa y pesada. Agarró de nuevo la lanza y aplicó todo su peso contra el serafín, atravesándolo de parte a parte. El último hachazo de Black acabó con todo vestigio de vida en aquel cuerpo.
Una vez morían, el encanto que los hacía perfectos desaparecía. El cuerpo a sus pies parecía ahora un montón de carne sucia, con cartílagos contrahechos y alas deformes. Las llamas blancas extinguieron su luz. Angus miró a Black, completamente lleno de sangre de ángel.
—Será mejor que se quite el abrigo, señor Black —le aconsejó—. Los vapores de la sangre acaban por quedarse dentro del cuerpo, pudriendo los pulmones.
Black asintió y se despojó de la prenda manchada, lanzándola al carromato en llamas.
—¿Y ahora? —preguntó, observando cómo la prenda tardaba en prender.
—Nos quedan seis horas hasta el amanecer —dijo Angus—. ¿Le queda algo en esa petaca suya?
—Seguro —contestó Black, acercándosela.
Antes de echar el trago, Angus escupió los últimos resto de tabaco sobre el cuerpo del serafín. Terminó el alcohol de la petaca y la devolvió a Black. Luego, cansinamente, caminaron hasta la puerta de la iglesia, abandonada desde los primeros ataques. Black lió un par de cigarrillos mientras las ratas acudían hasta los despojos en la plaza.
La noche les pareció mucho más larga de seis horas hasta que el sol se llevó las pesadillas.
© 2005 Alfredo Álamo por la narración
© 2005 Pedro Belushi por las ilustraciones.
Alfredo Álamo nació en Valencia en 1975. Desde hace dos años publica en diversas revistas del género, tanto digitales como impresas, tales como Axxon, Artifex, Alfa Eridiani, Qliphoth, Tau Zero o Revista 800 (entre otras); también en libros recopilatorios como los de la colección Libro Andrómeda o en las selecciones de la AEFCFT “Visiones 2004” y “Fabricantes de Sueños 2005”. Mantuvo un serial ciberpulp en El Sitio de Ciencia Ficción en el 2004, donde actualmente se encarga del guión de una tira cómica, “La legión del espacio”. En cuanto a premios, recibió el Ignotus 2004 a la mejor obra poética en la última Hispacón celebrada en Cádiz.
Pedro Belushi, ilustrador y guionista. Ha trabajado en multiples proyectos de ilustración y comic. Entre sus obras están Melquiades y El Genio ( Dibujo y guión. Ed. Sulaco 2000) y Mighty Sixties ( Guión y diseño, junto a Carlos Vermut. Amaniaco Ed. 2001).
Ha hecho diversas exposiciones de su obra gráfica dentro del Circuito de Jóvenes Creadores de su comunidad. Actualmente colabora con BEM on Line y otras revistas de CiFi haciendo ilustraciones para relatos y portadas, así como guiones para otros ilustradores como Carlos Vermut, Nando o Pablo Espada (con quien hizo Clon 27, una de las primeras tiras seriadas en internet).