MONSTRUOS, de Roberto Bayeto

 

 

 

MONSTRUOS

Roberto Bayeto
Ilustraciones: Pedro Belushi

 

Los Monstruos que soñamos y fabricamos los humanos son los peores. No hay peor Monstruo que el creado por un Monstruo.

Del diario del Profesor de Sociología Alejandro Rodríguez, entregado a este medio por su compañera después de su extraña desaparición.

Actualmente soy profesor de Sociología en la Universidad de Barcelona. Años atrás, me alisté en las “Fuerzas de Paz” con el solo fin de hacer una buena plata para terminar mis estudios y guardar algo para casarme con Virginia, mi novia. Por desgracia, mientras me encontraba en el Campo de Instrucción de la ONU en Bonn, ella me abandonó por un jugador de fútbol que apenas articulaba cien palabras.

Gracias a que era Universitario y tenía un post grado en Antropología Cultural, me alisté con el rango de Teniente Segundo. El ser un Oficial me reportaba cierta tranquilidad y prestigio entre la tropa. A pesar de todo, en los días del entrenamiento en el 4º de Infantería me comí mis buenas tipas (sanciones que implican arresto N. del A.) por falta de consustancialidad con el Régimen. Después de estar privado de mi libertad en cuatro ocasiones aprendí la lección y como verán, a escribir como todo un militar.

Descendimos en Omaha —es increíble como los norteamericanos van por el mundo extrapolando sus costumbres—, ocupada por fuerzas de Paz de la ONU en la frontera entre Finlandia y la Neo URSS. El loco de Stalin III estaba aún furioso por lo del artefacto nuclear detonado por los EEUU y pedía sangre a gritos; lo que yo no sabía era que sería nuestra sangre la que lo saciaría en parte, pero eso vendrá más adelante.

En esa zona existía una ciudad militarizada. Era un centro con cuatro bases —aérea, infantería, blindada e Inteligencia— que oficiaba de tapón entre Rusia y Finlandia, o lo que quedaba de la zona este de Finlandia. Había alrededor de diez mil efectivos, doscientos tanques, cincuenta helicópteros, aviones cazas, tipo A —Ataque— y bombarderos ligeros, además y lo más importante, cuatro locales de Mac Donalds, un centenar de expendedoras de Coca-Cola y cinco locales “24 Horas” con todas las variedades de alcohol y chocolates en sus variantes norteamericanas.

Era un contingente de respeto. Fuerzas prioritariamente norteamericanas, británicas, canadienses, sudamericanas y del resto de la Alianza de Naciones. Estábamos en una zona montañosa con dos salidas, una hacia el este y otra al oeste. En ellas manteníamos baterías antiaéreas, lanzamisiles y puestos de vigías electrónicos y humanos durante las veinticuatro horas del día, siete días a la semana. Por esos dos lugares era por donde podría entrarnos un ataque por tierra, ya que el cañón era demasiado estrecho para que los cazas o bombarderos maniobraran de forma segura y sin perder la mitad de su escuadrón. Por si las moscas, había baterías y radares en toda la parte superior de las montañas —por la alternativa aérea, los helicópteros— y dos satélites nos apoyaban con períodos de caída de sólo una hora al día.

En un estudio sociológico del Licenciado Stanley Weinbaum, se hacía un perfil psicológico de Petrov como el eterno megalómano mitificador. “Los Mordedores… —afirmaba—… no son más que un intento de satisfacer los deseos más espurios de su psique enferma. Los Mordedores no existen. Son fantasías o modelos de lo que a Petrov le gustaría fueran sus “Fuerzas Especiales”. Los Mordedores no son más que una forma de generar terror irracional en sus enemigos. El problema para él es que ese terror solamente prende de las mentes de los ignorantes y no del Hombre Moderno instruido por Internet y la televisión por cable como medios primordiales de la culturización de masas.

Petrov, con su sugestivo apodo de “Stalin III” nos quiere asustar con Hombres Lobo, Vampiros y Aparecidos de alta tecnología. Su error es que hoy, a mediados del siglo XXI no existen aquellos campesinos de Europa Central que protegían sus casas con ristras de ajo y estacas de madera. Ahora, por desgracia para Petrov, los campesinos de Europa Central poseen redes de Internet y acceden a idéntica información que un Profesor de Sociología y Antropología Cultural como yo, con la misma versatilidad con que cultivan sus sembradíos”.

Yo creía en cada palabra del Profesor Weinbaum. Incluso asistí a una cátedra que diera en Buenos Aires hacía dos años y me había retirado completamente satisfecho con sus teorías y estudios sobre la Semiótica del Neo Comunismo Ruso.

El aseguraba que el Neo Comunismo estaba basado en formas feudalistas de coacción, donde los “Mordedores” ficticios de Stalin III eran caballeros y el resto de la humanidad, simples campesinos que debían aceptar a ojos cerrados todos sus caprichos. Weinbaum instaba a capturar un Mordedor y analizarlo en todos los niveles. Él consideraba que en ese instante se descubriría la falibilidad de los argumentos de Petrov sobre sus Super Hombres y como epílogo, él mismo se daría cuenta de que debería asistir a un siquiatra.

“En el momento que la mentira de Stalin III y sus vampiros sea revelada al mundo, éste, que no es una persona de poco alcance intelectual, deberá entregarse a los sicoanalistas de su país para corregir sus desórdenes síquicos y de índole afectivo; a partir de ese intervalo, el famoso «Amanecer de los Mordedores» se transformará en una fantasía infantil y el desarrollo normal de la humanidad toda seguirá su curso lógico”.

Uno de mis mitos como sociólogo era tener a entera disposición un Mordedor, obviamente en un Centro bien provisto y en las condiciones de estudio adecuadas. Gracias a ello podría revelar al mundo la futilidad de toda la paranoia de Petrov y terminar así con una guerra fría que estaba llevando a la raza humana a las puertas de la destrucción definitiva. Era probable que no solamente me alistara en la Infantería con fines económicos, sino altruistas. En Uruguay tenemos una forma de vida tan anodina que soñamos con lograr cosas reconocidas por la humanidad en su conjunto. La mayoría de nosotros no pasamos de sueños, un pequeño porcentaje de nosotros, en realidad… Por algo yo estaba aquí, a cincuenta kilómetros de las bases militares rusas, esperando un ataque suicida o la orden de un avance combinado con casi todos los ejércitos democráticos de la Tierra.

Así me pasé soñando y enviando o dirigiendo patrullas de nuestros efectivos durante cuatro meses sin novedad.

Faltaban dos meses para que concluyera mi contrato y regresara a mi país —obviamente con las manos vacías—, cuando una comunicación encriptada fue interceptada por los radioperadores británicos. Esta hablaba de lo que parecía ser una manada de lobos que iban cercando un supuesto rebaño de ovejas o leones tras gacelas, lo que nos pareció curioso. Junto con otros oficiales de cinco países nos sentamos en una mesa a analizar las implicancias de estas transmisiones. Yo especulé con la posibilidad de que los “corderos” fuéramos nosotros y los “lobos” alguna fuerza de incursión de los rusos.

El Capitán norteamericano desestimó mi comentario porque los instrumentos no detectaban ningún movimiento de tropas masivo a menos de dos mil kilómetros de nuestra posición.

El Mayor Münchausen, —al que yo llamaba tontamente “El Barón— un observador austriaco de rostro pétreo, especuló sobre la incursión de zapadores para estudiar nuestra posición. Su grado de Mayor y su experiencia en campañas en África y Bosnia le dieron la credibilidad suficiente como para que se enviaran diez grupos de Boinas verdes a cazar a los posibles espías rusos que recorrían el campo y los bosques de los alrededores; también se enviaron tres helicópteros ROH-Navajo con sistemas infrarrojos y se reforzaron los puestos de vigías de los bordes de la base.

Cuando me retiré a dormir, sentí una sensación terrible en la boca del estómago.

Tuve una pesadilla. Me encontraba en una sabana de pasto amarillo al atardecer. Había un silencio casi artificial y los pájaros volaban muy alto, como si quisieran estar fuera del alcance de algo indecible que acechaba en la superficie. En ese momento me di cuenta de que yo estaba en la superficie y no podía volar. Sentí un terror frío, aunque siendo consciente que no veía nada que me provocara tal terror. Comencé a caminar para alejarme de allí, cuando sentí una especie de ronroneo, aunque muy amplificado si tomamos en cuenta a los gatos domésticos. Gatos. No me gustaban mucho los gatos aunque respetaba su sentido de la independencia. En este caso, los gatos parecían estar a mi alrededor, por todas partes. Ronroneaban y comían. Se sentía el chasquido de huesos al ser despedazados por poderosas mandíbulas. Un rugido a mi derecha me hizo quedar paralizado.

Leones.

Giré a mi izquierda y aceleré el paso intentando no hacer ruido. Al menos parecía que las clases de supervivencia que nos diera el Sargento Senegalés valieron el tiempo y los malestares estomacales.

Un ronroneo aún más fuerte que los anteriores me hizo estremecer. Estaba a mi espalda. Me quedé inmóvil, no sabía si para confundir a un posible depredador o porque simplemente no podía moverme. Un aliento a sangre y carne muerta me quemó la nuca. El ronroneo se transformó en un chasquido y me desperté.

Me dolía la cabeza y el humo me hizo toser. La tienda de madera sintética donde dormía estaba en llamas y los gritos de los hombres, los disparos aislados y algunas detonaciones se escuchaban esporádicamente. Me levanté del suelo y me arrastré hacia el pantalón del uniforme y los borceguíes. Me vestí rápidamente sintiendo dolor en todo el cuerpo y tomé la HK .45 y el cuchillo de combate. Verificando la munición contra el resplandor de las llamas, introduje el cargador, tiré de la corredera y salí al aire libre.

Cuando El Bosco pintó el infierno creo que vislumbró este presente. Había fuego por todos lados, fuego y muerte. Montañas de cadáveres se quemaban en piras mientras las siluetas de extraños helicópteros —modelos que desconocía pero tenían sus orígenes en los KA rusos — surcaban el cielo dejando escapar tableteos esporádicos. Entre las explosiones y los restos de los blindados intenté encontrarme con algún grupo aliado y oponer una resistencia decorosa. Si tenía que morir que fuera como un Oriental… o al menos eso era lo que nos había inculcado el Coronel Fernández en las clases de Contrarrevolución y terrorismo marxista.

“Si tienen que salir de un enfrentamiento que sea con la cabeza del enemigo en la mano, o envueltos en la bandera de la Patria”; decía una y otra vez aunque jamás había estado frente a un enemigo a no ser para meterle la picana a una adolescente de un gremio estudiantil o mandarla enterrar en el fondo del cuartel con cal.

Ahora me daba cuenta de que todo lo que me decían sobre la guerra era una mierda. Estaba completamente aterrorizado y no quería oponer ninguna resistencia sino salir corriendo de allí. Apreté la .45 como si fuera mi propia mano que se pudiera caer, e inclinado, miré hacia la única salida de la base que estaba aparentemente libre. Rampé hacia allí lo más silenciosamente posible, viendo algunas sombras moverse a gran velocidad, como murciélagos recortándose contra la luz de la luna y los resplandores de los fuegos fatuos. Fue una epopeya de media hora de arrastrarme, tirarme debajo de los camiones volcados, taparme con los cadáveres decapitados de los oficiales y subalternos, y rezar a un Dios de cuya existencia dudaba minutos antes, por una vida tranquila como profesor de una cátedra en Montevideo, aburrida, pobre, sin magia, pero tranquila y lejana de la sangre y el aroma a muerte.

Continué avanzando y llegué a una zona que llamábamos “de trincheras”. Eran pozos a medio excavar y montículos de dos o tres metros. El único problema era que no se podía ver más allá de los montículos a menos que se trepara en ellos, y desde mi posición no sabía que podía haber detrás. Lo positivo, que pasando los montículos había solamente cien metros de superficie plana, un bosque muy tupido, un río y varias grutas en las rocas. Aspiré el aire con olor a combustible quemado y carne asada—no quería pensar de qué especie—y corrí con el cuerpo inclinado y el arma pronta para ser usada, aunque dada la magnitud de la matanza y la vergonzosa derrota de nuestras fuerzas no creía que una .45 me sirviera para nada.

Llegué al montículo y trepé arrastrando mi vientre de una forma casi despreciable, como un gusano. Sentía como que prefería que la tierra me tragara a que me hicieran lo que a todos los cuerpos que había encontrado en el camino: sin cabeza, solamente los torsos abiertos como chauchas. Las vísceras esparcidas en formas casi surrealistas: un millón de psicópatas que se unieran para festejar el aniversario de la muerte de Abel por su hermano hijo de puta; los Cainitas redivivos en esas formas que pasaban a gran velocidad ante los incendios y las ruinas como fantasmas de Walpurgis.

Tragué saliva, aspiré nuevamente y me preparé para escapar hacia la salvación. Cerrando los ojos me levanté y corrí como un condenado, casi sin ver, los ojos velados por el deseo de salir de allí de una vez por todas, y como era lógico, no vi por donde iba, tropecé y caí. Abrí los ojos con cuidado —de pequeño, cuando creía que había un monstruo en el cuarto, mantenía los ojos cerrados con la esperanza de que al no verlo, el monstruo no me viera a mí— y me di cuenta de que había caído en la cueva del león. Había un centenar de hombres surreales, vestidos con camuflajes fluctuantes y los rostros pintados con máscaras rituales. Estaban haciendo algo horrible con los cadáveres, con los miles de cadáveres que estaban acumulando alrededor como montañas de basura que debe ser reciclada. A mi frente pude ver los cientos de soldados norteamericanos, ingleses, alemanes, uruguayos… Las banderitas de mis subalternos tenían un nuevo color, el rojo que cubría el sol amarillo. Me levanté con cuidado. Los hombres, los Mordedores —ahora sabía que existían—, habían paralizado sus actividades necroscópicas. Todos me observaban con una mezcla de indiferencia y curiosidad. Todos. Los más de cien. Ninguno hizo nada más que inmovilizarse en la posición que tenían cuando yo caí estúpidamente ante ellos. Algunos sostenían brazos, piernas o cabezas de los soldados muertos y parecía que estaban esculpiendo formas con los restos, como obras de arte necrománticas que invocaran un fin del mundo, o para ser más fiel a mi intuición, el fin del Homo Sapiens. El profesor Weinbaum me escucharía cuando regresara, si es que lo hacía. Ese viejo pedante que vivía una irrealidad protegida detrás de un escritorio caro, creada por la falsa seguridad inventada por los grupos de poder debía bajar al piso y darse cuenta que toda nuestra actual civilización estaba sustentada con huesos humanos. Que la arquitectura de la torre que sostenía nuestras ciudades no era más que un gigantesco tótem de huesos de soldados derrotados en las batallas de la evolución.

Rocé la culata de mi arma casi imperceptiblemente. Uno de los Mordedores que estaban más cerca, un Capitán, alzó la ceja derecha casi apenas. Un gesto prácticamente imperceptible para un No Mordedor o alguien que no estuviera viviendo todo el resto de su vida en cinco minutos. Por una acción instintiva abrí la mano y dejé quieta el arma. El Mordedor que me observaba, giró la cabeza y continuó cortando el cuerpo y armando una intrincada arquitectura con los huesos como tirantes y las vísceras como tientos. El resto de los Mordedores me ignoró, mientras volvían a moverse como muñecos de cuerda y seguían cortando, machacando, erigiendo y sonriendo. Busqué en mi memoria para asociar a esos seres extraños con algún pueblo primitivo de África u Oceanía sin conseguirlo. Detrás de esa expresión indiferente que los hacía manejar los restos de lo que fueran seres humanos como si de piezas de cartón de un puzzle se tratase, latía una inteligencia terrible y sofisticada. No había nada de primitivo en esos cazadores de hombres.

Di un paso con cuidado. El Capitán me miró de reojo, apenas, y continuó con su labor. Las llamas de los incendios le dieron un tinte arquetípico a su rostro pintado con un camuflaje negro y ocre. Era el arquetipo de un dios antiguo e inhumano que fuera librado de una maldición por alguien con poco cariño por la raza humana, o todavía menos humano que él.

Di otro paso. Esta vez nadie me prestó atención. Recordé en ese instante el sueño de los gatos grandes, del ronroneo. Me pareció encontrarme en medio de una manada de leones que se encargaban de repartir una caza abundante y que no me prestaban atención por no poder dar abasto con lo que tenían a sus pies. ¿Era eso o mi insignificancia como individuo? ¿Valía tan poco ante los ojos de esos seres que ni siquiera me tomaban en cuenta?

¡Y yo que ansiaba tener uno para estudiarlo y descubrir que era una persona como yo, aunque más loca!

Caminé dos pasos más y me detuve. Sé que parecía demencial pero el terror se había impregnado tanto en mi cuerpo que ya no tenía miedo a nada. Estaba tan asustado que no me importaba asustarme un poco más, así que giré la cabeza hacia el Capitán y le pregunté con la voz más firme que pude:

—¿Se los van a comer?

Su rostro no mostró expresión, por lo que agregué inconscientemente:

— Eso no está bien; el canibalismo es uno de los peores pecados a lo que puede estar siendo llevado un ser humano.

Todos los Mordedores se detuvieron nuevamente en sus actividades. Sentí como que había activado un mecanismo en sus mentes. En ese instante me sentí un imbécil que aventuraba a la muerte a llevarme a su reino inmundo.

El Mayor dejó caer una cabeza y dio un paso hacia mí. Su rostro era casi inexpresivo, a no ser por una leve mueca de diversión.

—Nunca comería otro Mordedor… — dijo, estudiándome.

— ¿Entonces se van a comer a toda esa gente? — me atreví a preguntar. A pesar de que lo lógico sería que huyera de allí gritando como un perro apaleado, debía saber. La búsqueda del conocimiento era lo más importante en ese momento y tenía mis razones. Estas eran que nunca estaría tan cerca de la “verdad absoluta” como ahora; jamás, en mi vida mediocre estaría tan próximo de vislumbrar las razones que permiten que los seres humanos nos erijamos como los depredadores finales; porque no se si estos Hombres eran Homo Sapiens o una especie posterior evolutivamente, pero de lo que sí estoy seguro es de que eran Humanos.

—No —respondió el Mordedor—. Solamente jugamos después de trabajar tan duro, niño. Tú no entenderías… Juegas a otros juegos…

Giró sobre sí mismo y continuó trabajando. Una cabeza de pelo rubio con un código de barras tatuado en la frente —Boina Verde estadounidense—, fue colocada en la cúspide de la estructura con mucho cuidado.

Comencé a caminar lentamente hacia el bosque. A medida que me alejaba, los sonidos que hacían los Mordedores eran como el de una manada de carnívoros despedazando a un rebaño de búfalos.

Antes de entrar en la sombra de los árboles, pude sentir cientos de rugidos horribles que confirmaron que me había salvado de los leones por muy poco.

Meses después me encontré con el Profesor Weinbaum en un bar de Barcelona. Yo enseñaba Sociología allí y vivía con una madrileña que conocí en una reunión sobre antropología cultural en Valladolid.

Weinbaum se sintió sorprendido al saber que fui el único “sobreviviente” de una de las más inquietantes masacres de la historia de la humanidad. Su curiosidad iba sobre algo que yo no me había atrevido a confesar jamás: el sentido de los cientos de Tótems que los soldados rusos —rusos es una forma de uniformizar un grupo que representa prácticamente todas las etnias de la humanidad— dejaran con los restos de los cuerpos y las máquinas de las “Fuerzas de Paz” de las Naciones Unidas.

Y le conté todo. Cada detalle, y completamente ebrios lloramos juntos mientras nos embriagábamos aún más y agradecíamos no haber tenido hijos para entregarlos a un Dios tan demente que permite que pasen cosas como esas.

Después nos despedimos y nunca más volvimos a vernos; y lo que es curioso, Weinbaum, jamás volvió a dar conferencias ni a escribir sobre los Mordedores, Stalin III o cualquiera de sus manifestaciones.

Ni yo tampoco.

© 2005 Roberto Bayeto por el texto.
© 2005 Pedro Belushi por las ilustraciones.

 

Foto de Roberto BayetoRoberto Bayeto Carballo nació en Montevideo, en 1964. Guionista de la cómic novel “Genética Grunge” —1 y 2—, editada ya en diez idiomas. Actualmente trabaja en un dibujo animado sobre la vida del Prócer uruguayo Artigas, y prepara un proyecto de una serie animada de ciencia ficción que debería competir en el nicho estilístico de Futurama. También prepara algunas obras que entran en un estilo que llamo “Onirismo Pragmático” y que tiene cierta relación con la ciencia ficción y el surrealismo. Correcciones de novelas de CF y media docena de álbumes de cómics con tres dibujantes uruguayos. Tiene una docena de novelas y libros de relatos por publicar. Fue invitado al festival francés Utopiales 2004 a raíz de la publicación en Francia del relato que aquí les hemos ofrecido.
Foto de Pedro BelushiPedro Belushi, ilustrador y guionista. Ha trabajado en multiples proyectos de ilustración y comic. Entre sus obras están “Melquiades y El Genio” ( Dibujo y guión. Ed. Sulaco 2000) y “Mighty Sixties” ( Guión y diseño, junto a Carlos Vermut. Amaniaco Ed. 2001). Ha hecho diversas exposiciones de su obra gráfica dentro del Circuito de Jóvenes Creadores de su comunidad. Actualmente colabora con BEM on Line y otras revistas de CiFi haciendo ilustraciones para relatos y portadas, así como guiones para otros ilustradores como Carlos Vermut, Nando o Pablo Espada (con quien hizo Clon 27, una de las primeras tiras seriadas en Iinternet).

Acerca de Interface Grupo Editor

Editamos en papel 75 números de la revista BEM entre 1990 y 2000 y desde 2003 hasta 2012 mantuvimos el portal BEM on Line. Tras múltiples problemas de software, decidimos traspasar a este blog los principales textos publicados en esos años. Interface Grupo Editor está compuesto por Ricard de la Casa, Pedro Jorge Romero, José Luis González y Joan Manel Ortiz.
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