La que hoy presento fue la novena columna de “Se buscan libros” que fue publicada en BEM, en el número 67 (Febrero-Marzo de 1999), y que aquí aparece en octavo lugar.
Sobre el asunto de los sonidos de las palabras puedo decir que los años transcurridos no han hecho sino darme la razón, y afianzarme en el convencimiento de que lo que nos hace sentir una emoción no es comprender un término, sino oírlo. Es igual que una canción que conocimos en nuestro pasado, y con la que, escuchándola, vivimos algún acontecimiento que nos impactó profundamente. Tiempo después podemos leer su letra, pero sólo se nos erizará la piel, sólo nos veremos instantáneamente transportados a ese pasado, como si viajásemos en nuestra máquina del tiempo personal, cuando a esas letras le ponemos la música de nuestro recuerdo. Cuando oímos la canción. Hagan la prueba, por favor.
En otro orden de cosas, quiero contar a los lectores, aunque muchos ya lo sabrán, algo que me ha hecho muy feliz, y que deseo compartir con ustedes: hace pocos meses todas estas correrías que los editores de BEM me permitieron años atrás en la forma de mi columna bimensual, finalmente han tenido un fruto que, al igual que mis columnas, me ha permitido contar al mundo todo aquello que considero que debe ser contado: otro valiente editor, Miquel Esteba Zurbrügg, ha dispuesto publicar mi primer libro, ya en el mercado, una antología con muchos de los relatos que, en estos años, la Musa Literaria ha tenido a bien dictarme. Espero que el lector que habitualmente se queda pensando tras leer mi columna, también lo haga cuando lea los cuentos de mi antología “Con el alma dentro”.
PALABRAS, SONIDOS, NERUDA Y TODO LO DEMÁS
Como ya he tenido ocasión de comentar en esta páginas, una de mis muchas pasiones en la vida es viajar por nuestro planeta (ya que por la época en que me ha tocado vivir, no resulta sencillo hacerlo por otros), y ya hace años que descubrí las ventajas de conocer alguna palabra de otros idiomas a la hora de comunicarme en la lengua natal de las personas con las que me voy encontrando por el mundo, quienes siempre se desviven por el visitante que se anima a balbucear cuatro sílabas en su propia lengua. Pero, además de ofrecer comunicación, todos los lenguajes que existen en el mundo, sin excepción, esconden un secreto que todos experimentamos pero que casi nadie llega a descubrir conscientemente.
Hace ya algún tiempo, en una clase de literatura inglesa a la que asistía, me presentaron un poema del gran Pablo Neruda, traducido al inglés. Y casualmente era uno de mis preferidos, una poesía que desde hace más de dos décadas siempre me ha puesto los pelos de punta al leerla, de tan intensa y emotiva que resulta, por su inocencia y sencillez. La leí en inglés. Me quedé pensando. La volví a leer. Tonight I can write the saddest lines. To think that I do not have her. To feel that I have lost her. Lo entendía, pero no sentí nada, nada en absoluto. Recordé el original de esas palabras, que en mi idioma están tan llenas de violento ardor y tristeza que logran estremecer a quien tenga un mínimo de sensibilidad: Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Y es que los sonidos de las palabras en el idioma natal, más allá de su significado, están tan aferrados a lo más íntimo de nosotros, que por mucho que se conozca la traducción de unas palabras escritas en otro idioma, no se puede capturar la emoción que desencadena en el propio. En este ejemplo de Neruda, cualquiera que haya estudiado algo del idioma inglés habrá podido comprender los versos, pero sólo quien haya nacido y haya vivido con ese idioma desde la infancia habrá sido capaz de sentir el profundo significado de esas dolientes palabras. No se trata de entender un idioma, sino de sentirlo, y eso necesita toda una vida. Imagino (y en este punto siento tener que hacer los comentarios desde un punto de vista masculino, pero es que es el único que tengo) que si a cualquiera de nosotros castellanos nos susurra una voluptuosa francesa Je t’aime, o una italiana encendida Ti voglio tanto bene, o incluso una inglesa desmadrada por error I love you, nos hará sentirnos bien por lo que ello pueda suponer, pero no tendrá comparación con lo que sentiríamos si una española de ojos vivos nos comenta como de paso Te quiero tanto… Lo que nos hace entender es el significado de las palabras, pero lo que nos hace comprender es su sonido, tanto si lo sentimos con los oídos como con la mente al leer, igual que una melodía sin palabras nos hace saltar las lágrimas, pues nos recuerda cosas que son, o que fueron, importantes. Y decir algo a alguien en su propio idioma es mucho más que informar, es permitirle sentir, percibir la música de las palabras.
Por todo ello, cuando me tropecé en un saldo con las palabras con las que Samuel R. Delany había escrito “Babel-17” (premio Nébula en 1966) y descubrí que alguien ya había considerado en serio todas mis divagaciones poco después de que yo naciera, no pude hacer otra cosa que sonreír. Y compré el libro, claro. Y lo leí de un tirón. Y, desde luego, no defraudó mis expectativas en absoluto. La mayoría de los textos dicen que el lenguaje es un mecanismo para expresar las ideas. Pero el lenguaje es idea. La idea es una información a la que se le da forma. La forma es el lenguaje.
Así, conocí a Rydra Wong, una persona cuya profunda sensibilidad me hizo desear que formara parte de mi vida para así compartir con ella cualquier cosa, una mujer que es magia pura, la única y absoluta protagonista de esta historia llena de amor y respeto por cualquier forma de comunicación que pueda haber entre seres inteligentes. Cuando aprendes otra lengua, aprendes el modo en el que otra gente ve el mundo, el universo. En ella debe enfrentarse a un reto, resolver un problema en el que hasta las computadoras han fallado: comprender un lenguaje extraterrestre (y no simplemente descifrar un código criptográfico) para así poder comunicarse con la raza invasora que lo utiliza. Ella debe desvelar las bases de ese idioma tan ajeno, construido por mentes que nada tiene que ver con las nuestras (Quiero descubrir quien habla esa lengua… porque quiero descubrir quién, o qué, en el universo piensa de ese modo), para así salvar de la aniquilación a la especie humana, embarcándose en una nave con una curiosa tripulación, en una odisea que la llevará a descubrir la mente que habla como habla ese lenguaje.
Y el cómo lleva a cabo esta aproximación tiene mucho que ver con lo que comentaba al principio: Rydra, en una ocasión, explica al general Forester, responsable del proyecto Babel-17, que necesita oír el lenguaje alienígena para así sentir sus sonidos y poder comprender su significado, pues ella no traduce las palabras de un idioma desconocido, sino que las siente, y esta es la única herramienta de que dispone para evitar el desastre. Cosas como la poesía, la música, los sonidos que llegan al corazón de quien los escucha son las que la ayudan en su imposible tarea, pues sólo aproximándose a los sentimientos y emociones de los hablantes se puede llegar a descubrir sus motivaciones, y con ellas, la estructura de su forma de comunicación.
© 2006 Luis Astolfi
Título: BABEL 17
Título original: Babel-17
Autor: Samuel R. Delany
Año: 1966
Traducción: Mirta Rosenberg
Colección: Ciencia Ficción nº 34
Ciencia Ficción, Ultramar Editores
Año de la edición: 1986
Tamaño: 173×115 mm, rústica
Páginas: 269
Premios: Nebula