Un colega me explicó, cariacontecido, que se había propuesto escribir una novela fantástica ambientada en la Barcelona actual. Aparecían espíritus impertinentes, abducciones de extraterrestres egocéntricos y despiadados, vuelos astrales en compañías de bajo costo y hechizos de magia casera. Era una panoplia completa de lo fantástico aderezada de tal manera que, según él, casi no resultaba excesivo. Al final, sin embargo, le quedó una novela costumbrista, entre realismo sucio y culebrón puesto al día. Los culpables de este ostracismo de los elementos fantásticos, me confesó mi colega, fueron los propios personajes.
Se ve que se le amotinaron contra la pretensión de éste de hacerles creer en patrañas anacrónicas. No querían ser pintorescos. No querían trato con seres del más allá. Nada les unía a los anarquistas catalanes de finales del siglo XIX que, unos años antes de ponerse a lanzar bombas contra los burgueses, invocaban espíritus en el tiempo libre. Ni querían ser confundidos con los lunáticos que todavía insisten en dar testimonio de lindos contactos con civilizaciones extraterrestres muy superiores a la nuestra.
Los extraterrestres reemplazaron a los fantasmas del siglo XIX, y éstos, a su vez, habían ocupado la plaza de los súcubos e íncubos medievales. A los extraterrestres, extinguidos con el siglo XX, aún no se les ha encontrado sustitutos.
Los personajes de mi colega aspiraban a ser los típicos racionalistas descreídos habitantes de Barcelona. «Allá ellos», decía él, displicente, «con su pan se la coman» (la angustia). Ahora, en vez de habérselas con hermosos fenómenos paranormales, se las tienen que haber con patéticos fenómenos psicóticos: hiperestrés, depresión morrocotuda, brotes de esquizofrenia. Han renunciado a ser héroes para poder atiborrarse a pastillas
Lo fantástico, lo maravilloso, lo tremebundo, también está desterrado de la Barcelona real y de su oferta turística tan limpita y coquetona, así como de todas las ciudades que van de finas, aseadas y contemporáneas. Pero «eso» continúa ahí, agazapado en el subsuelo de nuestro inconsciente, esperando su oportunidad. Hace un año, abriendo túneles para nuevas estaciones de metro, se hundió una manzana entera de un barrio popular de Barcelona, debido a la inestabilidad del suelo y a los incontrolables flujos de agua subterránea. Aviso alegórico para quien lo quiera ver: Cuidado con vivir como si lo subterráneo no existiera. Los psicoanalistas están contentos.
Reencarnación de los dioses
Ya no nos podemos permitir el placer infantil de venerar y adorar dioses. Hemos crecido. No creemos en los Reyes Magos ni en el Hombre del Saco ni en el Chupacabras. Y a los dioses los hemos guardado en el mismo baúl de los recuerdos. Ahora bien, los dioses no se dejan arrinconar como viejas mecedoras carcomidas. A los dioses les sobran omnipoderes y omnirrecursos para continuar mangoneando en nuestro mundo si se les antoja. ¿Quién era ese Nietzsche que tuvo la osadía de informar que Dios había muerto? Si se ha muerto un dios, quedan otros miles de repuesto.
El catalán es uno de los pueblos que se tienen por más realistas (lo cual es una manera engreída de decir que el catalán tiene la visión escéptica, derrotista y sabia del perro apaleado). Excepción hecha del culto al Barça y a «La Caixa», en cuyos créditos de triple garantía cree a pies juntillas, decir catalán es decir descreído.
Yo, catalán hasta la médula, y por ello escéptico, descreído y agnóstico (porque incluso del ateísmo desconfía el buen catalán: no espera en el más allá una confortable nada acolchada donde descansar, sino una nueva tomadura de pelo)… Pues bien, yo (lo confieso con rubor) mantengo una FE, una DEVOCIÓN y una LITURGIA.
Atesoro un vaso de vidrio decorado con tres estampas de un famoso conejo sinvergüenza y elocuente, mítico devorador de zanahorias. El vaso venía con una crema de chocolate y avellanas. Lo guardo en una vitrina de la cocina, junto a otros objetos sacramentales: las jarras de cerveza, los vasos para whisky y las copas de licor. Y lo saco de la vitrina cada mañana para beber mi agua de limpiar los riñones. El agua por sí sola no obra ningún milagro, es la ingestión virtual de mi Dios roedor, diluido en el líquido gracias a un proceso homeopático-consagrante, lo que actúa de principio activo benéfico. Para completar el ritual, lo lavo a mano, lo seco muy cuidadosamente y lo vuelvo a dejar en la vitrina. Desde luego, no permito que el impío lavaplatos lo toque.
Creo en un conejo sinvergüenza cuyo momento estelar es aparecer repantigado en su madriguera royendo su zanahoria (más por vicio que por necesidad) y que no pierde ocasión de confundir a sus enemigos travestiéndose de walkiria o de bella molinera. Creo en Bugs Bunny (y en Tex Avery, el santo padre que lo trajo al mundo). Vaya, más que creer en Él, creo que me gustaría ser como Él o, ya puestos, ser Él en lugar de Él. Si volvieras a nacer, ¿qué te gustaría ser, niño? Yo, un dibujo animado. Puesto que viven eternamente y no parece que eso les cause ningún sufrimiento.
Digamos que para no vivir de espaldas a la espiritualidad, hoy en día ya no hace falta orar, ni genuflexionarse ni postrarse ni poner ofrendas ni realizar sacrificios ni exponerse a ninguna otra actividad bochornosa. Y, por supuesto, la nueva religión no predica a sus adeptos aquello tan feo de «matar o controlar el ego» de las sectas orientales. Todo lo contrario, hay que cultivarlo, engordarlo, al ego. Nada que ver con un bonsái, nuestro «pequeño-yo». Hay que engordarlo a base de bien. Es nuestro bien más preciado. El ego es la parte de nosotros que queda más cerca del centro, o sea de Dios, Aquél que vive una vida regalada en su conejera. Para la religión puesta al día que propongo tan sólo es necesario corregir nuestro consumismo materialista con un poco de buen gusto. Para llegar a mi satori y mi nirvana, tan sólo me queda esperar que lancen el pack con lo mejor de los dibujos de la Warner.
Somos una gran legión —discreta— de fieles. Hay una tienda de comics al lado de mi casa. El 40 por ciento del espacio lo ocupan las publicaciones. El 60 por ciento restante es parafernalia idólatra: figuritas de plástico o de plomo. El panteón pagano es rico y exuberante. Los superhéroes Marvel, los Jedi de Star Wars, la Sagrada Familia Simpson, dioses oscuros como El Cuervo o Hellboy… ¿No se han dado cuenta, el Papa y sus secuaces, que aquí tienen su auténtico enemigo moral, quiero decir, comercial?
Volviendo a mi inmortal conejo: entre Shiva (que ya se había encarnado en un hermafrodita, en un curandero, en un toro, en un falo y en una serpiente, y que se enfrentó a multitud de enemigos sin apenas recibir un rasguño, y que se presentó a su boda vestido de pordiosero) y Dionisos (el Dios de las grandes juergas) anda mi elección sobre qué divinidad tuvo la ocurrencia de adoptar el avatar de Bugs Bunny.
Mientras tanto, Cristo se coló también en la Warner y se encarnó en Neo, para transmitirnos su mensaje reciclado: hay que liberarse del Gran Engaño, la ilusión de lo material. Y para ello hay que pactar con las máquinas. Porque del engaño podemos liberarnos, pero la televisión, internet y el celular deben continuar encendidos. Los hermanos profetas Wachowski nos tientan, en Matrix, también con el mensaje contrario para que la oferta sea amplia: si el mundo real, visto con ojos despiertos, te parece un asco, continúa soñando. «Sé que este filete no existe; sé que cuando me lo meto en la boca, es Matrix la que le está diciendo a mi cerebro: es bueno y rico. La ignorancia es la felicidad», filosofa Cifra, el traidor.
Cifra podrá ser el malo de la película, pero está más despierto que Neo. Cifra-Cypher-Lucifer elige ser reinsertado en el mundo de ilusiones de Matrix, lo cual es de un sentido común irrefutable a la vista de la alternativa. (Pongamos por caso: ¿qué devoto de El Señor de los Anillos rechazaría la oferta de vivir en la ciudad de los bellos elfos rubios de orejas puntiagudas? —cada cual tiene sus gustos). Entre la opción mística y nihilista de Neo y la hedonista y lúcida de Cifra, queda el medio camino del racionalista a ultranza, con ética humanista irreprochable, y a quien sus esfuerzos por mejorar el mundo se verán recompensados con un sopapo en una y otra mejilla.
Místico o cínico. Apuesto por ambos. Apuesto por ser el perfecto místico cínico. Bugs Bunny es mi héroe y el dios principal de mi panteón, con lo cual Dios vuelve a ser creíble y se gana el derecho a vivir. Ya no es una imagen paterna, indulgente o mandona, es la imagen de un acomodador de cine con linternita: te busca la felicidad de una butaca alumbrándote el camino.
Domesticación y agotamiento del monstruo
El monstruo, nos dice la psicopatología oficial, es la cristalización de nuestros terrores, que serían aquello que se nos escapa al entendimiento, lo que late por debajo. Ese esqueleto que llevamos puesto y nos aterroriza cuando lo vemos —descubrí hace poco la deliciosa historieta de La Familia Burrón que jugaba con esta idea. Le damos forma al monstruo informe: cara, ojos, boca, vestuario, idioma, gestos para poder sentir un terror justificado y soportable.
El siniestro Nosferatu de Murnau, con el uso, con el tiempo, la desazón que nos produce pierde intensidad y se transforma en fascinación: el Nosferatu de Herzog. Luego, la intervención del monstruo en secuelas, en series de televisión, provoca un desgaste. Vampiros sexys —Vampirella—, vampiros siniestros pero aliados nuestros —Blade—, vampiros grotescos —el «Zê do Caixão» brasileño—, vampiros vegetarianos, caricaturas de vampiro y, finalmente, sale al mercado el helado «Drácula» de Frigo que todos los niños chupan: el vampiro ha pasado de chupador a chupado. Hemos domesticado y vencido al monstruo. Hay que empezar de nuevo todo el proceso: Freddy Krueger, Jason, Hannibal Caníbal… Cada vez, la secuencia de desmitificación es más acelerada. Del guiñol al dibujo animado, de aquí a la figurita de sobremesa, el agua de colonia, la colección de cromos en el pastelito de merienda…
Mientras tanto, el monstruo de carne y hueso, el freak, hace tiempo que dejó de serlo; se abolieron las ferias. El freak se ha ganado a pulso el título de «discapacitado», con derecho a integración social, medalla olímpica y fiesta de cumpleaños.
La bella y la bestia: cada día resulta más complicado asignar los papeles. La novia del monstruo de Frankenstein, si se lo puede permitir, se hará poner la naricilla de Cameron Díaz, los pechos y la sonrisa turgentes de Halle Berry, los ojos conmovedores y las cejas soberbias de Jennifer Connelly y las piernas sublimes de la Kournikova, todo ello por obra y gracia de Corporación Dermoestética. Su compañero, el monstruo por excelencia, se lo disputan las pandillas de siniestros y se reparte los admiradores con Marilyn Manson. La francesa Orlan, con su programa de transformación corporal, está ensanchando los umbrales de lo bello y dejando a lo monstruoso una raquítica parcela.
Después del último samurái, el último mohicano, el último emperador, pronto en sus pantallas: El último monstruo.
© 2007 Óscar Pàmies
Este artículo apareció por primera vez en la revista literaria Luvina en la versión papel en otoño de 2006, editado por la Universidad de Guadalajara (México).
Òscar Pàmies nacido el seis de junio de 1961 es escritor y miembro de la Societat Catalana de Ciència-Ficció i Fantasia (SCCFF). Ha publicado: “La raó constel.lar del metropolita” – Generes diversos – Edicions del Mall – 1984. “L’estat contra P.” Novela. Edicions 62 – Premi Documenta 93. “Com serà la fi del món” Contes – Edicions 62 – 1996. “72 illes” Contes – Editorial Empúries – 1998. “Ara és l’hora, somiadors” Ed. La Campana – 2005.