Presentación
UNO, DOS, TRES
Dicen que hay que aprender de los maestros. En la década de los 1970, Brian Aldiss publicó una serie de relatos muy breves, reunidos de tres en tres, a los que llamó Enigmas. Muchos de ellos eran textos experimentales, muy a la new wave, «a caballo entre la ciencia ficción y el surrealismo», según su propio autor; otros eran rabiosamente clásicos, «y de ahí su carácter experimental», también según su propio autor, cuya socarronería británica es proverbial.
La «fórmula Aldiss» viene que ni pintada a este trío de relatos, que cumple con dos de los requisitos establecidos por el gran autor británico: sus temas son muy clásicos (y muy queridos por mí: el tiempo, los robots y los extraterrestres), y su brevedad es manifiesta. No puede considerárseles exactamente como experimentales (¿o sí?), pero sí hay en ellos un cierto enigma, que se refleja en el desarrollo de su temática en sí. Y, como dice Aldiss cuando habla en general de su trabajo como escritor, me lo pasé en grande escribiéndolos. De los tres, el último, «Parada técnica», apareció hace unos pocos años en el suplemento Cyberpaís (hoy desaparecido) del periódico El País; los otros dos ven la luz por primera vez.
Y, en el fondo, sí hay algo experimental en su publicación aquí. Concebidos como una unidad en su diversidad (supongo que Aldiss suscribiría esta frase), los amigos de BEM on Line me han sugerido darle una vuelta de tuerca al asunto: publicarlos tal como están concebidos como una unidad, sí…, pero repartidos en tres semanas sucesivas, para entre otras cosas mantener el interés del lector. Ni que decir tiene que desde un principio me entusiasmó la sugerencia. ¿Qué más se puede pedir que reunir tres cuentos en un bloque… para volver a separarlos luego?
Domingo Santos
UNO: PUNTO FOCAL
Ilustraciones: Juan Antonio Fernández Madrigal
A Brian W. Aldiss, que en los años 1970 convirtió este formato en todo un arte.
Apoyó el rifle en el alféizar de la ventana y aplicó el ojo al visor telescópico. La línea de tiro era perfecta: el coche descubierto pasaría delante mismo del edificio, tres pisos más abajo, sin nada que se interpusiera entre ellos. E Hitler estaría allí de pie, saludando a los mineros que se habrían congregado en la calle a su paso. No demasiados -todavía no era tan famoso como eso-, y sin demasiadas medidas de seguridad.
Sería como la caza del pato.
Retiró el rifle y lo apoyó contra la pared. Todavía faltaban unas cuantas horas: Hitler no pasaría por allí hasta las once de la mañana y ahora eran -consultó su reloj- las dos de la madrugada. Tenía una larga noche por delante para pensar.
De todos modos, no era que tuviese mucho en qué pensar. Su decisión estaba firmemente tomada. No era resultado ni de la ira ni del odio; no tenía antepasados judíos, ni él ni nadie de su familia habían sufrido bajo el nazismo; pero era alemán, y la perspectiva histórica -más de cien años- situaba las cosas muy en su lugar. Había muchos personajes históricos que merecían no haber existido nunca, de acuerdo, pero para él -como para muchos otros-, Hitler los encabezaba a todos. Y además, era el único que estaba a su alcance: cuando descubrió por azar la grieta en el tiempo y constató que le llevaba a un momento único y muy determinado del pasado, a un punto focal fijo e inalterable, todas las posibles elecciones se redujeron a una sola. Y en el fondo quizá fuera la más idónea. Un breve repaso a la historia y a los millones de muertos, a la destrucción y a las crisis que había provocado aquel hombre, al cambio brutal que había sufrido la historia humana a causa de aquel pintor frustrado, del hombrecillo que había convertido sus complejos en megalomanía, le convencieron, de una forma fría y desapasionada, de que el mejor servicio que podía hacerle a la humanidad de su propio tiempo era eliminar aquella amenaza cuando aún sólo era un peligro latente. El mundo se lo agradecería, si alguna vez llegaba a saberlo.
Y así había desarrollado su plan, que lo había llevado hasta aquel momento preciso en el tiempo y hasta aquella habitación con su ventana perfectamente orientada. Había estudiado a fondo el plan. Había efectuado varias veces su viaje de exploración hacia atrás en el tiempo, deslizándose por aquella grieta temporal cuya existencia no comprendía exactamente y que sólo él conocía pero que estaba allí, aquella grieta descubierta por casualidad, y había examinado a fondo el terreno y las circunstancias. No podía fallar. Al día siguiente, a las once en punto, como había visto ocurrir en sus visitas anteriores de exploración, Hitler recorrería en su coche descubierto aquella calle principal de aquella pequeña ciudad en el Ruhr, y saludaría a sus simpatizantes con todo el entusiasmo de un hombre que sabe que le espera un destino glorioso. Y entonces él, como Lee Oswald en Dallas, apretaría el gatillo desde aquella ventana…
Sería fácil. Inmediatamente después emprendería el regreso a su propio tiempo a través de la grieta, y tras él sólo quedaría un rifle con unas huellas dactilares que jamás serían identificadas. Y volvería a un mundo muy distinto, donde Hitler no habría ascendido al poder y la Segunda Guerra Mundial jamás se habría producido…
En aquel momento se abrió la puerta de la habitación.
El sobresalto hizo que ni siquiera pensara en empuñar el rifle. No podían haber descubierto su presencia allí, sus exploraciones anteriores al lugar le habían demostrado que no se habían registrado las casas de las inmediaciones antes del paso del Führer. Miró con más atención. La figura que entró estaba a contraluz -la habitación se hallaba prácticamente a oscuras-, pero la luz de la calle que penetraba por la ventana le permitió ver los rasgos de su visitante. Era un hombre: cuarenta años, alto, delgado, nariz aguileña, ojos penetrantes, pajizo pelo revuelto. Llevaba un rifle en la mano, listo para disparar.
Era él.
El sobresalto dio paso al asombro. El hombre se detuvo junto a la puerta, tanteó la pared a su lado. Al cabo de un momento halló lo que buscaba: la habitación se iluminó.
Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos.
-Debí haberlo imaginado -murmuró el recién llegado, como quien constata el estado del tiempo-. Es algo muy propio de ti… -hizo una pausa- …de mí.
El hombre junto a la ventana fue en busca de su rifle. No podía apartar los ojos de su sosias. ¿Estaba un poco más delgado? Llevaba el cabello un poco más largo, sus ropas eran de un estilo distinto al suyo, pero era él, sin la menor duda. Bastaba mirarle fijamente a los ojos.
-¿A qué has venido? -preguntó.
El recién llegado sacudió la cabeza.
-A evitar que cometas un terrible error. A impedir que mates a Hitler.
Estaban sentados ambos junto a la ventana, con la espalda apoyada contra la pared. Con los ojos fijos en la luz del techo, como si quisiera cegar sus ojos en ella, el recién llegado habló. Contó su historia.
La muerte del emergente Hitler sumió a Alemania en un caos político. Durante varios años el país fue dando bandazos a manos de gobiernos ineptos, debilitándose cada vez más, hasta que Stalin, imbuido quizá del Lebensraum alemán, pese a tener Siberia (o quizá a causa de ello), inició la conquista del oeste, y a los pocos años toda Europa, incluidos Portugal y las islas Británicas, yacían bajo el yugo comunista, y el dictador soviético firmaba una estrecha alianza con la China de Mao Zedong. En 1943, y gracias a las investigaciones desarrolladas en la ocupada Alemania, la URSS efectuaba con éxito en Siberia su primer ensayo atómico, y como demostración de su fuerza lanzaba la primera bomba atómica sobre un oscuro lugar de los Estados Unidos llamado Los Álamos, en Nuevo México, e insinuaba la posibilidad de dejar caer otras bombas semejantes en ciudades como Nueva York o Washington si los Estados Unidos mostraban algún tipo de actitud agresiva hacia la URSS o alguno de sus países satélites. Ahora, cien años después, el mundo estaba formado por un gran bloque comunista que ocupaba las tres cuartas partes del planeta, un debilitado bloque capitalista que se veía abrumado por el gran imperio chinosoviético, y una dispersión de países sudamericanos y de Asia del sur y del este que mantenían una inquieta neutralidad, confiando tan sólo en que el gigante comunista no los considerara lo suficientemente apetecibles como para caer sobre ellos.
Era necesario que Alemania tuviera un líder fuerte y enérgico para oponerse a la URSS, y éste sólo podía ser Adolf Hitler.
Su interlocutor contraatacó contando cómo se había resuelto la ascensión de Hitler al poder: le habló del Holocausto, la Segunda Guerra Mundial, el agonizante período de la Guerra Fría, la insegura paz que siguió luego, con la desmembración de la Unión Soviética pero el crecimiento, tanto político como económico, de una imparable China. El otro guardó silencio unos instantes, luego murmuró:
-Sí, tampoco es un futuro brillante, pero, ¿cuál es el peor de los dos?
En aquel momento se abrió de nuevo la puerta.
Era también él, por supuesto.
El desconcierto de los dos primeros hombres no fue tan intenso como el del tercero. Pero su perplejidad no duró mucho. Los otros dos le pusieron rápidamente al corriente de todo: Número Uno había acudido a matar a Hitler; Número Dos había acudido a impedirlo. ¿Cuál era el objetivo de Número Tres?
Número Tres se explicó. En su línea temporal, Hitler había resultado gravemente herido en el atentado, pero había sobrevivido. En su período de convalecencia había escrito su obra seminal (¿no en la cárcel?, preguntó Número Uno, ¿no Mein Kampf?), en la que marcaba las líneas maestras de lo que iba a ser su política cuando finalmente ascendiera al poder. La obra era casi un reflejo de las obras completas del Marqués de Sade, despojada de todo su contexto sexual y basada únicamente en su vertiente sociopolítica. Y, cuando finalmente ascendió al poder, las llevó a la práctica punto por punto. La Solución Final fue llevada a cabo hasta sus últimas consecuencias, la Guerra de África fue un éxito, la campaña de Rusia fue larga pero fructífera, y al final la guerra terminó no con una derrota sino con un armisticio. Alemania cedió parte de sus territorios pero conservó otros (Italia, el norte a África, Polonia, toda Rusia…), y en todos ellos se instauró un reinado de terror que mezclaba lo peor de la Revolución Francesa con lo más impactante de Los 120 días de Sodoma. Era preciso, por lo tanto, rematar a Hitler…
Y la puerta de abrió de nuevo.
Número Cuatro tenía también su historia. Hitler había muerto en el atentado, sí, pero el remedio había sido peor que la enfermedad. La muerte de Hitler había dejado en el primer plano del poder a su ministro de propaganda, Goebbels. Goebbels, aunque educado en la religión católica, demostró que la caridad cristiana no era lo suyo. Elegido Führer en sustitución del fallecido Hitler, supo utilizar aquello en lo que estaba más versado, la propaganda, para llevar las cosas a su terreno. Terriblemente pragmático, convenció a Himmler y a Goering de que no era necesaria ninguna depuración de las Tropas de Asalto, y la noche de los cuchillos largos jamás tuvo lugar; pero sí impulsó el incendio de las sinagogas y el saqueo de los domicilios de los judíos, y convirtió los campos de concentración en un modelo eficiente de exterminio. Supo rodearse de grandes estrategas, y no cometió ninguno de los errores que el Hitler del Número Uno había cometido. Estaba empezando a explicar cuál había sido el resultado de la guerra cuando la puerta se abrió una vez más.
Número Uno contempló cómo Número Cinco entraba en la habitación. A aquellas alturas empezaba ya a tener una idea muy clara de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. El tiempo no era más que una inextricable red de probabilidades, se dijo, de futuros posibles, y el suyo sólo era uno de ellos. En estos momentos su intención de matar a Hitler era sólo el germen de un nuevo futuro potencial, que se haría realidad en el momento mismo en que apretara el gatillo y terminara con su vida. Eso indudablemente provocaría unos cambios más o menos profundos en el futuro, que ya no sería su futuro, sino el de otros, porque, aunque todos aquellos hombres que tenía ante sí fueran él, en cierto modo no eran él. Porque, se daba cuenta ahora, su acción en el pasado no iba a cambiar su futuro, sino que crearía otro nuevo. Y estaba seguro de que, aunque cumpliera con sus designios y matara a Hitler, cuando regresara a su tiempo hallaría su mundo tal como lo había dejado, sin el menor cambio.
Pero habría otros futuros paralelos, empezando con el que él había provocado. Y se produciría el efecto dominó. Sus yoes de estos distintos futuros descubrirían también la grieta en el tiempo, y decidirían que tenían la oportunidad de mejorar su propio futuro manipulando aquel punto focal que estaba al alcance de todos ellos. Y, como él, acudirían al pasado con la intención de efectuar el anhelado cambio.
Las consecuencias de todo aquello eran imprevisibles. ¿Cuántos cambios podían haber llegado a producirse, cuántos universos paralelos se habían creado? Era posible que, en algunos de ellos, la situación hubiera mejorado, y su yo de aquel futuro no sintiera la necesidad de acudir a cambiar ningún pasado. Pero en otros, como en los que se estaban sucediendo ante él, el futuro habría empeorado. ¿Cuántos podían llegar a ser? ¿Una docena, cien, mil, un millón? ¿Un número incalculable? Si lo pensaba fríamente, era posible cualquier cifra. Y lo angosto de la grieta temporal hacia que todos ellos terminaran convergiendo en aquel punto focal del tiempo, en aquella habitación.
Número Cinco estaba contemplando con los ojos muy abiertos a sus otros cuatro yoes. Número Uno le hizo un gesto con la mano para que avanzara.
-Pasa, únete a la fiesta -dijo.
Apenas acababa de decirlo, la puerta se abrió de nuevo. No pudo evitar un hondo suspiro de resignación al ver la nueva figura enmarcada en el umbral, mientras le hacía al último recién llegado otro cansado gesto de «adelante». Ésta va a ser una noche muy concurrida, pensó.
© 2007 Domingo Santos
© 2007 Juan Antonio Fernández Madrigal por las ilustraciones.
Nota de los editores: El segundo relato «DOS: SERVIR AL HOMBRE» será publicado el próximo lunes día 3 de septiembre de 2007. El tercer relato «TRES: PARADA TÉCNICA» será publicado el próximo lunes día 10 de septiembre.
Domingo Santos -Pedro Domingo Mutiñó- a pesar de ser un escritor de reconocido prestigio en el género (los premios Gabriel, por poner un ejemplo, toman su nombre de su novela homónima), es mucho más conocido por haber sido uno de los editores de la mitica revista Nueva Dimensión durante veinte años. Es imposible exagerar la importancia que para la ciencia ficción española ha tenido este autor, que, además de escribir, ha dirigido multitud de colecciones (Superficción, Ultramar, Acervo, Jucar…) y de revistas (la última de ellas la excelente Asimov Ciencia Ficción, de Robel), a través de las cuales ha dejado su impronta de forma indeleble. Actualmente Domingo Santos vive en Zaragoza y sigue dedicado a labores editoriales.
Aunque en las publicaciones suelen presentar a Juan Antonio Fernández Madrigal como «el escritor de Málaga» en realidad nació en Córdoba en 1970, aunque, efectivamente, reside en Málaga desde 1988. Trabaja como profesor en la Universidad de Málaga, intentando, como dice él mismo, “con mucho dolor y muchas horas enhebrar la investigación con la docencia, tarea que considera NP-completa (breve guiño para informáticos)”. En el ámbito del fantástico, he publicado diversos relatos y la novela Ciclo de Sueños (colección Espiral). Hasta el momento, ha publicado en Espiral, Artifex, 2001, Libro Andrómeda, Visiones, Fabricantes de Sueños, La Plaga, NiTeCuento, Qliphoth, CD de BEM…. y en BEM on line.
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