EL CRUJIDO DE LA ESCARCHA, de Sergio Gaut vel Hartman

EL CRUJIDO DE LA ESCARCHA

Sergio Gaut vel Hartman

 

Ilustraciones: Pedro Belushi

 

Estábamos tonteando, con Nute, como siempre, yendo y viniendo por la senda que lleva al pozo de agua. No teníamos nada mejor que hacer; ni siquiera teníamos un cigarrillo que justificara detenerse por el tiempo que se tarda en fumarlo. Hacía mucho frío y la escarcha, obstinada, crujía bajo la suela de los zapatos y nubes de vapor abandonaban nuestras bocas cuando nos animábamos a abrirlas.

—No te asomes, estúpido. —Siempre le digo estúpido cuando nos acercamos al pozo. Sé que un día se caerá adentro y no podremos sacarlo ni con una grúa.

—Hay un tipo en el pozo —dijo Nute con su voz aflautada. Cuando grita o llora es peor: parece la sirena de un barco que parte.

—No hay nadie. Pidámosle un cigarrillo al viejo Frank; una vez me dio.

—El tipo del pozo es Hitler. Hitler está adentro del pozo. Vamos. —Lo dijo con determinación. Me asusté. Sólo me tomo en serio a Nute cuando dice cosas como esa.

Cuando llegamos junto al pozo y nos asomamos vimos que, en efecto, Hitler terminaba de trepar trabajosamente. El limo y el musgo que se adherían a las paredes del pozo las hacía resbaladizas. Busqué con la vista algo con qué golpear a Hitler y descubrí una rama gruesa que estaba apoyada contra la puerta de la casa de Helga.

—Que no se vaya —dije sin necesidad. Nute se rió entre dientes. Hitler parecía tener muchas dificultades para completar la ascensión. Regresé con la rama y golpeé la cabeza de Hitler cuatro o cinco veces. La quinta fue inútil; Hitler ya había caído a las profundidades del pozo.

—No es profundo —dijo Nute, que siempre me adivina los pensamientos.

—Va a volver enseguida, estúpido —farfullé. Nute se volvió a reír.

—Se va a llevar una sorpresa.

—¿Ah, sí? —Cuando a Nute se le mete algo en la cabeza no hay Cristo que se la pueda extirpar.

—Sí, nos vamos a poner uno a cada lado del pozo y lo vamos a apretar hasta hacerlo papilla.

Me encogí de hombros. —Bueno.

Ilustración de Pedro Belushi para el relato "El crujido de la escarcha" de Sergio Gaut vel HartmanCuando Hitler completó la escalada y vimos la tonsura del tamaño de una moneda de veinte kopecs que le coronaba la testa, comprimimos las paredes del pozo con todas nuestras fuerzas. Cuando queremos, Nute y yo somos dos bestias. El estúpido tiene más fuerza que yo, pero no me quedo muy atrás. En el pasado me rompió la nariz de un puñetazo, pero yo me hice el muerto y cuando el desgraciado se inclinó para ver qué me ocurría le mordí un testículo. No como para arrancárselo, pero se lo mordí. Aulló como una fiera y juró que me mataría, pero no hizo nada.

—Ya está —dijo Nute cuando hubimos comprimido el pozo hasta dejarlo reducido al tamaño de una lata de duraznos. Seguía pesando sus buenos setenta kilos, claro, pero adentro estaba Hitler, muerto y hecho un mazacote.

—¿Y ahora?

—¿Ahora quién es el estúpido? —Nute me miró con los ojos negros de rabia. Siempre se pone así cuando comete magnicidios. —Hay que esconder esto en alguna parte. En cuanto los nazis se den cuenta van a venir a buscarlo.

Asentí. Colocamos la lata en una cuna de sogas trenzadas y la llevamos a un rincón del bosque adyacente al pueblo. No es que Frampol tenga un gran bosque, un bosque de fama mundial o algo así, pero cien hayas es un bosque aunque a los puristas les haga doler los huevos.

—No lo podemos enterrar, estúpido —dije cuando vi que Nute empezaba a cavar con la pala que le había robado a Henrik.

—¿Vamos a cargar este bulto de setenta kilos hasta la Segunda Venida de Nuestro Señor? —A veces, cuando Nute se agudiza, me dan ganas de morderle el otro testículo.

—No lo vamos a perder de vista. Si los nazis vienen al bosque y desentierran a Hitler sólo quedará por elegir si queremos ser fritos, hervidos o asados.

Nute bajó la cabeza y tiró la pala bien lejos. Pero no pasó ni un minuto antes de que fuera a buscarla de nuevo. La pala de Henrik nos incriminaba tanto como el cuerpo comprimido dentro del pozo. En realidad todo el universo nos estaba señalando con el dedo. Pero los habíamos librado de Hitler, ¿no?

—No —dijo Nute—. Pondrán a otro igual o peor. Sólo será un respiro.

—Habló el estúpido que se mea encima cuando ve a una mujer. —Ese es el punto débil de Nute, pero como sé que lo humilla más que mis continuas menciones a su estupidez sólo lo disparo cuando es imprescindible.

Arrastramos el pozo que contenía a Hitler dejando un surco polvoriento desde el bosque hasta las casas. Ese surco fue como una herida en el pecho del mundo y apenas pusimos a Hitler hecho puré en el bargueño envié a Nute a borrar la huella.

Los primeros días no nos podíamos separar del bargueño. Era como si temiéramos que el desgraciado fuera capaz de resucitar y salir de su prisión. Cada tantos minutos, Nute o yo decíamos para darnos ánimo:

—Está muerto y bien muerto.
No importaba quien fuera el que lo dijera. Uno de los dos lo decía. Cuando Janche vino a visitarme para recibir su ración de los jueves la eché sin permitirle entrar. Se dio cuenta de que me pasaba algo grave, pero no se caracteriza por la sutileza.

—¿Por fin te pusiste de novio con el estúpido de Nute? ¿Te gusta hacerlo con un estúpido como ése? ¿Se la das por el culo o por la boca?

Le pegué una cachetada y se fue llorando. No sé si fue peor el remedio que la enfermedad. Pero el asunto de Hitler no se podía tomar para el pitorreo como es costumbre entre nosotros.

Los nazis vinieron una semana después. No dijeron una palabra de Hitler y se limitaron a mirar por arriba y por abajo con esas miradas duras y filosas que cortan la respiración. Pero no tocaron nada. El jefe del pelotón, un sueco de veinticinco centímetros de estatura llamado Sven Svergensson ladró órdenes en su idioma, que no entendimos en absoluto. Fue necesaria la intervención de un cabo tan parecido a Nute que estuve a punto de decirle “estúpido” tres veces, para que entendiéramos el propósito de la visita. Querían hacer un censo de vagos y nosotros encajábamos perfectamente. Por qué no trabajan. Porque nos produce cansancio. Ah. Anote. Les gustaría trabajar. No. Saben que el Estado quiere que todo el mundo trabaje. Sí. Pero nosotros no queremos. De acuerdo. Anote.

El que anotaba era un chino. No lo van a creer. Todo el tiempo, que chino astuto, miraba hacia el bargueño, como si fuera capaz de traspasar con su mirada las gruesas puertas de roble. No podía saber que allí lo teníamos envasado a Hitler. Sólo aceptarían que Hitler había sido hecho pasta el día que pudieran medirlo y pesarlo.

—Escriban sus nombres en esta planilla —dijo el sueco. En realidad lo dijo el cabo, traduciendo las órdenes del jefe de la partida. El cabo era un poco duro de oído, por lo que se colocó a Sven Svergensson sobre el hombro. Era tan gracioso verlos, con las piernitas del nazi bamboleándose en el aire y las dos manos aferrando la solapa del abrigo del cabo, que Nute se tuvo que cubrir la boca con cinta adhesiva para no estallar en carcajadas. ¡Estúpido!

Pero si el sueco tenía miedo de caerse más miedo teníamos nosotros de que descubrieran que no sólo habíamos asesinado a Hitler, sino que además lo habíamos reducido a pulpa. Era tan ostensible que mirábamos a cada rato el bargueño que el chino empezó a sospechar.

—¿Por qué miran el bargueño? —dijo finalmente.

—Porque tenemos miedo de que lo abran y descubran que escondemos un cadáver en su interior.

El chino lanzó una carcajada como un tsunami y el cabo se contagió de inmediato. Tomó al sueco desprevenido y sobrevino la catástrofe. Sven Svergensson cayó de cabeza desde el hombro del cabo y se estrelló contra el piso de cerámica. Cuando pudo contenerse, el chino pateó el cadáver del sueco hacia un rincón y tomó el mando.

—¡Abran el bargueño!

—(Estúpido) —susurré.

—(No fue mi culpa) —respondió Nute.

Abrí el bargueño. El pozo comprimido con la masa informe que había sido Hitler en su interior relucía como si hubiera sido el Santo Grial. O como hubiera brillado el Santo Grial en el caso de haber sido un copón. Pero al chino eso le importó un comino. Sus ojos brillaron codiciosos cuando vio las cuatro botellas de aguardiente de papa que yo guardaba para celebrar el nacimiento de mi futura hija.

—¡Ese era el secreto, cerdos!
Bajé la cabeza y empecé a manosear la gorra, tal como había visto hacer en una película a un personaje abrumado por la vergüenza.

—¡Confiscación! —aulló el cabo. Hizo un gesto y cuatro soldados se aproximaron taconeando al bargueño y se apoderaron de las botellas.

—En nombre del Partido —dijo el chino— confiscamos estas cuatro botellas de aguardiente de papa. ¿Las guardaba para celebrar el nacimiento de su hija? —Otra vez risas generalizadas, ahora acompañadas por el estúpido de Nute, que se había sacado la cinta de la boca. Tal vez quería mostrarle a todo el mundo que le quedaban seis dientes y tenía las encías más negras que el alquitrán.

—Firmen aquí —dijo el cabo extendiendo un papel mugriento sobre la mesa. Como era de suponerse, la confiscación incluía dos vacas, un samovar y una carreta. Los nazis estaban empezando a blanquear las expropiaciones previas. Tuve que admitir que era una política sensata.

Firmamos para que se fueran. Cuando los nazis se alejaban rumbo a Bilgoraj, apareció Janche, que había estado escondida en el gallinero.

—¿Qué les hicieron? —Ya no se acordaba de la cachetada de la semana anterior y venía por más.

—Yo no puedo atenderte, Janche —le dije tratando de lucir consternado—. A partir de ahora serás la amante de Nute.

—Bueno —dijo la chica. Le daba lo mismo ocho que ochenta. No puedo decir que Janche sea estúpida como Nute, pero hacía una pareja mucho más convincente que conmigo.

—Los nazis se fueron —dijo Nute.

—¿Esos eran los famosos nazis? —Janche se metió un dedo en la nariz y lo retiró desencantada: no había pescado ni un moco enano.

—¡Enano! —Nos acordamos al mismo tiempo del cadáver del sueco. Ya no era sólo el amasijo de Hitler que escondíamos en el pozo comprimido del bargueño; si nos descubrían iríamos a parar a los hornos crematorios de Auschwitz o a la cámara de gas de Majdanek.

—Un momento. —Nute metió la mano en el bolsillo interior del abrigo de Sven Svergensson y retiró los documentos del nazi. Parecían de juguete. —Aquí dice “simulacro clase E; Nº de serie 370285. —Janche se tapó la boca.

—No es humano. Me lo temía.

Nute dijo: —¿Lo temías? ¿Cuándo dijiste eso?

—No seas estúpido; lo pensé. Creía que eras capaz de leerme los pensamientos. —Me incliné sobre el cuerpo del enano sueco y metí dos dedos en la fisura del pecho. El muñeco se abrió como una trampera, con un chasquido.

—¿Los nazis hicieron esto? —Janche es una muchacha campesina; ni siquiera ve la televisión.

—Los nazis son incapaces de hacer algo tan sofisticado —dijo Nute—. Ellos sólo se dedican a llevar por delante a todo el mundo.

Ilustración de Pedro Belushi para el relato "El crujido de la escarcha" de Sergio Gaut vel Hartman—El jefe, ese Hitler. Estuvo en mi casa el otro día —dijo Janche—, el día que me pegaste. Me dijo que ustedes son unos estúpidos.

—¿Los dos? —pregunté extrañado—. ¿O sólo él?

—Los dos. Dijo que haría bombardear este pueblo en represalia por lo que le hicieron en el pozo. ¿Qué le hicieron?

—Nada —dijo Nute—, no le hicimos nada.
Me dejé caer en una silla, abatido. Con razón a los nazis no le interesaba el Hitler hecho masilla que teníamos en el bargueño; debían tener docenas, cientos de Hitlers. Si nos hubiéramos atrevido a revisar como se debe habríamos encontrado una chapa que dice “simulacro clase H; Nº de serie 456705”.

—Entonces no lo matamos —dijo Nute aliviado—. No matamos a un ser humano.

—Hitler no es un ser humano; estaba seguro de que lo sabías —protesté; pero fue una protesta endeble; ni yo creía eso.
—No puedo saber todo —dijo Nute.

—¿Podrías conseguirme un cigarrillo? —le dije a Janche.

—¿Sigue en pie que tengo que ser la amante de él?

—No, ya no. Y después de que me consigas el cigarrillo, menos.

Nute se encogió de hombros. No le gustaba Janche. Se rascó la coronilla durante unos segundos y se dirigió al bargueño. —¿Podrías ayudarme?

Le ayudé a sacar a Hitler. Lo descomprimimos con esfuerzo —mucho más del que habíamos hecho para  prensarlo— y lo pusimos sobre la mesa. Las ruedas, correas y engranajes rodaban por todas partes y Janche empezó a separar piezas que le parecieron adecuadas para hacerse una pulsera.

—Esto significa que hay un Hitler de carne y hueso en algún lugar —dijo Nute—. No tendrían simulacros si no fuera así.

—No, estúpido. Esa es una de las tantas ideas sin sentido que se te ocurren. Es posible que Hitler jamás haya existido.

—Está totalmente equivocado. Así los queríamos agarrar, con las manos en la masa. —En el vano de la puerta se recortó la imponente figura del verdadero Sven Svergensson, el jefe supremo de los nazis de Lublin. Medía casi dos metros y nos apuntaba con una Parabellum de 9 mm, modelo 1908, conocida popularmente como “Luger”.

—¿Puedo ser su amante? —dijo Janche. Se acercó sin miedo al nazi y le bailoteó alrededor. Era un gran gesto el de la muchacha, arriesgando el pellejo para salvar el nuestro. Pero estábamos seguros de que no daría resultado; Janche suele oler como una curtiembre abandonada sin aviso y el sueco tenía una nariz grande como una palta.

—¡Por supuesto! —dijo Sven—. Deme una prueba de su amor.

—¿Por ejemplo? —Janche se detuvo extrañada y dejó de bailotear. El nazi le puso la pistola en la mano y le apretó el puño afectuosamente.

—Mate a estos dos y será mi amante.

—¡Cómo no! —Janche apuntó hacia nosotros. Nute se abrió la camisa, en un gesto estúpido e inútil. Yo cerré los ojos, por lo que cuando sonó el disparo esperé sentir un fuerte dolor en el pecho o algo así. Los abrí y la escena me desconcertó. Janche había matado al sueco de un tiro entre los ojos y luego se había suicidado.

—¿Por qué lo hizo? —dijo Nute.

—Por amor, estúpido. —Miré los charcos de sangre sintética y los resumí con un trapo mágico. Tomé la Luger y me la metí en el bolsillo.

—¡Corten! —Se apagaron las luces del set y pude ver a los técnicos por primera vez.

—¿Está satisfecho? —dijo Nute. Tiene una devoción especial por el director de reconstrucciones históricas. Jamás objeta sus puestas en escena, pero a mí me parece que adolecen de imprecisiones y torpezas. Además me da asco que haya usurpado la identidad de un gran artista del pasado.

Caminé los cinco pasos que me separaban de Orson Welles, puse los puños en la cintura y adelanté la barbilla. —¿Usted sabe, señor, la diferencia que hay entre ficticio e inverosímil?

Orson me contempló como si yo también fuera un simulacro operado a control remoto y echando mano a una petaca se la bajó con tres largos tragos. —No, no la sé, ni me importa —dijo finalmente. Quizá lo que más me irritaba del tipo era la frivolidad, o el escaso respeto que mostraba por personas muertas hace tantos siglos.

—¿Puede distinguir, por lo menos, entre realidad y fantasía?

—¿A qué viene este interrogatorio? ¿Le debo algo? Usted es un actor. Haga su papel. Y déjeme en paz.

Bajé la cabeza una vez más, pero esta vez no como parte de una interpretación. Me imaginé recorriendo la senda que lleva al pozo de agua. No tenía nada mejor que hacer; ni siquiera tenía un cigarrillo que justificara detener mi marcha por el tiempo que se tarda en fumarlo. Hacía mucho frío; la escarcha, obstinada, crujía debajo de la suela de mis zapatos y nubes de vapor abandonaban mi boca cuando me animaba a abrirla. Imaginé a Orson Welles, ese falsario rico y prepotente, subiendo por las paredes del pozo, pero no se me ocurrió hacer algo tan bizarro como comprimirlo, tal como habíamos hecho con Hitler. Fui mucho más expeditivo que eso. Saqué la Luger, le apunté entre los ojos y disparé.

—Por un guión de mierda, por una actitud de mierda, por una idea inmunda de la realidad y de lo que fueron las personas que habitaron este planeta en el pasado. —El cuerpo cayó hacia atrás tan lentamente que pude terminar mi discurso antes de que se escuchara el sordo golpe contra el piso.

Me acerqué al pozo de agua y le toqué el hombro a Nute, que miraba al vacío, como si hubiera sido desactivado.

—No te quiero ver cerca por un rato, estúpido. Hoy es el día en que viene Janche a visitarme y queremos hacer el amor en paz. —Saqué un puñado de billetes del bolsillo; había zlotys, rublos y unas pocas libras. Le di dinero suficiente como para que se fuera al cine. Justo en ese momento el actor que había hecho de Hitler salió del pozo y me miró con cara ángel, suplicando mi favor. Agregué un par de billetes. —No aparezcan hasta la noche, estúpidos.
© 2008 Sergio Gaut vel Hartman, por el texto.
© 2008 Pedro Belushi por las ilustraciones.

 

Sergio Gaut vel HartmanApuntes biográficos de Sergio Gaut vel Hartman

nació en 1947, en Buenos Aires. Tipo empecinado, ha venido publicando sin cesar desde 1970, cuando Nueva Dimensión tuvo la osadía de aceptarle «Ardilla», un relato escrito en colaboración con Graciela Parini, su compañera de toda la vida. En los últimos tiempos ha estado muy activo, impulsando Comunidad CF, un taller virtual de escritura, seleccionando material para Axxón y varias antologías, escribiendo libros de divulgación histórica y apareciendo en cuanto espacio le dé calce: Asimov Ciencia Ficción, Artifex, Paura, Fabricantes de Sueños, Galaxia… En 2004 su novela El juego del tiempo quedó finalista del II Premio Minotauro, pero por ahora no está programada su publicación. Eso no parece paralizarlo. Tiene otras dos novelas listas, varios libros de cuentos, y sigue escribiendo. Actualmente publica una columna en BEM on Line dedicada a descubrir nuevos talentos literarios.

 

Foto de Pedro Belushi

Pedro Belushi, ilustrador y guionista. Ha trabajado en multiples proyectos de ilustración y comic. Entre sus obras están Melquiades y El Genio ( Dibujo y guión. Ed. Sulaco 2000) y Mighty Sixties ( Guión y diseño, junto a Carlos Vermut. Amaniaco Ed. 2001).
Ha hecho diversas exposiciones de su obra gráfica dentro del Circuito de Jóvenes Creadores de su comunidad. Actualmente colabora con BEM on Line y otras revistas de CiFi haciendo ilustraciones para relatos y portadas, así como guiones para otros ilustradores como Carlos Vermut, Nando o Pablo Espada (con quien hizo Clon 27, una de las primeras tiras seriadas en internet).

Acerca de Interface Grupo Editor

Editamos en papel 75 números de la revista BEM entre 1990 y 2000 y desde 2003 hasta 2012 mantuvimos el portal BEM on Line. Tras múltiples problemas de software, decidimos traspasar a este blog los principales textos publicados en esos años. Interface Grupo Editor está compuesto por Ricard de la Casa, Pedro Jorge Romero, José Luis González y Joan Manel Ortiz.
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