Verdaderamente intento leer muchos libros, especialmente de ciencia-ficción o fantasía, pero casi nunca encuentro un libro moderno que me llame la atención.
JR.R. Tolkien
Hasta el siglo XVII y más aquí
Tras sus inicios salvajemente efervescentes, Neal Stephenson ha domado la burbuja que desde la copa de su imaginación surge ahora más pausada, pero no menos fresca y caprichosa. Prueba de ello es este Ciclo Barroco, una obra que dejará una huella indeleble en quien se atreva a medirse con ella. Hercúlea en su propósito y orgiástica en el grado de detalle, el lector encontrará en esta obra inteligencia y ambición.

Neal Stephenson
Pero ¿qué lector? Científicos e ingenieros deberían estar de enhorabuena, sin duda. Huérfanos de mitopoética de sus disciplinas pueden disfrutar de una obra que mira al siglo XVII desde el siglo XXI. La pregunta es si un lector no especialista puede leer elCiclo Barroco con interés o naufragará en él sin remedio. No voy a decir que para disfrutar de esta serie de libros haga falta un lector inteligente, o curioso, o con inquietudes. Como decía Alan Turing a propósito de su famoso test: “lo cortés es suponer que todo el mundo piensa”, y podemos considerar que cualquiera que se enfrenta a libros de tamaño disuasorio tiene una dosis mínima de las aptitudes anteriores. Sí que es cierto que la lectura del Ciclo Barroco exige esfuerzo y, sobre todo, estar dispuesto a no dejarse abrumar y a invertir no pocas horas en ello.
El grado de disfrute del Ciclo depende de hasta qué punto comulguemos con la forma de hacer de Neal Stephenson, y cuál sea nuestra querencia por su tema central: los revolucionarios cambios estructurales que acaecieron a finales del siglo XVII, la sustitución de los esquemas sociales y económicos, y el papel que en ellos tuvo la génesis de la ciencia y la tecnología, y viceversa. En cualquier caso no estamos ante un tratado sociológico sino ante una novelización licenciosa con personajes reales y de ficción (e incluso imaginarios) de la que, en según qué historiografías, se conoce como Era Moderna: una época de crisis, crisol de muchos cambios decisivos para la sociedad de hoy en día… un imperio español en franco declive hundiéndose bajo el peso de la historia, la escena dominada hombro con hombro por la pujante y muy católica Francia de Luis XIV y la protestante Inglaterra en la que se decapitaban reyes… un mundo con su punto de globalización, con sus canales comerciales abiertos en las Indias Orientales y Occidentales confluyendo en los Países Bajos… un momento en el que se van a producir poderosas mutaciones sociales, económicas, y en el que algo parecido a la ciencia y tecnología como hoy en día se entienden va a surgir de la placenta alquímica, disciplina de iniciados, ya fueran espíritus inquietos en busca de trascendencia o nobles aburridos a la caza de la última sensación.
Hay cuatro aspectos que a mi entender hacen del Ciclo Barroco una obra memorable: la temeridad de la empresa, el estilo del autor (toda una marca de la casa a estas alturas), la historia que nos cuenta (que es Historia disfrazada con h minúscula) y sus personajes (algo más que meros instrumentos). Todos estos aspectos amalgamados con mimo exquisito y documentación infinita culminan en un gran fresco histórico y social rayano en el delirio enciclopédico, una exhibición de fuerza dramática que sumada al estudio y al genio del autor hace del Ciclo Barroco algo digno de convertirse en mito, o al menos en referencia de alguna cosa. Más que novela histórica, más que tecno-thriller arqueológico, y desde luego no Ciencia Ficción al uso. Sin menospreciar otras formas de expresión escrita, el Ciclo Barroco es algo que, además de disfrutarse, se puede estar orgulloso de haber leído. Por mi parte, con estímulos así, no me importa babear como el perro de Paulov.
La temeridad de una empresa inabarcable
No es muy original por mi parte calificar de temeridad el Ciclo Barroco, por su tema y magnitud, pues el propio autor habla de locura en lo agradecimientos finales. Sí que es cierto que Neal Stephenson ha puesto en juego el crédito alcanzado con obras anteriores como la lisérgica Snow Crash, la sorprendente Era del Diamante y la ecléctica Criptonomicón. Acentuando su estilo y su deriva al gigantismo ha ido sacrificando lectores al escoger convertirse en el escritor que le apetece ser en vez del escritor que muchos esperaban. Siempre ubicado en un futuro muy cercano, casi tangible en el caso del Criptonomicón, Neal Stephenson ofrece la primera muestra de temeridad al optar por la estrategia del cangrejo: cuando era esperable una continuación de la ¿inacabada? Criptonomicón, que ya incluía una sabrosa dualidad temporal, el autor decide avanzar hacia atrás. Y el salto en el tiempo no es corto: del lema ‘la información es poder’ del Criptonomicón, Neal Stephenson se retrotrae a la época en la que el ‘saber conocer’ iba a convertirse en poder. En este empeño el autor nos regala una suerte de Libro de los Filósofos Naturales, los apóstoles de una nueva doctrina que iba a trascender la alquimia e iba a cambiar el pulso del mundo. En definitiva, como si para explicarnos el origen del jazz moderno se nos invitara a visitar la época que alumbró la música clásica.
Stephenson afronta y supera es el de ofrecer, mediante una historia alternativa, una aproximación atractiva y original a una época con un punto inicial y final conocido, introduciendo los elementos precisos de suspense en el curso de una acción panorámica cuyos detalles el lector informado conoce de antemano en algunos aspectos. Y lo hace además sin renunciar a una inquietante subtrama ‘fantástica’ en la recreación de un periodo histórico marcado, curiosamente, por diferentes ‘racionalidades’ en expansión: la racionalidad del pensamiento, la razón de Estado y la razón del Mercado. Claro que optar por la recreación alternativa también tiene ventajas. Por ejemplo, el evitar uno de los mayores problemas de las novelas de prospectiva, o con tintes de Ciencia Ficción: su temprana caducidad al errar el tiro en la apuesta por un futuro determinado. Así, con los años, el Criptonomicón se podrá releer con simpatía y una media sonrisa, pero el Ciclo Barroco no envejecerá nunca.
El estilo ‘puntilloso’
Es habitual sostener que una imagen vale más que mil palabras, más aun en el mundo multimedia que habitamos. Para Neal Stephenson entre imagen y palabras no hay desigualdad ni disyuntiva, no son realidades que deban pesarse en una balanza y emitir un veredicto. Sus libros son encadenaciones de potentes imágenes acompañadas de abundante letra: a cada imagen del story board le corresponde un pie de figura de al menos mil palabras. En cierto sentido, el Ciclo Barroco es una obra profundamente literaria y encarna el poder de la palabra escrita sobre la hablada: del guión sobre la pantalla en nuestra época, del manuscrito frente al púlpito en la época que se nos describe. Ambas, pantalla y púlpito ofrecen una sugerencia demasiado explícita de la interpretación de la realidad por parte del emisor, ambas suponen una muleta para la imaginación del receptor, a veces bienvenida, a veces innecesaria. Si el Ciclo Barroco cuesta esfuerzo es porque aunque reconocemos y procesamos sus imágenes, hemos perdido soltura en pasar las palabras por el cedazo de nuestro cerebro.
Esos miles de millares de palabras que componen el Ciclo Barroco se invierten por Neal Stephenson en diferentes tareas: unas son instrumentales para poner en pie esta desmesurada novela panorámica, otras afianzan el peculiar estilo del autor. Entre las primeras está la asombrosa cantidad de espacio dedicado a reproducir ambientes y escenarios, así como las necesarias referencias históricas; o el tratar con minuciosidad las intrigas y gestiones de la multitud de personajes secundarios que deambulan por la novela, y de cuyo éxito o fracaso depende la victoria o derrota de su bando. Otras muchas palabras se emplean en cuestiones ligadas al estilo de Neal Stephenson, como el grado superlativo de detalle empleado (enojoso en ocasiones) y la concatenación de pequeñas divagaciones que se hacen presentes no ya por la superposición de las subtramas de una novela coral sino incluso dentro de la más ínfima de las historias relatadas. Esto se debe, en unos casos, a la cristalización forzosa de detalles debido a una sobresaturación de documentación, y, en otros, al uso de la voz interior de los personajes. El particular uso de este recurso por parte de Stephenson nos coloca a una curiosa distancia de la acción. Por un lado acompañamos de cerca las peripecias de los personajes y somos íntimos protagonistas de la acción, y por otro, la inteligente socarronería que adorna a muchos de ellos nos obliga a un sarcástico distanciamiento aun en el meollo de la misma.
Precisamente, además del detallismo, el interesante sentido del humor del que hace gala Neal Stephenson es otro de los aspectos fundamentales de su estilo. Se trata igualmente de un escritor muy dinámico, formalmente juguetón, y que mezcla sorprendentemente bien acción y reflexión. En ese sentido es un soberbio narrador de escenas de acción pura y dura, que debido al mencionado uso de la voz interior de los personajes, suelen tener lugar a una velocidad subjetiva muy cinematográfica. Por otro lado, es un asombroso divulgador científico-técnico, especialmente dotado para conjurar imágenes que ilustren conceptos complejos, y en el Ciclo Barroco, que por temática se hace algo filosófico en muchos momentos, Neal Stephenson usa ese desparpajo divulgador para introducir de forma desenfadada fundamentos de lógica científica, económica y política.
En definitiva, en el Ciclo Barroco Neal Stephenson demuestra ser capaz de ilustrar con imágenes tanto conceptos complejos como vivas escenas de acción, y transcribir amenamente esas imágenes en palabras de una forma muy literaria. Todo ello con un grado de detalle exasperante y dejando en ocasiones que la trama se disperse por vericuetos insospechados. Hay dos imágenes que me asaltan cuando pienso en el estilo de este autor. Una es el de la pintura puntillista. Analizada muy de cerca solo son manchas de colores; a la distancia justa dejan de ser adornos coloristas y pasan a ser la ligazón misma de la escena que por fin se revela ante nosotros, la fibra bajo el detalle. La otra es que Stephenson muestra un estilo fractal ya que el sentido del humor, el gusto por el detalle y la voluntad de transmitir se reproducen en cada una de las tramas, subtramas, digresiones y ramificaciones de éstas, de manera que cualquier pequeño tramo narrativo recuerda el estilo de la novela entera.
La historia y su meollo
También de forma muy cinematográfica la historia empieza en media res, y… apuntando directamente al corazón del Criptonomicón. Se abre en 1713 con Enoch de paso en suelo americano asistiendo con obvio desagrado al ajusticiamiento de brujas (¡Enoch! Ni qué decir tiene que el personaje enigmático por antonomasia en el Criptonomicón adquiere tintes sobrenaturales al ‘pre-aparecer’ tres siglos antes). El motivo por el que Enoch se encuentra en Boston es la búsqueda de Daniel Waterhouse, antepasado de los Waterhouse del siglo XX, asimismo protagonistas del Criptonomicón. Daniel, ya anciano, se dedica en su voluntario exilio americano a avanzar en el estudio de la Lengua Filosófica y en el diseño de un Molino Lógico. Enoch le va a requerir regresar a Londres para mediar en la disputa sobre la precedencia del cálculo diferencial entre sus amigos personales Isaac Newton y Gottfried Leibniz. La disputa no solo tiene que ver con el ego de dos grandes mentes sino que amenaza también con tener importantes consecuencias diplomáticas en el contexto del cambio dinástico que en Inglaterra está teniendo lugar. Una vez planteada, la historia, siempre juguetona con la línea temporal, va a continuar con un flashback que nos remontará al origen de las múltiples aventuras, para en un movimiento pendular llegar hasta finales de 1714. Por el camino, un nuevo sistema del mundo habrá visto la luz.
Todo nuevo sistema implica una revolución y ésta que se nos relata se sustenta en los cambios científico-técnicos, políticos y económicos, que a diferencia de lo sucedido en la Edad Media van a engranar unos con otros con efecto multiplicador permitiendo un gran salto adelante. Ciencia y Tecnología, Política y Economía mutan y se alían en una especie de prosaica trinidad que sustentará el progreso venidero en el que el balance entre conocimientos, creencias y la demanda de resultados eficaces alcanzará un equilibrio diferente. Para reforzar la interdependencia de esos tres pilares, los personajes principales doblan su actividad (de forma verídica los verídicos): Newton como responsable de la Casa de la Moneda, Leibniz como consultor dinástico y Daniel como agente puritano.
Como ya se ha dicho la novela es panorámica y coral, y como tal se desarrolla en diferentes lugares del mundo. De hecho, vamos a dar una vuelta al globo de Oeste a Este pero gran parte de la acción confluye en Londres. No en vano se nos quiere describir los múltiples cambios que van a alumbrar un nuevo sistema que desembocará en la conocida como Revolución Industrial. El propio Londres, reinventándose a sí mismo bajo la serena batuta de Hooke y Wren tras su desastroso gran incendio, es una metáfora de la renovación que busca describir el Ciclo. La novela refuerza en varios frentes esa condición mutante de la época. La idea de cambio y enfrentamiento toma cuerpo en el terreno social y político en Inglaterra, donde momentáneamente se deponen reyes y se instaura el bipartidismo político entre progresistas y conservadores (whigs y tories). En lo político y en lo económico Francia e Inglaterra se baten en un mundo en el que el concepto de potencial y riqueza va a redefinirse y va a dejar de estar basado en conceptos absolutos y autárquicos, como viñas, granjas y vacas, para basarse en otros relativos y externos como el comercio y la estrategia monetaria.
También en relación a esa idea de enfrentamiento, hay contraposición de sensibilidades religiosas que se adaptarán a esa nueva realidad a diferentes velocidades. Tomando prestada la disquisición acerca de las formas del divulgador Jorge Wagensberg, la forma que la religión dibuja en la geografía Humanidad/Mundo sería una esfera con la Humanidad en el centro y el resto del universo fuera. La forma esférica es la forma geométrica que minimiza los puntos de contacto entre una y otro, el sistema más básico para negociar los interrogantes que se suscitan en esa frontera. Esa esfera está lejos de ser ideal y perfecta. El día a día de la Humanidad hace necesaria nuestra relación con el mundo exterior y obliga a que se abran necesariamente pórticos en ella. El arte y las artes (tecnologías) son los principales responsables de ese intercambio, el primero buscando inspiración y creatividad, las segundas una modesta y provechosa domesticación. La ciencia y la tecnología que se abren camino en la época van a lanzar una serie de tentáculos desde la esfera para sondear con más decisión el mundo exterior, y el goce y el provecho que allí va a encontrar provocará que esos tentáculos se multipliquen aumentando significativamente la superficie de contacto (nos encontramos nuevamente con la imagen del fractal). El catolicismo y el protestantismo van a encajar de forma algo diferente esa industriosidad del conocimiento. Los protestantes leen directamente la Biblia y entre ellos surgen diferentes corrientes generando un discurso más plural que allá donde la Iglesia Católica (guardiana de la esfericidad) sigue imponiéndose con rotundidad. El pluralismo religioso va a favorecer a los ingleses en la medida en que impulsa la competencia y genera nuevas iniciativas. En otros territorios la solidez del catolicismo va a impedir que las sociedades se renueven al mismo ritmo. En cualquier caso, la revolución industrial inglesa no va a deberse a ese motivo sino a la explotación afortunada en el nuevo contexto de los pocos y poco ‘glamourosos’ nichos de riqueza primaria en los que Inglaterra era rica: ovejas y carbón.
Hemos hablado de industriosidad del conocimiento, pero no siempre esas dos palabras fueron compañeras, o lo que es lo mismo, ciencia y tecnología no siempre fueron el híbrido afortunado o el concepto único por el que se tienen ahora. Tal como escribió Octavio Paz, “el mundo cambia cuando dos se miran y se reconocen” y la época que se nos describe fue en cierto modo determinante en ese reconocimiento entre una y otra como precursor de cambio. Descartes y otros ya habían puesto las bases del racionalismo, y la alquimia había aunado el afán de búsqueda de lo oculto con procedimientos experimentales. En cierta forma los elementos motrices estaban ahí pero el sistema patinaba en el barro del siglo XVII. En esa encrucijada los protagonistas de la novela toman partido en diferentes direcciones y dirimen un interesante debate a lo largo del Ciclo. Daniel, filósofo natural de formación, puede hablar el mismo lenguaje que Newton y Leibniz pero se decanta por la vena práctica de la tecnología. Newton y Leibniz, que igualmente hicieron grandes aportaciones prácticas, eran dos genios teóricos y como tales no dudaron en acercarse al lado oscuro de las verdades absolutas persiguiendo encontrar la explicación de todo. En ese empeño, de Newton son conocidos, a parte de sus Principia, sus lúbricos sueños alquímicos. De Leibniz queda una extraña forma de explicar la esencia de la realidad material (y espiritual): la monadología que, sin serlo, recuerda algunos de los apriorismos cuánticos, que igualmente raros, son nuestra explicación actual de la frontera de la Física (“en la partícula más pequeña se encuentra el reflejo del universo entero”, dice Leibniz).
El rumbo de máximo progreso significó que la ciencia y tecnología modernas tomaran el camino de Daniel, seguidor de Locke en cuanto a la modestia sobre lo que la capacidad humana puede llegar a comprender de la complejidad del universo y la desconfianza ante los dogmas, y se atemperará mucho la búsqueda perentoria de la verdad última. En cierta forma, supuso el triunfo del cómo sobre el por qué: el hacer volar la mente manteniendo los pies en el suelo de la realidad que se busca explicar. Dos grandes citas de Chesterton sirven para ilustrarlo: “La mente que se abre camino hacia lugares salvajes es la del poeta, la que no sabe regresar es la del maníaco” y “tener una mente abierta no significa nada. El objetivo de abrir la mente es, al igual que el de abrir la boca, cerrarla para atrapar algo sólido”
Pero ¿a qué dedica Daniel sus desvelos en esa apuesta decicidamente tecnológica? ¿Con qué objetivo reúne a una hueste de horólogos, fabricantes de órganos y de maquinaria de espectáculos? Dos son sus principales ocupaciones. Una, más tangencial, es ayudar a progresar en el desarrollo de la generación de potencia mediante el vapor en la forma del Ingenio para Elevar Agua por medio del Fuego. Se trata del precursor de la máquina de vapor, que fue empleado para achicar agua del interior de las minas de carbón (problema universal de cualquier explotación minera desde que los romanos abrieran las primeras galerías); carbón que a su vez serviría entre otras cosas para alimentar a las propias máquinas de vapor, máquinas con las que se mecanizarían los telares donde dar salida a la abundante lana de las ovejas inglesas… Su otra ocupación, la que persigue con más ahínco, es la de construir un Molino Lógico que permita la generación de conocimiento a partir de la manipulación de conceptos con el uso de la Lengua Filosófica (precursor del ordenador y la computación). En definitiva, Daniel se ocupa de lo que finalmente fue, y de lo que pudo ser y no fue, resultando muy interesante ver las vicisitudes ideadas por Stephenson para que el Molino Lógico no viera la luz antes de tiempo. En ambos dispositivos Daniel viene a jugar el papel de Moisés tecnológico sin alcanzar la tierra prometida. Al final de la novela cuando abandona Inglaterra para volver con su familia en Boston, Daniel deja atrás a Newcomen perfeccionando su máquina de vapor (en una soberbia escena final, por cierto) y semanas antes ha tenido que enterrar bien enterrado su proyecto de Molino Lógico (otro Waterhouse culminará su empeño en el Criptonomicón).
Antes de pasar a lo que aportan otros personajes, un apunte más sobre dos ramas del saber que salpican aquí y allá el desarrollo del Ciclo. Son dos especialidades de diferente evolución y estima por parte de nuestros sensatos personajes: la arquitectura y la medicina. En cuanto a la primera, es sorprendente lo que el hombre ha sabido construir con solidez desde tiempos remotos. En la época del Ciclo la arquitectura vive un momento soberbio con Hooke, y especialmente Wren, colegas ambos de Daniel en la Royal Society. Es patente la sana envidia de Daniel hacia este último por mantenerse al margen de laberintos teóricos y aplicar los fundamentos matemáticos de forma limpia y rotunda para edificar construcciones que albergan, protegen, inspiran y perduran. En cuanto a la medicina, y a pesar de ser una disciplina que nos toma a nosotros como objeto de estudio, o quizá debido a ello, es de las últimas en desarrollarse de forma rigurosa, ajena a supersticiones. Hasta el punto de que para sobrevivir a su práctica hace falta una constitución de hierro o una intervención de lo sobrenatural.
Personajes y más personajes
Pero volviendo a los personajes, hasta ahora hemos asistido a intervenciones de altura a la hora de describir el espinazo filosófico de la época del Ciclo. De hecho, si nos atenemos a Newton y Leibniz, sus contribuciones seminales son tantas y tan variadas que ambos parecen semidioses de la Ilustración, con hojas de servicio tan largas como las que en los compendios mitológicos adornan a Atenea y Mercurio, dos divinidades que se mencionan a menudo en el Ciclo como patrocinadoras de diferentes actividades tecnológicas y del comercio. Newton hizo grandes aportaciones en óptica y gravitación, Leibniz en la dinámica y en numeración binaria (¡y trabajó en el achique de agua de las minas alemanas mediante molinos de viento!). Ambos idearon formalismos diferentes del cálculo diferencial, que es la manera precisa de medir el mundo a pequeños pasos y de predecirlo con minuciosidad espacio-temporal.
Pero igual de trascendente para el rumbo final de los acontecimientos es el factor humano ligado a personajes en apariencia más normales como Jack y Eliza. Esta pareja forman una especie de sistema estelar binario que no puede vivir ni demasiado lejos ni demasiado cerca. Los dos son personas mucho más expuestas al descarnado mundo real que los sabios anteriores y ambas son ejemplo de superación, instinto y supervivencia. Pero también son muy diferentes entre sí.
Jack Shaftoe (de los Shaftoe de toda la vida del Criptonomicón) está más sometido al ‘ruido y la furia’ de una existencia azarosa. Su capacidad de iniciativa y su alergia a la planificación hace de su vida pura aventura. Este personaje ha dado la vuelta al mundo, ha sido rey y vagabundo, ha vivido aquí y allí bajo reglas diferentes, y por tanto arbitrarias. Ha protagonizado episodios puramente ‘medievales’ como la expulsión del turco de Viena y ha sido agente francés en una ‘moderna’ guerra sucia económica contra Inglaterra, pero él no ha cambiado en lo básico, ni reconoce en el mundo cambios de conducta ejemplares. Eso lo hace un personaje fundamentalmente amoral, pero también reconociblemente humano: la amistad, el amor y la familia son sus principales motivaciones.
Eliza también se hace a sí misma obedeciendo a su instinto de supervivencia, pero a diferencia de Jack es una gran planificadora y hace de su vida una misión con el objetivo de que la flecha del cambio del mundo lleve asociada un progreso moral: su meta, la abolición de la esclavitud que ha experimentado en persona. La palanca que utilizará para ello es el poder económico y no dejará de participar en los cambios que de esa índole se suceden. En la Ética de Aristóteles puede leerse que “todo arte y toda investigación, toda acción y empeño parecen tender a algún bien: por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden”. Sustituyamos la palabra ‘bien’ por la palabra ‘beneficio’ y la frase no sólo será igualmente vigente sino aun más creíble. El empeño de Eliza es que esas dos palabras puedan usarse en la misma frase de un modo no vergonzante. Por eso, Eliza también simboliza la relación entre lo económico y lo tecnológico. De forma diferente a cómo lo hace la agrupación minera que comisiona el Ingenio para Elevar Agua mediante el Fuego, pero sin desatender la lógica económica, Eliza será benefactora de Daniel al intuir que sus ingenios mecánicos pueden resultar beneficiosos para generar recursos sin necesidad de explotar a los más desfavorecidos.
En suma, Newton, Leibniz, Daniel, Jack y Eliza con sus virtudes y defectos, y cada cual rigiendo su destino a su manera, son un compendio de todos los nudos de la ‘madera torcida de la humanidad’ (Kant dixit). Claro que una vez agotado lo filosófico y lo humano aun nos queda por tratar una tercera y sorprendente hebra delCiclo: lo sobrehumano y sobrenatural.
Si la subcorriente fantástica estaba presente en el Criptonomicón no es de extrañar que también lo esté en las brumas alquímicas del Ciclo Barroco, aun cuando en él se pretenda explicar el nacimiento de la ciencia y tecnología modernas. Como en su predecesora, muchas voluntades del Ciclo se van a movilizar en pos de un caché de oro (qué bonito sería que ambos fueran el mismo). El del siglo XVII es desde nuestra perspectiva una ilusión: el oro salomónico (un oro que se sale de la tabla… de elementos). Desde la perspectiva de algunos de los personajes no es tal quimera, y lo desconcertante de la novela es que al final, en efecto, resulte no serlo. Las peripecias del oro salomónico que acaba tanto en forma de tarjetas perforadas del Molino Lógico de Daniel, como ayuda a amañar el Ensayo del Píxide y salvaguardar la solvencia de la divisa inglesa, como a resucitar personajes ilustres, son una buena imagen de lo fantástico como guía de la aventura y de la búsqueda del conocimiento.
Mención aparte merecen los Sapientes como Enoch. De ellos no sabemos si se cayeron de pequeños en una marmita de oro salomónico ni cuál es su agenda. Desde siempre el saber científico ha tenido que reconocer al conocimiento revelado como un igual para no hacerse extraño a la religión en momentos en que eso era temerario, y para mantener una cortés distancia de seguridad y una política de no injerencia mutua en momentos de menos peligro. Los Sapientes encarnan ese conocimiento revelado, y aunque no son místicos desorientados ni deciden por la humanidad, su racionalidad y sutil capacidad de influencia no dejan de resultar inquietantes.
Vamos acabando y qué mejor manera de hacerlo que mirando al presente y al futuro desde la escena final del Ciclo: ese Daniel reflexionando desde la cima de una caldera esférica de Newcomen hecha a base de láminas verticales de metal, de forma que le parece estar contemplando una nueva Tierra desde uno de sus polos. Daniel es consciente de que ha visto con sus propios ojos alumbrar un sistema más prometedor y más amable que el anterior. Pero también es consciente que hay inestabilidades en él que pueden suponer su fin en un determinado momento. Uno de estos problemas es que a pesar de la comodidad que el nuevo sistema puede traer consigo, la gente tiene una innata necesidad de creer que la ciencia y la tecnología no colman ni pretenden colmar. La otra inestabilidad del sistema es la de la gestión de sus límites, o su sostenibilidad. El sistema arranca lentamente en un mundo lleno de recursos y ambientalmente virgen, pero en él hay una promesa o amenaza de progresión geométrica y las tornas pueden cambiar…
Y así estamos, tres siglos después, en esa senda abierta por una época de ingenios, y revoluciones de genio, protagonizada por hombres que no cabían dentro de sí mismos: más cerca de contemplar los límites del sistema del mundo hoy de lo que estábamos cuando Stephenson cerró el Ciclo en el 2004. De nuevo en una época de crisis: energética, ambiental, de instituciones, y nuevas maneras: ONGs, colectivismo wiki… que quizá aunando la buena pasta de Jack y la intencionalidad de Eliza abran una nueva vía socioeconómica que supere la idea de progreso como independencia del medio (que en biología es bien sabido que solo conduce a la extinción).
Pero eso va más allá de glosar la valía del Ciclo Barroco. Tiene algo que ver quizá con el Criptonomicón, o con la Era del Diamante o con Snow Crash, pero sobre todo con la novela que ni Stephenson, ni nosotros mismos, hemos escrito todavía.
© 2008 Luis Fonseca
Luis Fonseca es físico de formación, acumula 39.000 millones de km alrededor del Sol, y gusta de la ciencia ficción y la fantasía por la especulación placentera que brindan. Su principal relación con el género es la publicación habitual de reseñas en BEM on Line, aunque ha hecho sus pinitos como divulgador científico en eventos del mundillo de la Ciencia Ficción y ha traducido un puñado de cuentos para revistas no comerciales como BEM, Terra Incognita o Sable. En el terreno del ensayo es algo más perezoso: publicó Heisenberg, Mohs y otra vuelta al tornillo sin fin en el siglo pasado (BEM nº 71), y ahora presenta este segundo, fruto de su admiración por Neal Stephenson.
Información CICLO BARROCO
El Ciclo Barroco es una serie de novelas escritas por Neal Stephenson, editadas por Ediciones B en su colección NOVA Ciencia Ficción y traducidas por uno de los editores de este portal Pedro Jorge Romero. La serie consta de tres volúmenes, publicados en castellano.
- Azogue. Vol. I del Ciclo Barroco (2003)
Libro 1 – Azogue
Libro 2 – El Rey de los vagabundos
Libro 3 – Odalisca
- La Confusión, Vol. II del Ciclo Barroco (2005)
Primera parte
Segunda parte
- El Sistema del Mundo Vol. III del Ciclo Barroco (2006)
Libro 1 – El oro de Salomón
Libro 2 – Moneda
Libro 3 – El Sistema del Mundo