There is a rain falling only on me
Opeth. Deliverance.
(Madrid, 15 de Octubre de 2005)
Bueno. La verdad es que no sé muy bien por dónde empezar a contar esto. Hace un par de noches estaba leyendo una novela gráfica de mucha calidad llamada Watchmen y ahí, en una parte suelta, se recomendaba que una buena manera de simpatizar con el potencial lector es contarle una historia melancólica de primeras y luego comenzar tu narración. Yo al principio creía bastante en eso de simpatizar con el lector, luego preferí dejarlo de lado y cautivarle a base de perturbarle, de torturar a los personajes haciendo que sintiera pena por ellos. Pero ahora no hablo de ningún personaje sino de mí, es decir, de la suma de todos ellos. Así que seguiré el consejo que veladamente daba Alan Moore en aquel comic.
Hace varios años, cuando estaba en el instituto, tenía un amigo cuyo nombre no voy a desvelar. Era un tipo un poco raro y peculiar; todos hemos conocido a alguien así, del que todo el mundo se ríe y no acabas de saber a ciencia cierta por qué. El caso es que nos hicimos muy buenos amigos. Creo que ha sido una de las personas más nobles y de mejor corazón que he conocido jamás. No había nada que no hubiera hecho por sus seres queridos, concretamente por mí. Era alguien en quien se podía confiar, pese a lo extraño que podía parecer a simple vista. Creo que su rasgo más noble era su inocencia, su incapacidad de odiar a los que se burlaban de él. Era un gran fan de Freddie Mercury, decía que para él su héroe era alguien que a las puertas de la muerte por culpa del sida grababa una canción titulada It´s a beautiful day. La manera en que le perdí de vista fue un poco extraña, como todo lo que le rodeaba. Un buen día desapareció sin dejar rastro. Sabía que se iba a mudar al barrio madrileño de Vicálvaro, pero no creo que fuera allí realmente. Se me ocurren dos alternativas; puede que fuera a Portugal, de donde era originaria su madre, o tal vez su padre. La otra es más un rumor que una posibilidad. Una vez me dijeron que tuvo un accidente de coche. Una versión decía que sus padres habían muerto en el accidente. La otra decía que se había desfigurado la cara y por eso no quería ver a nadie (todo esto ocurrió mucho antes de que Amenábar estrenara su famosa segunda película). El caso es que podrían haberse dado ambas a la vez. O ninguna. O sólo una. Seguramente nunca lo sabré. Como no sabré por qué se fue sin siquiera despedirse. No encajaba con su manera de ser en absoluto.
Los años han pasado, y me planteo hasta qué punto fui culpable.
Digamos que influir negativamente en los demás siempre fue una cualidad latente en mí. Ahora lo sé. Yo no me rodeaba de gente marginada: yo los volvía marginados. Frustraba sus ilusiones, hundía sus esperanzas. Muy sutilmente, como un grano de arena que va a dar al mar, hasta que éste es sólo un montón de barro.
Pero sí puedo decir cuándo todo comenzó de verdad, tengo que pararme a pensar en el 2000. El once de julio de dicho año decidí hacer con unos amigos el camino de Santiago. Comenzamos muy cerca del final, en Astorga, y bueno, el caso es que nunca llegamos. No es lo que se suele contar del camino de Santiago, todo el mundo acaba por llegar, pero el caso fue así. El asunto es que al poco de empezar a andar uno de mis compañeros, llamado Samer, se torció el tobillo. Parecía capaz de seguir, pero al día siguiente estaba mucho peor, apenas pudiendo moverse con ayuda de una vara, por lo que Iván, otro de mis compañeros, le acompañó de regreso, y me quedé solo con el último miembro del grupo sin contarme a mí mismo, el silencioso Dani.
Ahora sé que, como de costumbre, yo tuve parte de culpa.
Dani y yo proseguimos, y cuando llegamos a Gonzar, un modesto pueblo gallego, decidimos hacer un alto en el camino. Sin embargo, fuimos incapaces de encontrar albergues, por lo que pasamos de largo en busca de un pueblo más transitado. Era año xacobeo y el asunto del alojamiento estaba muy difícil. Tras varios penosos kilómetros decidimos desviarnos ligeramente de la ruta de Santiago para acabar en unas antiguas ruinas abandonadas. Parecían los restos de una iglesia medieval, tal vez de los tiempos del propio Apóstol, pero al cabo de un rato de explorar por su interior encontramos que bajo sus cimientos había imágenes que evocaban épocas más antiguas. Mis conocimientos de arte son modestos, limitados a los siglos ilustrados, pero Dani estudiaba geología, y estaba seguro de que dicha cueva era muy antigua, millones de años tal vez. Sin embargo, no había antílopes ni grandes animales cazados con lanzas en los dibujos. Había un hombre erguido, la cabeza alta, y a su alrededor, árboles quemados por rayos, además de otros hombres que corrían. La siguiente imagen mostraba al hombre enfrentado contra otro hombre, igualmente erguido pero resistiendo la embestida elemental del primero. Algo de inquietante había en ambos, el segundo hombre intocado por el supuesto poder del primero. Finalmente había un tercer dibujo que me preocupó, y aún sigue haciéndolo.
Era mucho más nítido. Sin duda era de la misma época, pero no estaba hecho con el mismo estilo. Se veía una ciudad, una ciudad llena de pirámides, y en las puntas de éstas incidían cientos de rayos, todos ellas trazados con elegancia. Una de aquellas construcciones era más alta que las demás, y sobre ella se alzaba un hombre. Era el mismo de los otros dibujos, no había duda. Pero no tenía rostro, o no podía verse. En su lugar sólo una leve línea que parecía representar la boca, torcida en gesto severo. No he visto jamás dibujo igual, ni creo que lo vuelva a ver.
Tardé mucho en dormirme aquella noche, al contrario que Dani, que cayó al instante. Cuando lo hice no fue para más que para tener pesadillas. De hecho las reproduje en parte en un bloc que llevaba.
‘Estoy en una estancia octogonal. Las paredes se abren y caen para formar las laderas de una montaña, una montaña que se desplaza como si de una ola se tratara. A mi paso los árboles se marchitan, revelando cadáveres, y las nubes ennegrecen y descienden hasta que la niebla lo envuelve todo. Pero yo sigo viendo. Al fondo hay una silueta parecida a la mía. No le veo el rostro, sólo su sonrisa. Está feliz. Agita una mano y la montaña se derrumba, tapando los cadáveres. De pronto me doy cuenta de que estoy sepultado con ellos. Al levantar la mano desesperado noto cómo alguien me agarra y me saca. Me dice algo que no recuerdo, y respondo, como si fuera la única cosa coherente que pudiera decir: transmitiré el mensaje. Justo después he despertado. Fuera está lloviendo y hay goteras. Es este lugar una tierra gris y triste.’
Desperté a Dani y nos fuimos de allí. Estaba un poco mareado, y cuando salimos y nos pusimos en marcha bajo la lluvia, por mucho que traté de hablar con él, no respondió, sino que se limitó a permanecer aletargado. Tiempo después he comprobado que Dani no recuerda haber estado en dicho lugar. A veces yo mismo lo dudo. Cuando todos se vuelven locos menos tú corres el peligro de contagiarte de ellos.
Sin embargo, nuestras penurias acababan de comenzar. Nos atrapó la tormenta más violenta que haya azotado en Galicia en veinte años. Nuestro calzado se rompió, y avanzamos horas a la deriva, perdidos en el bosque hasta recuperar la ruta. Cuando llegamos al pueblo más próximo no había alojamiento, y tuvimos que refugiarnos bajo un portal, tiritando de frío, abandonados a nuestra suerte como mendigos. Proseguimos con la esperanza de encontrar otro pueblo. Después de comer bajo la lluvia y avanzar varios kilómetros más, calado hasta los mismísimos huesos, decidí que no podía dar un solo paso más. Hundí las rodillas en el barro y así me quedé durante un buen rato, derrotado por el peso de la lluvia. En ocasiones creo que aún sigo ahí, con la cabeza gacha, mirando al suelo, atrapado en la vorágine de los elementos. Sólo recordarlo me da escalofríos. Y estoy en una casa caliente, bajo un techo sólido y con una noche despejada, pero sé que mi alma sigue allí, en aquel camino embarrado, esperando a que la recoja. Esperando salir de la tormenta.
Cuando al fin encontramos un albergue, comprobamos que nuestros sacos se habían mojado y lanzaban un hedor pestilente. Sin embargo, lo que motivó nuestro regreso fue que también nuestro dinero se había mojado. En una bolsa dentro de otra bolsa dentro de otra bolsa dentro de la mochila. Aquello, ciertamente, podía calificarse de mala suerte.
Llegamos a Lugo y allí estuvimos todo el día en la estación, con pinta de pordioseros, esperando a un autocar para regresar. Regresar al hogar, al fin de las aventuras.
Y mi alma en el camino, esperando.
Ahora sé que todo comenzó ahí. En aquella iglesia que nadie dice conocer, a la que no he sabido regresar por muchas veces sueltas que me he escapado para intentarlo. Como si fuera Brigadoon, como si sólo una vez cada cien años apareciera ante nuestros ojos. Yo siempre fui así. Pero aquella iglesia —o lo que fuera— lo sacó al exterior.
Huelga decir que no volví a dormir bien desde entonces. Unas marcadas ojeras así lo atestiguan. Y era como si la niebla hubiera caído también sobre mi conciencia. De hecho no es incorrecto decir que no he vuelto nunca a ver brillar el sol. Es posible que esté muerto, y éste sea mi castigo. Castigar a los demás. Tal vez de eso hablaban los dibujos de la iglesia. Tal vez no.
Al principio no era tan duro. Parecía como si toda la mala suerte que era capaz de atraer la expulsara sólo en mí. Como un vórtice, como un sumidero. Muchas veces me han dicho que soy raro. Solitario. Que hago cosas extrañas como escribir esto. Escribir. Empecé a escribir, a tratar de compartir lo que me estaba ocurriendo. Un hombre que mataba con el pensamiento a todo aquel que odiaba. Un grupo de ciegos y analfabetos perdidos en una ciudad enloquecida por culpa de extraños mensajes para ellos ilegibles. Hombres y mujeres atrapados por las adversidades. Sin enemigos. Sin nada contra lo que luchar. Impotentes, encerrados. Todos yo.
Y paralelo a mi nacimiento artístico como escritor y a mi ingreso en la facultad de ciencias matemáticas (siempre agarrado al débil asidero de la ciencia) inicié el descenso personal.
Primero fue la tristeza. Mi mala suerte, sólo mía. Nadie con quien compartirla. Nadie con quien confesar. Como si todo estuviera en su sitio, los demás libres de mi —hasta entonces— sutil maldición. Empecé a comprender que era justo. Siempre tiene que haber un cabeza de turco. Siempre tiene que haber una persona que acumule tantos desagradables acontecimientos a lo largo de su vida que se considere que tiene mala suerte. Y eso no quería decir que la mala suerte existiera. En segundo de carrera aprendí eso. Probabilidad. Simple cuestión de azar asintótico.
Pero la mala suerte existía. Y comencé a transmitir el mensaje.
Primero fueron sutiles diferencias. Un segundo año desastroso en notas, tanto para mí como para los que me rodeaban. Tres notas que ni juntas sumaban un cinco. El completo fracaso literario de todos mis relatos. Decenas de concursos fallidos. Mi vida personal hundida. Cambio de amistades, total ausencia de pareja. Soledad, pensamientos ocultos.
Y al fin el detonante.
Decidí hacer puenting ese mismo año. Era algo que siempre desee hacer. Emoción, adrenalina, esas cosas. No obstante, al final no pude hacerlo porque me fui de vacaciones. Cuando volví descubrí que un chico murió el mismo día que yo me iba a lanzar. La goma se desgastó y se rompió. Nunca he logrado averiguar qué parte de culpa me corresponde, pero sé que hice algo. Y alguien había muerto. Muerto. Había matado. Sin proponérmelo apenas. Aquello fue el principio del fin.
Para todos mis conocidos hay un vacío referente a mis actividades en los primeros meses de otoño del año 2002. Estuve un tiempo solo en Madrid, hacía pasadas ocasionales por la universidad, me dejaba caer por casa muy de vez en cuando, eso era todo lo que alcanzaban a ver. Creo que ni siquiera yo mismo sabía dónde estaba, que estaba oculto a mi propia mirada.
Así las cosas, decidí entrenarme. Como si aquello fuera un juego, como si en cualquier momento fuese a aparecer en letras grandes el consabido Game Over. Empecé con relojes. Maquinaria sofisticada, delicada. Mi abuelo había sido relojero, así que podía agenciarme muchos. Todo un éxito. Varillas enloquecidas, engranajes desajustados. Proseguí con cerraduras, llaves, bisagras, espejos. He acumulado más años de mala suerte de los que cualquier superstición puede concebir.
El paso dos fue más sutil. El objetivo eran las personas. Sujetos: mis propios amigos. Samer nos invitó al casino. Allí me limité a observar, a esperar, hasta que él mismo se sentó a jugar al blackjack. Casi siempre ganaba… salvo cuando yo apostaba con él. Objetivo uno conseguido. Iván comenzó a apostar por Samer, aposté e intenté no intervenir. Samer ganó la ronda, Iván con él. Objetivo dos conseguido. Podía hacerlo. Podía controlarme. Era difícil, era tentador no hacerlo, pero podía controlarme.
Aún no lo sabía, pero aquel día murió una parte de mí. La que me hacía ser bondadoso, la que me hacía respetar a los semejantes. El odio penetró por los poros de mi piel en aquel enrarecido ambiente. Samer dice que desde entonces he perdido la capacidad de disculparme ante otros. En realidad perdí mucho más que eso. Puedo estar por encima de los demás, sólo tengo que mandarles abajo, pensaba. Antes de irnos, Samer se acercó a la ruleta. Fui hacia allí con él a echar un vistazo. Lo perdió todo a la siguiente jugada.
Llovió durante una semana.
Es curioso cómo las mismas cosas que deseábamos que ocurrieran para recuperarnos no hacen sino introducirnos más de lleno en nuestro mundo de dolor. Comencé a controlarme. Por primera vez desde… desde siempre, podía focalizar mis efectos. No, tú no. Tú me caes bien, no quiero hacerte daño. Y entonces fue cuanto deseé hacerle daño a todos. Sólo lo deseé, pero bastó para juntarme con la escoria. Para convertirme en escoria.
Por aquel entonces llegué a la etapa final de la transformación. Un rayo cayó cerca de una amiga de mi madre, a varios metros de distancia. Le sucedió dos veces en un mes. Mientras ocurría aquel suceso meteorológico altamente improbable, descubría que mi rostro ya no era en parte mío. Me compré una sudadera con capucha y me miré en el espejo. Mi cara, aquella cuya mirada a duras penas puedo sostener, los ojos exigiendo recuperar la humanidad. Me puse la capucha. No había ojos. No había moral. No había nada que me acusara. Sólo aquella sonrisa que salía de las sombras y se escondía furtiva. Pero no me sonreía a mí. Sonreía a los demás.
Y empezó la verdadera decadencia. Paseé por los suburbios, entré en contacto con bandas. Atracos. Dinero fácil. Costó convencerles de que podía ayudarles. Pero después no. Los muy idiotas nunca lo sospecharon en realidad. Siempre pensaron que realmente podía sabotear las puertas, atascar las armas, inutilizar las alarmas, noquear a los guardias. Y todo sin moverme del sitio. Esperando en las colas de los bancos, atento a su llegada. Con mi libro y mis apuntes, como si nada pasara. Quieto pero cayendo, cayendo sin posibilidad de agarrarme a nada por el camino.
Recibía mi parte, nadie se interesó por saber quién era ni de donde venía. Hasta que me encontré un enemigo. Un enemigo con poderosos recursos.
Nadie sabe cómo se llama. No tiene nombre. Yo lo empecé a llamar Red Scarlach, como el protagonista de uno de los relatos de Jorge Luis Borges. Al fin y al cabo era un nombre tan bueno como cualquier otro. Scarlach quiso averiguar cómo hacía para preparar el terreno tan limpiamente, y poco a poco metió a sus hombres en los atracos en los que yo estaba involucrado. Ante mi negativa a mostrar mis secretos, me tendió una trampa y llamó a la policía mientras esperaba en la cola de un banco. Me detuvieron y me encerraron durante unas horas, pero al cabo de un tiempo me soltaron por falta de pruebas. Y, sin embargo, me gané otro enemigo.
Un poli. Me interrogó, me analizó. Me pasó mil veces la grabación. Las grabaciones. Decenas de atracos. Estaba en todas ellas. Pero sólo estaba en la cola. Él lo sabía. Sabía que tenía algo que ver. Aunque sólo saliera en las cintas, mirando al vacío, ojeando mis apuntes. Descojonándome de la risa en su cara sin hacerlo. Me dejaron salir, pero aquel tipo siempre lo supo. Hay un tipo, un tipo en los suburbios. Siempre oculta su rostro con una sudadera con capucha parecida a la tuya. Coincidencia, no lo creo. Pero a la gente no la encierran por coincidencias, dije mientras salía de la comisaría de la zona centro de Madrid. Aún recuerdo su cara de impotencia, como si me estuviera cachondeando en su cara. enseñándole los objetos con los que supuestamente había forzado las cerraduras o apagado las alarmas. Aquel polizonte nunca me cayó mal. Sólo que nos tocó ser enemigos en una época en la que yo había caído muy bajo. Por fortuna nunca relacionó conmigo el hecho de que se oxidara la cerradura de mi celda.
Hice muchas estupideces en aquellos días. Aunque nunca maté a nadie, siempre estuvo presente el deseo de hacerlo. Y eso me convertía en un asesino tan legítimo como el que lo hacía de verdad. Sólo el odio perduraba. Odio puro. En aquellos días seguía escribiendo. Les hacía a los personajes todo aquello de lo que yo era merecedor en la vida real. Gusanos torturados y torturadores, solitarios vengativos, desalmados sin escrúpulos ni amor por nadie distinto de ellos mismos, expertos en evadir la realidad. Todos yo.
Y cuando ya no me quedó más veneno para escupir, empecé a tragarlo.
Luego vinieron los remordimientos. El esfuerzo para retroceder. Aunque logré apartarme del crimen, fue inútil. No había marcha atrás. Mi intervención no suponía más que las desgracias de otros, y si bien podía controlarme, sólo hasta cierto punto eso era cierto.
La vida ahora es vagamente normal, dura y aburrida; hasta puedo fingir que nada ocurrió en aquel verano del 2000, hace ya cinco años. Puedo fingir que hace tres días, cuando salí por la tarde, el hecho de que pasase de llover a diluviar en el momento justo en que puse un pie en la calle nada tiene que ver conmigo. Puedo fingir que no soy yo el que hace que los truenos suenen aún más fuertes en las proximidades de mi casa. Que la sequía nada tiene que ver con mi estancia en el país. Que es culpa del dado de veinte caras el que siempre salga un uno cuando voy a tirar con él.
Que aquella sonrisa oscura al otro lado del espejo no es la mía.
Supongo que es verdad eso que dicen de que cuando uno baila con el Diablo no puede cambiarlo, sino que ocurre al revés. Es el precio que he pagado por jugar conmigo mismo, por experimentar y viajar a un abismo cuyo fondo conocía muy bien. Ahora he vuelto de nuevo al ascenso. No es que sea fácil, pero lo intento. Digamos que me limito a no existir. A pasar desapercibido. No soy un héroe. No puedo ayudar a los demás más que ocultándome de ellos, escondiendo mi condición, me repito una y otra vez, mientras me zambullo en personajes cada vez más tenebrosos, mientras estoy en el umbral de acabar la carrera de matemáticas. El mundo no necesita a nadie como yo. Estoy donde siempre debí estar. En aquel camino embarrado, las rodillas en el suelo, esperando. Esperando.
Suelo preguntarme qué, pero lo sé muy bien. Primero recorrí un camino, uno que me hizo descender. Me queda por recorrer el otro.
Pero cuanto más alto subes, más dura es la caída. Y por eso miro al cielo, me planteo si de verdad merece la pena, y vuelven los viejos miedos, las viejas dudas, por qué ayudarles si ellos no me comprenden, si me odiarían de saberlo, si no tienen interés en mi tragedia personal.
No recibo respuesta. En su lugar, las nubes se cierran y dan paso a un aguacero.
© 2008 Magnus Dagon
Seudónimo de Miguel Ángel López Muñoz. Nacido en Madrid en 1981, licenciado en ciencias matemáticas. En el año 2006 ganó el Premio UPC de novela corta, publicada después bajo el sello de Ediciones B. Ese año fue finalista también del Premio Andrómeda, y al año siguiente fue finalista del Premio Pablo Rido. Ha publicado relatos en Alfa Eridiani, Axolotl, Axxón, Bewildering Stories, Miasma, Necronomicón, Nuevomundo y Tau Zero, entre otras revistas. Es autor de la sección de ensayo “Guía del Autoescritor Galáctico” en la página web NGC 3660. Tiene pendiente de publicación un libro con la editorial Equipo Sirius y otro con Grupo Ajec.
© Sergio Gaut vel Hartman noviembre de 2008
Puede leer una entrevista a este autor aquí.
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