Ilustraciones de MiquelÀngel Giner Bou (LaGRUAestudio)
Marisa fue la primera en ver a Dimas aparecer por el comedor de la facultad.
–Ojo, viene el Dientes –le musitó a Abel, que sentado de espaldas a la entrada no podía verle.
A Dimas le llamaban el Dientes porque eso era lo primero que se veía de su persona: una dentadura enorme escapando casi de una cara en perpetua sonrisa. Abel había dicho una vez que quizá debido a lo grande de su dentadura tenía el cerebro tan pequeño.
–Hey, troncazos, ¿qué pasa? –saludó Dientes al llegar a donde estaban sentados, palmeando la espalda de Abel con fuerza, lo que hizo derramar buena parte del café con leche de la taza que sostenía en la mano–. Hey, tía.
–A ver cuándo dejas de llamarme tía. Tengo un nombre.
–Perdona, tía. Escuchad, tíos. Agárrate, Abel –les miró luciendo todos los dientes–. He solucionado la paradoja de Schrödinger.
–¿Quién es Schrödinger? –preguntó Marisa.
–Jo, tía, las de filosofía y letras sois la polla –dijo Dientes–. El de la paradoja del gato. ¿No te lo ha contado Abel?
–La verdad, Dimas, cuando Abel y yo estamos juntos no nos dedicamos a hablar de gatos ni de desconocidos.
–¿Qué tontería es ésa de que has solucionado la paradoja de Schrödinger? –intervino Abel, para que Dientes se marchara cuanto antes y les dejase tranquilos.
–Lo que te digo, tío. Lo vi clarísimamente el otro día, haciendo záping y pillando un vídeo doméstico que pusieron en un programa de la tele. Entonces recordé también algo que me pasó un mes antes, y resolví la paradoja.
–Eso de hacer záping es peligroso. Tu amigo el escritor lo dijo una vez –le dijo Marisa a Abel–. ¿Y me podríais explicar de qué estáis hablando?
Dientes se disponía a hacerlo, pero se le adelantó Abel.
–La paradoja del gato de Schrödinger. Schrödinger fue un científico del siglo veinte que formuló esa paradoja hacia los años treinta o así. Consiste en una caja opaca y cerrada, en cuyo interior hay un gato, una botella de gas venenoso y una partícula radiactiva. Existe un cincuenta por ciento de posibilidades de que la partícula se desintegre, lo cual hará romperse la botella y al escaparse el gas, el gato morirá. Es un problema de mecánica cuántica. No podemos saber si se ha roto la botella, si el gato está vivo o muerto, ni siquiera si al desintegrarse la partícula, el gas se ha liberado y el gato ha muerto. Para ello se tendría que abrir la caja, así que mientras no se abra, lo mismo puede ocurrir una cosa que otra…
–No entiendo nada –dijo Marisa, con cansancio–. No entiendo nada. Si se rompe la botella, el gato muere, ¿no?
–Depende de si la partícula se desintegra. No sabemos si eso ha ocurrido.
–Y exactamente, ¿qué sentido tiene esa paradoja?
–Tía, hay muchos que la consideran un problema filosófico –intervino Dimas–. O sea, que no es sólo científico.
Marisa le aplastó con la mirada.
–En la facultad de filosofía no hablamos de gatos encerrados en cajas con botellas de gas venenoso –le dijo–. Hablamos de Nietzsche, Kant y, cuando queremos tratar temas más ligeros, charlamos sobre los pensamientos de Marco Aurelio o de Pascal.
–Bueno, pues yo tengo la solución a la paradoja –dijo, triunfante, Dimas con todos sus dientes.
–¿De veras? –preguntó Abel, resignado a lo inevitable.
–Sí. Resulta que la paradoja es falsa… porque no hay ningún gato en la caja.
Se hizo el silencio, roto al fin por Marisa.
–Creí que habíais dicho que la cosa iba de un gato en una caja y…
–Pero no hay gato, tía… er… Marisa –se corrigió Dimas, ante la mirada incendiaria de la chica–. Nunca ha habido gato alguno dentro de la caja.

Aun sabiendo que lo más probable es que lamentase el resto de su vida el preguntarlo, Abel dijo:
–¿Y eso por qué?
Bajando la voz y con aspecto de conspirador, Dimas se explicó.
–Porque ningún gato se dejaría meter dentro de la caja, aunque Schrödinger creyese que está en ella.
–No he entendido la dichosa paradoja –dijo Marisa, bastante furiosa–, y aún entiendo menos lo que tú dices ahora.
–Escuchad, tíos. Lo vi claro el otro día, en la tele. En un vídeo doméstico se veía a un crío pequeño llevando sujeto por el pescuezo a un gato adulto, con la intención de arrojarlo a la piscina de su casa… juegos de críos, ya sabes. Bien, pues cuando el crío llegó al borde de la piscina y soltó al gato, el animal dio un giro inverosímil hacia atrás en el aire y cayó fuera de la piscina, mientras que el crío caía dentro de ella, arrastrado por el impulso y por el giro del gato. –Dimas se rió a carcajadas, rociando de salivilla la mesa y la taza de Abel, que estaba casi frente suyo. Marisa puso cara de asco–. ¡Era alucinante! Si me lo hubiesen contado, no lo habría creído. Lo que el gato hizo en el aire es prácticamente imposible: saltar y retroceder hacia atrás, dándose la vuelta al mismo tiempo, y provocar que sea el otro el que caiga.
–Ya, ¿y qué? –dijo Abel, apartado la taza de café con leche y saliva de Dimas.
–A eso, añade lo que me ocurrió hará cosa de un mes. Iba yo por la calle esa donde hay tantas librerías de viejo. En un taller de tapicería de esa calle tienen un gato bastante majo que a veces se asoma a la calle para ver pasar a la gente. Cuando lo pillo, lo acaricio un poco. Bueno, pues ese día lo vi, me agaché y empecé a acariciarle… ¡y desapareció! –Marisa pensó en ese momento: «No me extraña»–. Y una décima de segundo después de desaparecer el gato, se oyó un estruendo enorme en la calle de al lado, cuando a unos obreros que reparaban una finca se les cayó una viga al suelo. ¿No os dais cuenta? El gato oyó la caída de esa viga una décima de segundo antes de que se produjera, y en el momento en que yo oí el ruido, el gato ya no estaba allí, sino escondido dentro del taller de tapicería. Salió de nuevo a la calle unos segundos después. De alguna manera, los instintos del gato le avisaron de la caída de la viga antes de que se produjera, y por eso se oyó el ruido cuando en que el gato ya había desaparecido. ¡Diantre si fue rápido en hacerlo! Así que entre esto y el salto y giro hacia atrás del gato del vídeo de la piscina… comprendí la paradoja de Schrödinger.
–Me estáis poniendo de los nervios con tanto gato –avisó Marisa.
–Ya, ¿y qué? –le dijo una vez más Abel a Dimas.
Dimas acercó peligrosamente sus dientes a la cara de Abel.
–Pues eso significa que en realidad nunca ha habido gato alguno dentro de la caja. –Silencio más o menos efectista–. El gato adivinó las intenciones de Schrödinger y el peligro del gas venenoso una décima de segundo antes de que le metieran en la caja, y desapareció tan rápido que no se dio cuenta. La tapa de la caja se cerró, pero el gato estaba fuera y Schrödinger no cayó en ello. El gato se olió que nada bueno iba a salir de aquello, y se espabiló para escurrirse sin que se notara.
Silencio en torno a la mesa. Abel estaba contando interiormente hasta veinticinco antes de decir nada. Marisa les miraba a los dos muy nerviosa.
–Ya –dijo Abel, completada la cuenta hasta veinticinco–. O sea, que según tú, nunca ha habido un gato en la paradoja de Schrödinger.
–Exacto. Esa paradoja es una falacia total.
–¿Y si en vez de poner un gato hubiese puesto un perro o un loro? –preguntó Marisa, que estaba algo histérica.
–Imposible –dijo Dimas, triunfal–. La paradoja sólo funciona con el gato. Precisamente porque el gato no se dejaría meter en la caja, pero todo el mundo le creería en ella; Schrödinger creería haberlo metido en la caja.
–O quizá –dijo Marisa, harta ya de no entender nada de todo aquello–, o quizá sí lo sabía. Quizá ese Schrödinger sabía perfectamente que no había ningún gato en la caja, que no podía haberlo, porque dio ese salto y giro hacia atrás, como el del vídeo que viste, y lo hizo una décima de segundo antes, como el de ese taller de tapicería, y por tanto se esfumó cuando la tapa de la caja se cerraba. Y la verdadera paradoja de ese señor es que todos nos creamos que hay gato encerrado cuando en realidad no lo hay, para así hacer que todos os rompaís la cabeza tratando de descifrar la paradoja esa, que a mí me parece una solemne memez.
Dimas se quedó mirando perplejo a Marisa. Abrió la boca, parpadeó. Trató de decir algo, pero su lengua tropezaba con todos sus dientes. Entonces se levantó y se marchó del comedor rascándose la cabeza, pensativo.
Abel miró la taza de café con leche y saliva con tristeza, luego miró a Marisa y le dijo:
–Chica, me quito el sombrero ante ti. ¿Nos tomamos otro desayuno?
© 2009 Juan Carlos Planells por el relato.
© 2009 MiquelÀngel Giner Bou (LaGRUAestudio) por la ilustración.
Juan Carlos Planells nació en Barcelona en el año 1950 y falleció en la misma ciudad en 2011. Autor de las novelas de ciencia ficción El Enfrentamiento (Miraguano) y El corazón de Atenea (Espiral CF), fue uno de los principales estudiosos de la figura de Philip K. Dick. Poeta, dramaturgo y aficionado a la ciencia ficción, publicó relatos y artículos en gran parte de las revistas del género en lengua castellana: Nueva Dimensión, BEM, Tránsito, Gigamesh, Opción, Cuasar, Artifex, Asimov Ciencia Ficción y BEM on Line. Fue finalista en dos ocasiones del premio Domingo Santos. Gran parte de su obra se puede consultar en su bitácora: Planells, Fact and Fiction.
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