Ilustraciones de Juan Antonio Fernández Madrigal
En el momento menos pensado cualquiera puede descubrir que su vida se parece bien poco a lo que creía.
ENRIC HERCE ESCARRÀ (Barcelona, 1972)
En la mediana de la autovía que cada día recorre camino del trabajo crecen girasoles. No hay día en que no se pregunte cómo diablos han ido a parar ahí.
Si fueran unas pocas flores aisladas creería que ha sido el azar quien ha querido que algunas semillas hayan prendido en ese pedazo de tierra arisco y lleno de piedras, rodeado por cemento y vallas metálicas. Sin embargo, hay demasiados como para darle todo el mérito al viento. Su número y distribución tampoco la empujan a creer que sea cosa de los operarios que se encargan del mantenimiento de la vía, desinfectando las cunetas y manteniendo a raya las malas hierbas. Bastante trabajo tienen ya como para dedicarse a plantarlos.
¿Cómo habrán ido a parar ahí?, se pregunta cada vez que los ve al pasar, erguidos, con sus grandes corolas de pétalos amarillos orientadas al sol.
Con el paso del tiempo en su mente se ha ido formando la imagen de un hombre anciano, un payés retirado que ya anda algo encorvado y viste camisa azul marino, tejanos y alpargatas. Vive en su masía, en alguna de las que salpican los campos a ambos lados de la autovía. Ahora que alguno de sus hijos ya se ha hecho cargo de los sembrados y de los animales, él puede tomarse al fin un merecido respiro y de buena mañana sale a pasear con los perros. Una y otra vez, sus pasos le llevan hasta aquel límite gris que parte la tierra en dos. Ese camino de asfalto por el que cada día conducen miles de personas camino del trabajo y luego de regreso al hogar. Huele el aire cargado de dióxido de carbono y arruga la nariz. Mira a los perros e intenta recordar cuántos se le habrán matado atropellados ahí, a cuántos habrá encontrado reventados en la cuneta. Ellos le observan expectantes como si esperaran algún tipo de instrucción y alguno incluso gime. Da media vuelta, y les silba para que le sigan.
Al día siguiente, antes de su paseo matutino, el viejo sale solo de casa con un saquito de semillas. Se dirige hasta la cuneta de la autovía y cuando no vienen coches por ninguno de los dos carriles cruza tan rápido como puede jugándose la vida de la forma más tonta, con el corazón desbocado por el esfuerzo y el peligro, hasta pasar las dos piernas por encima de la valla y alcanzar la frágil seguridad de la mediana. Una vez allí empieza a recorrerla lanzando semillas de girasol a su paso. Quizá lo haga como recordatorio de los canes que perecieron allí; quizá sólo se trate de un infantil intento de perpetuar el color del campo en aquella cicatriz grisácea.
Como de costumbre el aire acondicionado de secretaría está demasiado fuerte y tiene frío. Por mucho que protesten siempre obtienen la misma respuesta: está centralizado en conserjería y no hay nada que hacer. Si subimos la temperatura en el resto del edificio se nos achicharran. Durante algunos segundos mira hipnotizada su brazo derecho, con todo el vello de punta. Alguna vez leyó que era un músculo diminuto situado en cada folículo piloso, conocido como horripilador, el responsable, al contraerse, de aquella curiosa reacción cutánea ante estímulos emocionales o el frío. Imagina una mujer oronda con delantal y los rulos puestos saliendo al jardín de su casa y mirándolo disgustada. Cariño, creo que llevas demasiado tiempo sin cortar el césped. Y se empieza a reír sola. Mira alrededor por si alguien la ha visto, pero los pocos compañeros que al igual que ella no cogerán vacaciones hasta septiembre tienen la mirada atrapada por la pantalla del ordenador. Demasiado atrapada. Deduce que quien no está leyendo el correo andará navegando por estas redes de Dios. Decide imitarles y entra en su página de correo personal. Un icono le indica que tiene once correos nuevos. Se pregunta cuándo empezará el filtro de correo basura a funcionar con cierta eficacia y le viene a la cabeza la imagen de una larga cola a las puertas de un garito con un enorme cartel luminoso sobre la puerta: bandeja de entrada del correo de Ana. El segurata es un tipo musculoso con cara de pocos amigos y una camiseta negra deformada por los poderosos pectorales. En la cola hay de todo: desde amigos suyos, algunos con carpetas bajo el brazo repletas de chistes, cadenas de correo, videos graciosos y demás, hasta tipos con corbata y un maletín lleno de ofertas de empleo, pasando por otros con gafas de sol, bermudas y camisas hawaianas que vienen a ofrecerle viajes irrepetibles; médicos con bata y mascarilla que alargan el pene u ofrecen viagra a precio de saldo y vendedores del zoco con cajas llenas de Rólex de imitación. El gorila de la puerta examina cuidadosamente a cada uno de ellos antes de dejarlos pasar. Si su aspecto le parece sospechoso los mete en una enorme bolsa de basura y los lanza sin contemplaciones al contenedor que tiene a su derecha. Sin embargo no parece muy perspicaz y a veces basta una simple careta de cartón dibujada a lápiz para confundirlo y engañarlo.
Tal y como ya sospechaba la mayor parte de los mensajes van directamente a la papelera. De los tres supervivientes hay uno que atrapa su atención de inmediato. Tiene que releer varias veces el remitente antes de comprender que no está en un error. Ni pecadora69, ni reinadelanoche_72, ni m1m0s1n. Un nombre y dos apellidos: Ángel Vargas Aguilar. Pero tiene que tratarse de un error. Las manos le empiezan a temblar, demasiado como para que pueda atinar a teclear o a mover con precisión el ratón. Necesita un te, veinte en realidad. Comprende que esta vez no es el aire acondicionado el responsable de la contracción de sus músculos horripiladores. Coge el monedero del bolso y huye en pos de la máquina del vestíbulo. Lo hace con tanta precipitación que incluso consigue atrapar la mirada de algún compañero amodorrado. Ángel Vargas Aguilar murió seis años atrás.
Algo más tranquila, después de haber engullido dos infusiones, regresa frente a la pantalla y lee el asunto del mensaje: Ángel te manda recuerdos desde el pasado con holafuturo.com. Lee la fecha de envío y no entiende nada: 17 de agosto del 2001. Justo seis años y un día atrás. Ese nombre, holafuturo.com, le suena de algo… Ahora lo recuerda. Se trata de una página web que permite a sus usuarios mandar correos a una fecha del futuro concreta. Pueden ser días, meses, años, o incluso décadas. Ana recuerda haberla visitado alguna vez y haber leído unos pocos mensajes de los que sus propietarios habían decidido colgar como públicos. Los hay en todas las lenguas y de todos los lugares del planeta. Gente que se los manda a ellos mismos, y otra que lo hace a terceros. Desde el adolescente americano que el día antes de su graduación espera que la fiesta haya sido inolvidable la mañana después, a hombres y mujeres que desean a sus parejas actuales un feliz aniversario de bodas de cinco e incluso diez años más tarde. Desde la jovencita que se pregunta si pasados dos meses ya ha logrado perder esos diez quilos que la obsesionan a aquellos que desde un año atrás, sorprenden a sus mejores amigos queriendo saber si todavía salen con aquella pareja insoportable que nunca les ha caído bien. Relee la fecha del envío y cae en la cuenta de algo que sólo le puede haber pasado por alto dados los nervios de la situación. 17 de agosto del 2001. Ángel le había escrito aquel correo el mismo día de su muerte, pocas horas antes del fatídico accidente. A este paso, sus músculos horripiladores van a terminar estresados.
Caminando lentamente sobre arena mojada hacia al banco donde nos robaron la ropa, decides regresar. Las olas grises se hacen añicos contra el malecón salpicándote de espuma y de olor a mar. El cielo, plomizo, lejos de ampliar el horizonte lo acota, como si se tratara de un enorme pedazo de cemento que se sostiene sobre los tejados de las casas y sobre la arena de la playa. Esa misma arena gruesa llena de guijarros que te lastimaron los pies la noche en que nos bañamos desnudos años atrás. ¿De verdad? Resulta increíble. Tener que venir hasta este pueblecito inglés perdido de la mano de Dios para conocer a alguien que vive a cuatro calles de mi casa. Yo estaba en una familia de intercambio de au pair y acudía a clases de inglés. Tú estabas de vacaciones. Me llamo Ángel. Yo soy Ana. Y sonreíste. Aquella fue la primera vez que vi tu sonrisa. Esa sonrisa limpia, alegre, a la que tus ojos verdes, al acecho tras algunos mechones de pelo negro, dotaban de un aire lobuno. Te recuerdo así: caminando cansinamente por el malecón, con las manos en los bolsillos de tus tejanos rotos y la espalda algo encorvada, como si cargara con un peso mayor del que eras capaz de soportar. De vez en cuando mirabas hacia el mar en silencio, otras, las menos, me mirabas a mí. Nunca pensé que pudiera sentir celos de las olas.
Te recuerdo tal y como eras el día en que nos conocimos. Y me imagino que una escena parecida se repitió algunos años después, cuando te fuiste. Necesito pensar, dijiste. Me avergüenza recordar la absurda retahíla de preguntas de mujer despechada que vomité desesperada. ¿Hay otra? ¿A dónde vas? Ya no me quieres ¿verdad? No es eso, dijiste, necesito pensar. ¿Es por el niño? Si tanto odias ser padre estoy dispuesta a perderlo. Todavía no puedo creer que dijera aquellas palabras. Recuerdo una tristeza infinita en tu mirada. Mañana me marcho, vuelvo al lugar donde nos conocimos, dijiste. Pasaste ahí una semana. Una semana sin saber de ti. Y día tras día yo te imaginaba paseando por el malecón, junto al mar, bajo un cielo gris que amenazaba tormenta, aunque el muy cobarde nunca se decidiera a explotar. No sé porqué siempre he estado convencida, aunque no tengo ni un solo motivo para creerlo, que fue paseando junto al mar donde decidiste regresar. Falleciste dos semanas después; pero antes pasamos los catorce mejores días de nuestra vida juntos.
Siento unas manos firmes que me sostienen y me ayudan a no desplomarme. Más allá del velo que tejen los tranquilizantes alrededor veo el rostro lastimado de José Ramón, tu hermano, junto a mí. También están tus padres, los míos y otros familiares que apenas conozco. Todos ocupamos el primer banco de la iglesia donde se oficia tu funeral. Tranquila, me susurra José Ramón. Y sólo ahora comprendo que estoy llorando. Es extraño cómo se solapan los recuerdos. A veces confundo esta escena con otra muy parecida pero totalmente distinta, tres años después de la primera. También estoy en una iglesia, también hay lágrimas en mi rostro, tu hermano también está junto a mí y nuestras familias ocupan el primer banco. José Ramón me susurra: tranquila, y sonríe mientras suavemente me pone una alianza.
Cien mi veces he intentado entender cómo pude dejar que aquella conversación se me escapara tanto de las manos. Cómo pude llevarla tan mal. Estoy embarazada, te dije con tus manos entre las mías. Entonces entendiste el porqué de las velas, del cava y de las trufas con nata. Te quedaste mudo, tu rostro convertido en el desconcierto personificado. Pero, ni siquiera tengo trabajo, fue cuanto lograste pronunciar al cabo de muchos segundos. Te sonreí y te dije que con mi sueldo nos apañaríamos y que te quedaban nueve meses para encontrar algo. No te preocupes, todo saldrá bien, nos queremos, tenemos este piso, no le faltará de nada, ya verás. No lo entiendes, musitaste, no es tan sencillo. Sonreí de nuevo, hasta aquel momento tus temores me parecían enternecedores. Es normal que estés aturdido, yo todavía no me lo acabo de creer. No podemos tenerlo, dijiste. En tu mirada se mezclaban el temor y la convicción más desconcertantes. ¿Cómo? Debes abortar. Aquello no sonaba a consejo, ni tan sólo a súplica. Supongo que mi opinión también cuenta, ¿verdad? Mierda, fue cuanto respondiste. Te levantaste y empezaste a andar de un lado a otro de la habitación como un animal enjaulado. Sabía que lo más fácil era dejarme llevar y enfurecerme, también sabía que era lo peor dada la situación. Tenías miedo, resultaba evidente, fuera lo que fuera que te había empujado a decir aquello no eran ni el egoísmo ni algo peor. Me acerqué hasta ti y apoyé mi mano en tu hombro. Ni siquiera tuve tiempo de pronunciar alguna palabra tranquilizadora. Todo fue demasiado rápido. Me apartaste la mano bruscamente escupiéndome un «déjame» que sonó como un rugido y desapareciste. Sólo el sonido de la puerta de la calle me ayudó a entender que te habías ido, aunque me resultara imposible recordar haberte visto cruzar el comedor o salir de él. Un dolor intenso en mi mano derecha reclamó mi atención. La miré desconcertada, como si no fuera mía. Cuatro surcos sanguinolentos marcaban su dorso. Dos días después me anunciabas que te ibas, que necesitabas pensar, que regresabas al lugar donde nos conocimos.
A las ocho cierra la biblioteca aunque a José Ramón todavía le queda una hora más de trabajo a puertas cerradas. Cualquier otro se sentiría incómodo con la idea de quedarse a solas en un lugar así, pero él encuentra un placer indescriptible en aquella soledad cerrada, en el extraño ambiente que le rodea cuando su única compañía son las altas paredes del viejo edificio repletas de estanterías y los millares de libros que las llenan. Muchas personas se hubieran sentido intranquilas y deseosas de que terminaran aquellos sesenta minutos de soledad obligada, él, en cambio, en lugar de quedarse en el mostrador de préstamo, prefiere adelantar trabajo en la hemeroteca, en el ala nueva de las instalaciones, la más recóndita y alejada de la salida. De este modo, cuando llega la hora de marcharse y va cerrando las luces a su paso, debe recorrer largos tramos de salas en penumbra bajo la escasa iluminación que se cuela por los altos ventanales. Cualquiera en su lugar miraría temeroso a todos lados, sobretodo hacia aquellos rincones oscuros entre estanterías, o bajo las mesas, escondites perfectos para que toda clase de criaturas aguarden agazapadas al acecho de víctimas que arrastrar a sus moradas. José Ramón se reiría de ideas semejantes. Él recorre el interior de la biblioteca con paso decidido, pero tranquilo, sin preocuparse de nada más que de dejarlo todo en orden. No es que tenga una mente especialmente racional que le ayude a eliminar de raíz cualquier miedo visceral, de hecho él sabe mejor que nadie de las especies que pueblan nuestro mundo a escondidas, tan bien como que ni se encierran en bibliotecas ni se materializan en la oscuridad apareciendo de la nada. Él sabe que existen seres cuya simple visión convertiría cualquier rostro humano en una máscara de horror, pero también que estas criaturas, lejos de esconderse en lugares imposibles, viven entre nosotros y lo hacen regidas por las mismas leyes físicas que afectan a los humanos. No es que José Ramón haya tenido acceso a un saber hermético sólo al alcance de unos pocos elegidos, tampoco ha descubierto libros perturbadores que el paso de los siglos ha sumido en el olvido. Si José Ramón sabe de la existencia de esos seres es porque él es uno de ellos. Desde la muerte de su hermano, probablemente, el último.
Ángel. Su hermano pequeño. Su querido hermano. Dudaba mucho que nunca jamás pudiera volver a querer a nadie tanto como le había querido a él. Ni siquiera a sus hijos de tenerlos algún día. Se tiene que apreciar mucho a alguien para perdonarle que te intente matar. Y aunque le había llevado su tiempo, él había terminado por hacerlo. Todavía le echaba mucho de menos y aunque hubiera dado cualquier cosa por poder traerlo de regreso, tenía la certeza absoluta de que su alma nunca hubiera encontrado la paz en vida. No podían ser más distintos. Él siempre supo cuál era su lugar, Ángel nunca fue capaz de asimilarlo. Se pasó toda la vida negándose, ocultando su propia naturaleza, agachando la cabeza ante aquellos seres inferiores e intentando pasar desapercibido entre ellos, comportándose como uno más. No es que repudiara a los suyos, sencillamente era incapaz de convivir con el hecho de que era distinto.
La última vez que le vio mostrar su verdadero rostro fue mucho, muchísimo tiempo atrás, cuando todavía eran unos críos y el corsé de la civilización y la educación humana apenas se había ceñido alrededor de sus cuellos.
Era domingo. Él tenía nueve años y Ángel apenas siete. Habían acudido con su madre a una de aquellas excursiones familiares que organizaban los curas de su colegio para estrechar lazos de unión en la comunidad escolar. José Ramón las odiaba. No porque no disfrutara con las carreras de sacos, la tortilla fría o la libertad relativa que le ofrecía a alguien de su edad semejante ocasión. Las odiaba del mismo modo en que detestaba cualquier acto que reuniera públicamente a toda la familia; las odiaba no sólo porque convertía a su madre, a Ángel y a él mismo en blanco de miradas compasivas, sino porque le recordaban que apenas atesoraba recuerdos de su padre. Se llamaba como su hermano, Ángel, y había muerto demasiado joven como para que los tuviera, su hermano pequeño ni siquiera le había llegado a conocer.
Después de la misa en la ermita, su madre y otras mujeres lo disponían todo para la comida mientras los chavales y sus padres jugaban al fútbol. Él y su hermano prefirieron explorar los alrededores con Manuel, el hijo de los vecinos que era también compañero de clase de José Ramón. Cuida de tu hermano. No os alejéis demasiado. No olvides tu inhalador, cielo. En un santiamén comemos. Manuel era un buen chico, algo tímido y reservado por culpa del asma y la sobreprotección paterna que le prohibía practicar deporte alguno. Cuando pasaron junto al campo de fútbol el niño dirigió una triste mirada de envidia hacia los chavales que correteaban con sus padres. Envidia parecida a las que reflejaban los ojos de Ángel y José Ramón aunque por motivos distintos.
Se internaron los tres por el pinar que rodeaba la ermita y sus aledaños. El terreno ascendía levemente al principio, salpicado aquí y allá por matojos y algún árbol que fueron aumentando en espesor y número a medida que la vertiente se volvía más pronunciada. Apenas pasaron algunos minutos antes de que Manuel empezara a respirar con dificultad, pronto se detuvo para coger aliento y acudir ansioso a su inhalador. Los dos hermanos le miraron con esa mezcla de curiosidad y repulsa que les inspiraba el ritual. Inesperadamente, Ángel hizo algo que le sorprendió. Con un movimiento preciso y veloz arrebató la medicina a Manuel, quien durante algunos segundos miró aturdido sus manos vacías. ¿Qué haces? Dame eso Ángel, lo necesito. No lo necesitas. Dáselo Ángel. No lo necesita. Dáselo, no hagas que me enfade. Sabes tan bien como yo lo que dice mamá. Ángel cállate. Dame eso, me estoy ahogando. No lo necesitas. Tus padres te hacen creer que es así porque te protegen demasiado. La respiración del niño se volvía más ruidosa a medida que crecía su nerviosismo. Dáselo Ángel, le ordenaba inútilmente José Ramón mientras intentaba arrebatarle el inhalador. En unos segundos Manuel cayó de rodillas llevándose las manos al cuello. Su respiración ya era poco más que un pitido intermitente. Sus ojos desorbitados les miraban suplicantes. ¡Ángel! ¡Ángel dáselo! ¡No! ¡Ángel! Las palabras de José Ramón sonaron cada vez más extrañas hasta devenir un rugido incomprensible, un rugido que encontró replica en el de su hermano. Los ojos desquiciados del niño asmático no podían creer lo que veían. Las uñas de los hermanos eran ahora garras que hacían trizas sus ropas, y su rostro se había deformado, formando un pequeño hocico que dejaba lugar a los pronunciados colmillos que entre espumarajos lanzaban dentelladas al aire.
Aterrado, empujado por el pánico más desesperado, Manuel consiguió levantarse del suelo y al compás de su respiración entrecortada intentó huir del lugar, tambaleante, y buscando el apoyo de los árboles. Por encima de sus propios rugidos y del fragor de la pelea, José Ramón pudo entender perfectamente las palabras de su hermano formándose en su mente. ¡Manuel se va! ¡Lo contará todo! Habían cometido un error, un estúpido error, se habían expuesto de la forma más tonta y sólo entonces, cuando fueron conscientes de ello y la realidad se impuso a la rabia, sobrevino la histeria, el terror a que todo el mundo descubriera su secreto y a las consecuencias que aquello podía suponer. Un adulto hubiera entendido que nadie creería a Manuel por mucho que él se desgañitara e insistiera en explicar lo que había visto; pero ellos eran dos cachorros, dos cachorros temerosos de acabar colgando de un gancho, despellejados o algo peor. En apenas unos segundos la pelea había terminado y el conato de caza había dado comienzo. El trotecillo tambaleante de Manuel no tenía ninguna posibilidad ante la endiablada velocidad de sus perseguidores.
Ángel fue el primero en alcanzarlo. Hundió los colmillos en la pantorrilla derecha de su presa para detenerle y derribarle. La figura enclenque del niño asmático cayó gritando de dolor, intentando inútilmente alcanzar el lugar donde los colmillos laceraban la carne. Cuando su segundo perseguidor se abalanzó sobre él se cubrió el rostro anegado en lágrimas, los gemidos se intercalaban con gritos desesperados reclamando a su madre. Por un momento logró asir una piedra y por bien poco no alcanzó a estrellarla contra la cabeza de José Ramón. Por muy poco. Tal vez el abatir a una de las bestias le hubiera brindado una posibilidad de salvación, pero había errado el tiro. Ahora poca cosa más le quedaba por hacer a parte de retorcerse bajo cada dentellada y aullar de dolor. Mordisco a mordisco, Manuel no tardó en quedarse sin fuerzas. Pronto apenas se movía y la sangre de sus heridas empapaba lo que quedaba de los pantalones cortos y la camiseta a rallas; los gritos desgarradores eran ahora un lastimero quejido apenas audible y su mirada vidriosa les miraba sin verles. Ángel y él, se la devolvían agotados, excitados y al mismo tiempo aterrados, aterrados por lo que acababan de hacer. Fue José Ramón quien, apiadándose de su amigo y compañero de clase, le desgarró la tráquea poniendo fin al terrible sufrimiento.
Lo que vino después fue todavía peor. La hora de dar explicaciones. Estaban exhaustos y nerviosos pero tuvieron que repetir una y otra vez lo que había sucedido entre gritos de horror y lloros desconsolados de padres y niños. Nunca olvidaría el pánico que dominaba los ojos de su hermano mientras él encadenaba una mentira tras otra; a sus pies, la madre de Manuel se abrazaba desconsolada a los restos sanguinolentos de su hijo. Una jauría de perros salvajes ha aparecido de la nada. Nosotros hemos logrado trepar a un árbol por bien poco, pero Manuel no ha tenido tanta suerte. No, no sé dónde han ido, se han esfumado. Un hombre preguntó a su madre si estaban vacunados contra la rabia, el mismo que llevaba a Ángel en brazos y lo metía en su coche. Hay que llevarles a un hospital, algunos de estos mordiscos precisan de sutura. Antes de entrar en el vehículo los ojos de José Ramón se encontraron con los de su madre. Supo al instante que ella era la única que intuía lo que había sucedido realmente, aunque nunca jamás hizo ningún comentario al respecto.
Ángel hubiera sido cien veces mejor cazador que él. Tenía, el instinto, la rapidez y era mucho más valiente y agresivo. Sin embargo, desde aquel incidente, su hermano nunca volvió a ser el mismo. Una tenue melancolía invadió su ruidosa personalidad, instalándose en su ánimo y convirtiéndole en un niño nuevo: callado, esquivo, tímido. Al principio, ni profesores, ni amigos ni su propia madre o él mismo, supieron demasiado bien qué estaba sucediendo. Todo el mundo pensó que era una secuela transitoria del ataque de los perros y que con el pasar de los días recuperaría su espíritu ruidoso y jovial. Pero eso nunca llegó a suceder. Lo que realmente pasó fue que la gente se acostumbró a ese nuevo Ángel, hasta que olvidaron al original, al que reía y brincaba como el que más en lugar de arrastrarse huidizo por los corredores de la escuela y los rincones del patio. Aquel Ángel al que ya sólo recordaban su madre y José Ramón nunca regresó, cayó muerto junto a Manuel en el suelo del pinar.
Las lágrimas le enturbian la mirada y convierten las letras del correo electrónico en manchas borrosas que no significan nada. Por un segundo casi cede al impulso de limpiar ese vaho molesto que cubre el monitor. Vaho causado por el frío insoportable que reina dentro de aquel iglú gigante de paredes de blanca humedad brillante, frío que arranca volutas de humo de sus labios temblorosos y de los de sus compañeros, todos cubiertos con pieles de animales; alguien ha tenido la idea de hacer un agujero circular en el suelo para pescar. Fuera, en un helado paisaje de edificios y farolas, aulla la gélida ventisca que hace danzar la nieve al son de erráticos remolinos. Su espesura es tal que a duras penas puede verse la fachada del banco de enfrente. Se suena la nariz, se enjuga las lágrimas. Poco a poco regresa a la realidad. Comprueba que nadie se ha dado cuenta de que estaba llorando antes de devolver la mirada al último correo electrónico que Ángel le mandaría jamás.
Te quiero, Ana.
Sí, ya sé que esto suele escribirse al final, pero después de seis años, ¿qué quieres? Me moría de ganas de volver a decírtelo.
Nunca recibiré respuesta a este correo por lo que intentaré eludir la tentación de preguntarte cosas del tipo ¿qué tal estás? o ¿cómo está nuestro hijo? ¿Lo ves? Ya estaba a punto de preguntarte cómo se llama y si es niño o niña, como si pudieras contestarme. ¿Qué le vamos a hacer? Soy curioso por naturaleza.
Supongo que haber recibido este correo electrónico, Dios quiera que conserves esta dirección después de todos estos años, habrá supuesto un susto considerable. Ante todo permíteme disculparme. Me daré por satisfecho si no has cedido al impulso de borrarlo al instante pensando que se trataba una broma de mal gusto o algo por el estilo, y hoy, 17 de agosto del 2007, realmente estés leyendo estas líneas que yo te escribo desde seis años y un día atrás.
¿Por qué seis y un día? Ya sabes lo poco que me gustan los números exactos. Ni quedar con gente a horas en punto, cuartos o medias horas, ni poner el despertador siguiendo ese impulso. Supongo que cinco años son más que suficientes para amortiguar cualquier dolor por profundo que sea e incluso para hacerlo desaparecer. Así que uno más de propina.
Tengo muchas cosas que contarte, cosas que merecer saber, cosas que no te pude decir en su momento porque ni las hubieras entendido ni tal vez soportado. Estoy convencido de que el paso del tiempo habrá permitido que ambas sean posibles ahora. Del mismo modo que el paso del tiempo habrá hecho que nuestro hijo empiece a hacerse preguntas y a hacértelas también a ti. Supongo que tiene derecho a saber quién fue su padre y qué fue de él. A lo mejor este correo te ayudará a responderle algunas de ellas. Otras todavía deberá esperar a conocerlas. En un archivo adjunto tienes un documento con toda la información que he podido recopilar a lo largo de todo este tiempo, datos prácticos que pueden serle de gran utilidad. Te agradecería que lo imprimieras o conservaras de alguna forma para que el día de mañana él mismo pueda leerlo. Te aseguro que le resultará muy útil. No sabes lo que hubiéramos dado tanto mi hermano como yo, por tener algún tipo de guía o explicación de nuestro padre que nos ayudara a comprender, en lugar de tener que descubrir por nuestra cuenta de forma patosa y a base de terribles errores quiénes éramos realmente. Si hubiéramos sabido cómo manejar esta situación ahora todo sería distinto, para empezar, tal vez ninguno de los dos hubiera perdido la vida.
Detiene la lectura. El llanto arrecia y sus gimoteos no tardarán en atraer la atención de alguno de sus compañeros. Las lágrimas enturbian de nuevo sus ojos oscuros y le dificultan la lectura de unas palabras cuyo significado cada vez entiende menos. ¿Descubrir por ellos mismos y a base de errores quiénes eran realmente y que ambos seguirían con vida? Coge el bolso y huye hacia el servicio. Cierra la puerta, echa el pestillo, recuesta la espalda contra la pared y llora hasta hartarse. Luego se acerca hasta el espejo para recomponer los destrozos. Por fortuna apenas usa maquillaje y sus ojos irritados son los únicos vestigios de la tormenta. Permanece apoyada con una mano a cada lado de la loza negra del lavabo, mirando su reflejo en el espejo sin verse. Esto está resultando mucho más doloroso de lo que había imaginado. Ángel se había equivocado estrepitosamente en su cálculo del tiempo que iba a necesitar para superar el dolor. Pero no es nada extraño. Resulta evidente que el presente que le imaginaba seis años atrás no tiene nada que ver con el que está viviendo.
Recuerda el corredor de urgencias de hospital atestado de camillas con heridos gimoteando y de médicos y enfermeras correteando de un lado a otro. Recuerda el rostro magullado de José Ramón y siente la tensión de sus suegros y de sus propios padres detrás de ella. Yo he conseguido saltar a tiempo, pero él ha quedado atrapado en el vehículo. Ángel ha muerto, Ana. Su cabeza decidió hacer zapping; ante semejante realidad eran preferibles los anuncios de la inconsciencia. De regreso yacía en una cama del hospital, tenía una sonda en el brazo izquierdo que le suministraba con parsimonia algún tipo de sedante. Los rostros que acogieron su despertar con sonrisas de conmiseración le hicieron temer lo peor. Tenía el cuerpo hecho puré, como si una manada de elefantes se hubiera dedicado a bailarle encima un sirtaki. Nunca hubiera imaginado que un desmayo podía dejarla en aquel estado, y en realidad no lo había hecho. Lo siento mucho, Ana, pero ha perdido el bebé. Entre lágrimas logró preguntar si había sido al desmayarse o por el disgusto de la muerte de su pareja, pero el médico le respondió que no, había sido un aborto natural debido a malformaciones cromosómicas que hubiera sucedido en cualquier otro tipo de circunstancias. Mentalmente se dijo que, por desgracia, el suyo había sucedido en las peores posibles.
No había ningún hijo del que saber ni el nombre ni el sexo. Su hijo murió antes de nacer, aunque evidentemente, Ángel no podía saberlo cuando escribió aquel correo. Lo que sí parecía tener muy claro era que iba a morir, de hecho el correo entero era una carta de despedida, con lo que la causa de su muerte en ningún caso pudo ser un accidente fortuito, y lo que resultaba todavía más inquietante, también daba por hecho que lo haría su hermano, el hombre con el que ella estaba casada en la actualidad y que, según su propio testimonio, había logrado escapar del mismo destino que Ángel por bien poco. Recuperada y ansiosa por encontrar alguna respuesta a sus inquietudes en el resto del correo electrónico sale del baño y regresa a su mesa.
No tienes porqué asustarte. Tu hijo no es ningún monstruo. De hecho es prácticamente humano. Nuestros rasgos empezaron a desaparecer en el mismo instante en que nuestra sangre se mezcló por primera vez con la vuestra y puedes creerme cuando te digo que eso empezó a suceder muchos siglos atrás, cuando el mundo era joven y nuestro propio ciclo evolutivo nada tenía que envidiar al vuestro. Mucho tiempo antes de que vuestras fábricas empezaran a echar humo y os explotarais unos a los otros en nombre del capital. La carencia de hembras propició el mestizaje y para cuando fuimos conscientes de que en la mezcla siempre era nuestra herencia la que salía perdiendo, ya era demasiado tarde para poder permitirnos el lujo de elegir. No, no me estoy inventando nada de esto. Son sólo retazos de lo que recuerdo haber leído en El Libro de Wut. Acceder a sus revelaciones fue el verdadero motivo de mi viaje a Inglaterra, pues en la biblioteca del monasterio de aquel pueblo costero se encuentra una de las pocas copias que se conservan del libro sagrado; sus páginas contienen los únicos renglones escritos por los de mi especie que han pervivido a través de los siglos y aunque vuestros eruditos las consideren desvaríos de un pobre demente tienen un valor incalculable para los nuestros.
Somos hijos de Sigmund y Signi, de la estirpe de los Volsunghi, y de cuya relación incestuosa nació al principio de los tiempos Sinftjotli. Cuentan que al morir Signi padre e hijo fueron repudiados y en su huida encontraron, en lo más profundo del bosque, un refugio habitado por dos nobles sobre los que pendía una terrible maldición. Ignorantes del peligro aceptaron las pieles de lobo y los anillos de oro sin cuestionarse la motivación de tan generosa dádiva. Desde aquel momento sobre ellos recayó la maldición de la bestia. Mataron a quienes les habían condenado en su anhelo por liberarse y a cuantos les persiguieron desde aquel preciso instante. Pero conscientes de que tarde o temprano perecerían a menos que lograran camuflar el hambre que los poseía, padre e hijo aprendieron a disimular su nueva condición y se desposaron con hembras humanas, para que de este modo, generación tras generación, los vástagos del estigma sobrevivieran camuflados entre la especie inferior pero dominante. Sin embargo la mezcla con la especie humana se reveló desde buen comienzo de una gran complicación pues en un gran número de casos la simiente de la estirpe no lograba fecundar a la hembra humana. De hecho resulta casi milagroso que mis padres tuvieran dos hijos. Ello indica que, con toda probabilidad, una parte de la herencia genética de mi madre proviene de los hijos de Signi.
Me dirás que para contarte está leyenda absurda no hacía falta que regresara de entre las nieblas del pasado, y aunque tendrías razón también convendrás conmigo en que el origen de los míos es un génesis tan poco plausible como el que proclama que el macho nació del barro y la hembra de una de sus costillas. Supongo que nuestro hijo tiene derecho a conocer ambas historias, después de todo, ambos mundos conforman su propia naturaleza.
Créeme cuando te digo que mi decisión de partir es lo mejor que os puede suceder. Cada vez me resulta más difícil reprimir mis instintos, José Ramón los libera cada domingo que sale a cazar y no necesariamente contra animales. Si en mi periplo al más allá logro arrastrar al otro depredador que pulula a vuestro alrededor podré irme con el convencimiento de que os he librado de vuestras peores amenazas, y de que os espera una vida mucho mejor de la que sufriríais si siguiéramos formando parte de ella.
Ayuda a nuestro hijo a aprender a convivir con su propia naturaleza y a hacerlo de acuerdo con las reglas del mundo que le ha tocado vivir. Nunca debe dejar que la rabie le domine. Yo fracasé, cierto, pero a punto estuve de lograrlo y estoy seguro de que tu herencia genética marcará la diferencia. Si controla a la bestia, la adiestra, si logra que forme parte de él en lugar de repudiarla como un invitado indeseado, será capaz de hacer cosas que ningún humano podría ni tan siquiera soñar. Sin embargo, enséñale a ser cuidadoso, a no exhibirse, nuestra existencia es desconocida para la mayoría, pero debe saber que algunos humanos nos persiguen e intentan eliminar como si fuéramos una plaga. A lo largo de los últimos años han aparecido algunas ligas de cazadores que se autodenominan Purificadores de la Noche y que se dedican a exterminarnos. No debe dejarse engañar por tan ridículo y pomposo nombre ni porque sean objeto de burla por la mayoría de sus congéneres. Son poco numerosos, pero muy peligrosos y están realizando su labor de forma tan concienzuda y constante que está acelerando hasta lo indecible nuestra extinción natural.
Ana, espero que seas feliz y que hayas encontrado a alguien que merezca estar a tu lado. Piensa en mí de vez en cuando, mi niña, porque como decía aquella canción que tanto te gustaba, soy una especie en extinción.
Después de todo el último mensaje del único hombre al que había amado plantea más dudas que respuestas ofrece, y las pocas revelaciones que desvela no le sorprenden tanto como cabría esperar. De alguna forma, en su fuero interno, siempre había sabido que Ángel y José Ramón eran distintos al resto. No sabría concretarlo en comportamientos ni en situaciones, pero de alguna manera inconsciente aquello era algo que ya había percibido. Fue en buena parte por ello que terminó casándose con José Ramón, porque de alguna manera le hacía sentirse más cerca de Ángel. Ella siempre lo había atribuido al hecho de que fueran hermanos, aunque ahora sabía que se trataba de algo mucho más profundo y complicado. Lo que más le enfermaba de todo aquello era que Ángel se hubiera suicidado. Se le revolvían las tripas cuando pensaba en los meses de angustia tras su muerte y la del bebé; en cuántas veces se había preguntado por qué había tenido tanta mala suerte, por qué había tenido que sucederle a él, por qué, incluso, no podía haber muerto su hermano mayor en su lugar. Y ahora que conoce las respuestas a todas aquellas preguntas que tanto la habían torturado en el pasado se descubre deseando no haber sabido nunca la respuesta. Él aseguraba que lo había hecho por su bien, y ella le cree, pero desde su punto de vista, lo que había hecho Ángel era abandonarla a su propia suerte.
Su matrimonio con José Ramón nunca había tenido el menor sentido. Las cosas que se hacen sin un buen motivo no suelen tenerlo. ¿Qué le llevó a aceptar su propuesta? ¿Su paciencia y ayuda durante los meses horribles que siguieron al accidente? ¿Los gestos casuales, la expresión en su rostro cuando creía que nadie le miraba y que tanto le recordaba a Ángel? Le cuesta recordarlo. Sin embargo cuando la aceptó lo hizo plenamente convencida. De alguna forma casarse con José Ramón le pareció lo más adecuado, la forma de que todo volviera a encajar y de que su vida volviera a cobrar algún tipo de sentido. Lo que siempre se le había escapado eran los motivos de él. A juzgar por la frialdad de su trato siempre correcto y afable, pero distante, no se trataba del hermano que había amado en secreto a su cuñada hasta que el destino le daba la oportunidad de convertir sus deseos en realidad. No, de alguna forma debía de tratarse de algo mucho más racional, de un motivo más pragmático. Tal vez, Ángel, sin quererlo le había dado la respuesta en su mensaje desde el pasado. Quizá todo se reducía a la perpetuación de su especie. Si les resultaba tan difícil procrear, el simple hecho de que ella ya hubiera quedado embarazada una vez de uno de los suyos, aunque finalmente lo hubiera perdido, la ponía en una posición preferente respecto al resto de candidatas potenciales. Pero aunque habían hablado más de una vez de tener hijos José Ramón nunca se había mostrado especialmente interesado ni insistente en el tema. No, decididamente aquel no podía ser el motivo que le había empujado a casarse con ella. De repente, lo entiende todo perfectamente. ¿Cómo había podido ser tan estúpida? De hecho los motivos de él no distaban tanto de los suyos. José Ramón, la amaba, a su manera, porque le hacía sentir más cerca de su hermano. En el momento menos pensado una puede descubrir que su vida se parece bien poco a lo que creía.
Se enjuga las lágrimas por enésima vez. En su ánimo la tristeza ha dejado paso a la determinación. Recoge sus cosas, abre una incidencia con Recursos Humanos argumentando una falsa indisposición y tras informar a algunos compañeros sale del centro. Aquella tarde tiene mucho que hacer.
José Ramón marca el código para activar la alarma y cierra la puerta principal de la biblioteca atrapando el pitido en su interior. Se da la vuelta y encara la plazoleta rodeada de bancos y palmeras apenas iluminada por algunas farolas a la que eufemísticamente se refieren como campus. Más allá del muro que la cerca se escucha el ruido de los vehículos que circulan alrededor de la Plaza Imperial, con su lago y sus patos, bajo la atenta mirada del reloj que preside la fachada del edificio más alto del perímetro que pertenece, como no, a una importante entidad bancaria.
Aspira profundamente y cierra los ojos. Espera. Espera. Espera un minuto entero. Luego los vuelve a abrir. Nada. Hubo un tiempo en el que las voces le llegaron a agobiar. Ahora en cambio daría cualquier cosa por poder escuchar de nuevo la llamada de un congénere. Como cuando era niño y paseando por cualquier calle las voces acudían en tropel. A veces eran frases sin sentido, otras eran demasiado débiles como para que resultaran inteligibles. En algunas ocasiones, las menos, incluso había llegado a ver a su propietario. Normalmente eran meros saludos, reflejo de la alegría de constatar la presencia de otro descendiente de la estirpe de los Volsunghi. Pero en algunas ocasiones había mantenido auténticos diálogos mentales con su interlocutor, su corta edad le brindaba las simpatías de los adultos y le hacía objeto de toda clase de consejos. Gracias a estos había aprendido la mayoría de cosas que sabía sobre él y los suyos; también de este modo, con el paso del tiempo, había ido recabando información valiosa, como por ejemplo, a qué médicos podía recurrir sin temor alguno a ser descubierto y cuando estos fueron desapareciendo, qué pruebas debía evitar a toda costa y cómo falsear resultados. También aprendió cuáles eran los mejores lugares de caza y sobretodo los más seguros, o qué locales nocturnos de la ciudad solían frecuentar los de su especie. Pero lentamente, con el paso de los años, las voces fueron enmudeciendo. Cada vez resultaba más difícil detectar otra presencia o ser detectado e iniciar un diálogo mental. Y si al principio fueron días los que pasaban entre encuentro y encuentro, no pasó mucho tiempo antes de que fueran semanas enteras de silencio, y que estas pasaran a ser meses.
Mientras olfatea el aire nocturno y escucha la suave brisa mecer las hojas de las palmeras, mezclándose con las voces y el ruido de tráfico, intenta recordar, inútilmente, cuánto ha pasado desde la última vez. Años. Mucho antes de la muerte de Ángel, mucho antes de casarse con Ana. Ocho, quizá nueve. Le parecen una eternidad. Se siente tan solo. Le echa tanto de menos… En instantes como este se arrepiente de no haberse quedado en aquel vehículo y haberse despeñado junto a su hermano.
Moriría sin ver cumplido uno de sus más grandes anhelos: cazar junto a Ángel. Nada se podía comparar a aquella experiencia. A correr hasta caer exhausto sintiendo la hierba en el costado y la tierra bajo los pies, sin miedo a esconderse de nadie, sin miedo a mostrar su verdadero ser. Cuánto le hubiera gustado poder compartir con él aquella sensación de libertad, de poder, de plenitud. Aquel chute de adrenalina. Si tan solo por una vez, por una sola vez, Ángel se hubiera avenido a acompañarle, él estaba seguro de que jamás de los jamases se hubiera suicidado. Ya tuve bastante cacería con Manuel, solía responderle. Y él nunca fue capaz de convencerle de que aquello no tenía nada que ver con la carnicería sin sentido que perpetraron de críos. Te he dicho mil veces que no. A ver si te entra de una vez en la mollera.
A menudo soñaba que corrían juntos por los montes persiguiendo y dando caza a conejos y jabalíes. En sus sueños siempre aparecía, tarde o temprano, un cazador o grupo de ellos que cometía el error de dispararles. Entonces empezaba la cacería real. Ambos se abalanzaban a una velocidad endiablada en pos de los atacantes, fintando y esquivando sus disparos con una facilidad insultante. Se recreaban en el hedor del miedo y la expresión de pánico que abordaba los rostros de sus objetivos cuando estos eran conscientes de que su arma, su estúpida escopeta, esta vez no les iba a servir de nada. Por unos segundos tal vez experimentaran lo que sentían cada una de las piezas que se habían cobrado hasta aquel preciso instante. Aquél en el que ellos eran el trofeo. Aquél en el que eran ellos quienes iban a morir. Menuda especie más patética, se dice camino del aparcamiento, tan indefensos, tan poca cosa cuando no tenían más defensa que su propio cuerpo.
Cuando abre la puerta del apartamento y entra en él sabe que algo no anda bien. Todo está a oscuras, no llega luz desde el comedor ni desde el despacho como sucede de costumbre. Que Ana no esté en casa no es tan extraño después de todo. Lo perturbador es que no está solo. Aunque todo parece en calma y desierto, hay varias personas en su casa, personas cuyo olor le resulta desconocido. Le están esperando y ahora sus captores ya saben que los habrá olido. No tiene ni tiempo de dar a sus músculos la orden de abrir la puerta y huir a toda velocidad de aquella ratonera, su mano derecha ni siquiera ha iniciado el corto trecho que la separa del pomo de la puerta cuando puede sentir un pinchazo en el cuello. Le quedan pocos segundos antes de que el somnífero cumpla con su cometido. Ruge y, mientras la transformación se produce por última vez en su organismo, se lanza en pos de las tres figuras con visores nocturnos del final del pasillo que ahora sí puede ver perfectamente. En el trayecto siente al menos tres pinchazos más por todo su cuerpo. En su afán por morir matando, sus garras no hienden más que negrura y viscosa oscuridad.
En la mediana de la autovía que cada día recorre camino del trabajo crecen girasoles. No hay día en que no se pregunte cómo diablos han ido a parar ahí. Pero hoy no conduce camino de la oficina sino hacia la revisión periódica con el ginecólogo. De momento todo marchaba bien y si las cosas no se torcían, su hijo, Ángel, nacería perfectamente sano en menos de cuatro meses.
Todavía se pregunta si ha actuado correctamente. Su falta absoluta de remordimientos le dice que así es, aunque esa misma falta de culpabilidad la llevara a preguntarse qué clase de monstruo entregaría a su marido. Probablemente uno que se defiende de otro. Después de todo que su propio hermano hubiera intentado quitarle de en medio era señal inequívoca de que le creía capaz de lo peor y no le tenía la menor confianza.
Por otro lado ese mismo monstruo era el padre de su hijo. Mentiría si no dijera que hasta el último momento la posibilidad de abortar le había rondado por la cabeza una y otra vez. Cuando supo la noticia quedó perpleja, lo último que quería era tenerlo. Sería el comentario más inocente de su madre el que la llevó a reconsiderar su decisión y finalmente a cambiarla. ¿Te das cuenta, cariño? Este bebé no será solamente el hijo de tu difunto marido, sino también el sobrino de Ángel. De repente la repulsión que sentía hacia el ser que estaba gestando se convirtió en cariño. Después de todo su hijo bien podía heredar la nobleza de su tío en lugar del instinto asesino de su padre. Todavía existía otro argumento que la había ayudado a seguir adelante con la decisión de tener el bebé: a juzgar por las palabras del correo electrónico de Ángel, aquel niño podría ser el último de su especie. En cierto modo continuar con aquel embarazo le ofrecía la oportunidad de evitar que cayera sobre su conciencia la responsabilidad de su completa extinción.
Se sonríe. Y el corazón le da un vuelco cuando ve a un hombre cruzando la autovía a pocos metros por delante de su coche. Parece un anciano que intenta alcanzar la mediana con algo entre las manos. Quizá un saquito de semillas. Da un volantazo para esquivarlo impactando con el morro del vehículo contra la valla metálica. El coche gira lateralmente en el aire superando la mediana y cayendo sobre el techo entre chispas y chirriar de metal en medio del carril opuesto. Ninguno de los dos vehículos que lo recorren a más de cien kilómetros por hora pueden evitarlo.
© 2009 Enric Herce Escarrà por el relato
© 2009 Juan Antonio Fernández Madrigal por las ilustraciones
Enric Herce Escarrà (Barcelona 1972) es licenciado en Filología Inglesa aunque en la actualidad trabaja como técnico especialista en la Biblioteca de Letras de la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. Ganador del Primer premio Miasma de relatos de terror en catalán, el Tierra de Leyendas IV de sedice.com y finalista del segundo premio Miasma de relatos de terror en catalán y del certamen de relatos cortos «Einstein y el Quijote» convocado por el Ciemat, ha publicado en versión digital la novela corta La Luna dormida con Ediciones Efímeras, así como diversos relatos y poesías en los fanzines Tierras de Acero MGZN, Miasma y Mascarada; en los e-zine Aurora Bitzine, Palabras diversas, NGC 366 y en la revista Historias Asombrosas.Ha participado en las antologías Tierra de Leyendas IV, Tierra de Leyendas V y De la caballería andante a la teoría de la relatividad. Un encuentro en el espacio y el tiempo. Uno de sus relatos ha sido seleccionado para la antología Visiones 2008. A principios del 2009 apareció su primera novela infantil, Friki. Más información en su página web: www.enricherce.com
Juan Antonio Fernández Madrigal. Aunque en las publicaciones le suelen presentar como «el escritor de Málaga» en realidad nació en Córdoba en 1970, y, efectivamente, reside en Málaga desde 1988. Trabaja como profesor en la Universidad de Málaga, intentando, como dice él mismo, “con mucho dolor y muchas horas enhebrar la investigación con la docencia, tarea que considera NP-completa (breve guiño para informáticos)”. En el ámbito del fantástico, he publicado abundantes relatos, su reciente producción recopilada en Magnífica víbora de las formas (AJEC) y las novelas Ciclo de Sueños (colección Espiral) y Umma (Parnaso). Se puede visitar su propia página, que usa como base de datos para acordarse de todo: http://jafma.net/ Hasta el momento, ha publicado, entre otros lugares, enEspiral, Artifex, 2001, Libro Andrómeda, Visiones, Fabricantes de Sueños, La Plaga, NiTeCuento, Qliphoth, CD de BEM, Vórtice y BEM on line. Su faceta de ilustrador es mucho menos conocida y en nuestro portal pueden ustedes disfrutar de algunas muestras de ella. Y coincidirán con nosotros en que no tiene nada que envidiar a la de escritor.