AL FILO DE LA NOTICIA: ¿HASTA DONDE ABARCA LA PROPIEDAD INTELECTUAL?

por Domingo  Santos

Últimamente los medios de comunicación españoles han estado llenos con la controversia suscitada por la noticia del último globo sonda lanzado por nuestro querido Gobierno: el Ministerio de Cultura acaba de anunciar que tiene intención de prohibir, bloquear el acceso, cerrar, clausurar, inhabilitar, poner fuera de juego, todos los sitios, páginas web, blogs y lugares semejantes desde donde se pueden descargar gratuitamente libros, películas, canciones, lo que sea, en resumidas cuentas los que permiten descargar, sin pagar nada por ello, todo lo que en principio está sujeto al pago de los correspondientes derechos de autor.

El escándalo ha sido mayúsculo. Los más puristas han señalado que una acción así sólo puede emprenderse a través de una orden judicial. El Gobierno ha contraatacado diciendo que el Ejecutivo puede cerrar cautelarmente cualquier página web a través de la cual se sospeche que se están realizando operaciones fuera de la ley mientras se procede a emprender las correspondientes acciones legales. Los más extremistas afirman categóricamente que los bienes culturales, todos, deberían de ser patrimonio de la humanidad y hallarse libre y gratuitamente al alcance de todo el mundo, y que la proliferación de esos sitios no es más que un avance y una cruzada. Los directamente perjudicados (sobre todo discográficas y productoras de cine) defienden su negocio con uñas y dientes y piden a la Administración protección y mano dura. Los más pragmáticos aducen que la mayoría de estas páginas web están montadas sobre la base del intercambio libre y gratuito de bienes entre particulares, lo cual significa que, limitadas como están al ámbito privado, se hallan completamente dentro de la ley, ya que nada impide que un grupo de amigos se intercambie privadamente películas y canciones, aunque ese intercambio se produzca a través de Internet, aunque este grupo de amigos ascienda a varios millones.

La polémica está servida, y se adivina compleja, lenta y de difícil solución. Desde los lejanos tiempos hoy casi prehistóricos del top manta las cosas han evolucionado enormemente, y ese pulpo con miles de millones de tentáculos que es Internet se ha revelado, entre muchas otras cosas, buenas y malas, como el paraíso de la piratería. Desde el momento en que uno puede colgar cualquier cosa en la Red y otros pueden acceder libremente a ella, la legalidad o ilegalidad del hecho pasa a ocupar un segundo plano ante su realidad: un ejemplo claro y estremecedor de ello lo tenemos en la lacra de la pornografía infantil difundida por Internet y la lucha constante e infatigable contra ella en todo el mundo, pese a lo cual y por desgracia sigue proliferando.

Plectorsony01ero esto es otro asunto: centrémonos aquí al tema que nos ocupa, que es el de los derechos de autor. ¿Qué son los derechos de autor, y a quién corresponden? La Ley de la Propiedad Intelectual de 1996 es taxativa al respecto: «La propiedad intelectual de una obra literaria, artística o científica corresponde al autor por el solo hecho de su creación», reza de forma contundente su artículo primero. Hasta la promulgación de esta ley, algunos apartados de esa «obra literaria, artística o científica» no eran considerados como «obra intelectual». y por lo tanto pasaban a ser propiedad no de quién las había creado, sino de quién las había encargado y comprado, como quien fabrica y vende un par de zapatos o un conjunto de lencería femenina. Así, por ejemplo, la traducción de un libro no era considerada como obra intelectual, y su propiedad pasaba de forma automática a ser única y exclusivamente del editor que la había encargado, el cual podía hacer lo que quisiera con ella, como venderla a otros editores, como si fuera suya. Eso cambió radicalmente con la promulgación de la ley, y al respecto me cabe el discutible honor de haber sido uno de los primeros traductores en España en romper esa norma, antes incluso de que la Ley apareciera publicada por fin en el BOE: cuando a Ediciones Acervo se le extinguió el contrato de la serie Dune de Frank Herbert y no lo renovó, Ultramar compró los derechos de la obra, y lógicamente me adquirió a mí la traducción. Ediciones Acervo consideró que esos derechos eran de su exclusiva propiedad y, pese a que lo que sería la Ley de la Propiedad Intelectual estaba ya en trámite de aprobación en el Parlamento, nos demandó a mí y al editor por «apropiación indebida» de un bien que consideraba suyo. Pese a que el propietario por aquel entonces de Acervo, José Antonio Llorens Borrás, era fiscal del Estado en excedencia, y pese a todas sus maniobras, los tribunales nos dieron finalmente la razón a Ultramar y a mí, y unos pocos meses más tarde el BOE ratificaba la justicia de la sentencia: a partir de entonces todos los traductores han visto reconocida la propiedad intelectual de sus traducciones, incluso las realizadas antes de la promulgación de la ley…, aunque no por supuesto de forma retroactiva.

La Ley de la Propiedad Intelectual, en su conjunto, es amplia, y abarca prácticamente todos los apartados de lo que se denomina «creación artística», desde las obras literarias hasta las pictóricas y escultóricas, pasando por las obras audiovisuales, los programas y juegos de ordenador y, por supuesto, el cine y la música. Pero su aplicación práctica no deja de tener sus dificultades, lagunas e interpretaciones, como ocurre con todos los textos legales, sobre todo cuando abarcan mucho dentro de un terreno tan amplio, y su protección y defensa es a veces incluso problemática.

Porque, cabe preguntarse antes de seguir, ¿hasta dónde abarca realmente la propiedad intelectual de una obra, y de qué modo lo hace? Parece algo fácil de determinar, pero en el fondo no es tan simple como eso. En los libros la cosa es en principio sencilla: cada libro que se vende genera un royalty para el autor; este lo cobra del editor, y punto. Pero ahí está precisamente, dicen algunos autores, una de las patas cojas de la ley: según ésta, el royalty se aplica a cada libro que se vende, no a cada libro que se lee. Así, Juan puede comprar mi libro: le gusta, y se lo deja a Pedro para que lo lea también. Éste a su vez se lo deja a Isabel, y ésta a Joaquín, y así sucesivamente. Al cabo de un tiempo, este libro mío puede haber sido leído quizá por diez personas. Pero yo habré cobrado royalties tan sólo de una, la que lo compró. ¿He sido estafado entonces por las otras nueve? Prestar un libro, ¿no se trata en el fondo de un acto de piratería intelectual?

Algo semejante ocurre en el mundo audiovisual. En un teatro o en un cine tampoco debería de haber en principio problema, menos que con los libros: los derechos de autor se cotizan según las entradas vendidas, y listo. Pero la aparición del vídeo ha hecho que la cosa se vuelva más confusa y menos equiparable al mundo del libro. En una fase intermedia, en los tiempos de los hoy ya casi extinguidos videoclubs, el videoclub compraba al propietario o distribuidor de la película equis número de vídeos o DVDs a un «precio de videoclub» establecido de antemano, y dentro de ese precio iba incluido un forfait que cubría los correspondientes derechos de autor, una cantidad fija, lo vieran al final dos o cien o mil personas, lo cual de por sí ya es una simplificación que en su tiempo levantó ampollas. Pero si yo compro el vídeo o el DVD para mi uso particular, solamente pago derechos por su compra a nivel particular, a cambio de lo cual puedo ver la película tantas veces como quiera y con tanta gente como quiera a mi alrededor…, siempre y cuando no lo haga en un lugar público, como puede ser un bar. Los propios vídeos y DVDs advierten taxativamente que sólo son para uso privado, pero esta advertencia es una mera fórmula porque, si reunimos a una veintena de personas en el comedor de nuestra casa para ver un filme cuyo DVD acabamos de adquirir, aunque sea de una forma privada, en el fondo estaremos defraudando igualmente diecinueve veces la propiedad intelectual y los derechos de autor del creador de la película, ya que todas ellas menos yo la estarán viendo gratuitamente. Vaya por Dios.

Y en la música, que es el auténtico y más aireado caballo de batalla de todos los litigios acerca de la propiedad intelectual, las cosas son mucho más complicadas. Dentro del apartado discográfico no hay demasiados problemas, pues la cosa funciona al estilo de los libros: tantos discos vendidos, tantos royalties pagados. Con los conciertos ocurre lo mismo: por cada actuación el cantante suele cobrar un forfaitestablecido bajo contrato con el promotor, acudan cien o cien mil personas, y es el promotor quien corre con los riesgos. Pero la música es ubicua, tiene otras muchas salidas. La radio, por ejemplo. O la televisión. Los clubs y las salas de fiestas. Las bodas y los banquetes. La música ambiental. Y últimamente Internet y la posibilidad de descargar canciones a su través. Vivimos rodeados de música. ¿Hay que pagar por toda ella?

Al parecer sí. Alrededor de la música, mucho más que de las otras actividades intelectuales, y teniendo en cuenta que en ella intervienen muchos autores: compositores, letristas, arreglistas, cantantes, orquestas, bandas…, se ha desarrollado todo un complejo sistema de seguimiento y rastreo digno de ser examinado más atentamente, Y aquí entra la Sociedad de Autores.

La Sociedad de Autores es una auténtica entelequia que está dominando cada vez más el panorama artístico de nuestro país, sobre todo el audiovisual…, sobre todo el musical. Fundada en 1941 como Sociedad General de Autores de España, y dedicada principalmente en sus inicios al ámbito teatral y musical, en 1995 se «refundó» comoSociedad General de Autores y Editores (sin cambiar sus siglas, SGAE) para dar cabida a estos últimos. La SGAE es una sociedad de índole privada, calificada como «de gestión colectiva», con casi cien mil socios y más de tres millones de obras registradas, y desde hace un tiempo es, cada vez más, el vértice de una agria polémica que engloba en parte su propia existencia.

Veamos por qué. En primer lugar, su propia naturaleza de sociedad privada, consocios. Para ser socio de la SGAE es preciso únicamente tener publicada, editada, representada o interpretada una obra. Es decir, para poder integrarme en la SGAE necesito tan sólo editar un libro (aunque sea en autoedición), filmar una película (aunque sea un corto casero), tener una obra de teatro representada (aunque sea por un compañía de aficionados en el seno de un círculo parroquial) o un disco grabado (aunque sea una maqueta). Con ello, y con pagar la correspondiente cuota de socio, puedo beneficiarme de todos sus servicios y ventajas. Pero, cabe preguntarse, ¿y si no soy socio? Ah, entonces, muchacho, quedas excluido. No queremos saber nada contigo. No eres de los nuestros.

Pese a lo cual la SGAE se ha arrogado la representación legal de todos los artistas de España, y todo (o casi todo) lo relativo a derechos de autor pasa por sus manos.

Aunque la última palabra de su nombre actual sea «Editores», la realidad es que hoy por hoy los editores suelen arreglárselas directamente con los autores, la SGAE centra sus actuaciones casi exclusivamente en el caballo de batalla del ámbito audiovisual, el cine y la música, los dos medios artísticos de mayor difusión hoy por hoy, y esa «especialización» queda reflejada entre otras cosas por el hecho de que su actual presidente sea José Luis Borau y el presidente del Consejo de Dirección (el que corta el bacalao) sea Teddy Bautista, dos hombres estrechamente vinculados respectivamente al mundo del cine y de la música.

La SGAE ha adquirido una gran y a menudo no deseada notoriedad en los últimos años a raíz de su postura cada vez más radical frente a las nuevas tecnologías de difusión de datos, principalmente tras la aparición y el gran desarrollo de Internet. Fue ya hace más de veinte años, sin embargo, cuando dio el primer paso en esta línea, efectuando su primera gran machada: conseguir que se aplicara lo que se llamó eufemísticamente el «canon compensatorio por copia privada», un gravamen sobre la venta de papel para fotocopias y de cintas de casete, CDs y DVDs vírgenes, bajo el argumento de que podían emplearse para reproducir obras literarias o audiovisuales sujetas a derechos de autor sin pagar esos derechos: es decir, penalizando por anticipado al comprador por algo que podía hacer (o no), o lo que es lo mismo dando por sentado un posible uso fraudulento del bien adquirido y obligando en consecuencia a pagar a todo el mundo, y por mano interpuesta, una indemnización para compensar un posible delito que aún no se había cometido y que muy probablemente en la inmensa mayoría de los casos no se cometería, en pocas palabras haciendo pagar por anticipado a un amplio número de inocentes por un hipotético delito que unos pocos podían (o no) cometer.

Visto el éxito de este primer arranque, la SGAE se lanzó: se fue envalentonando cada vez más, hasta el punto de fiscalizar actualmente, de una forma dictatorial e inquisitorial, todo lo que conlleve aparejados posibles derechos de autor, llegando a extremos que rozan el esperpento. El límite que establece hoy la SGAE entre lo que es legal y lo que no lo es, basado en la diferencia entre lo público y loprivado, tiene un filo muy cortante que rebanaría un cabello de un solo tajo. Tomemos una pieza musical, por ejemplo. Si la escucho en mi hi-fi en la intimidad del comedor de mi casa, aunque sea en compañía de un grupo de amigos, se trata de un uso privado, y por lo tanto la reproducción está exenta del pago de derechos. Pero, ah amigos, si alquilo un local para celebrar el cumpleaños de mi hija y organizo un sarao con música y baile, la cosa se convierte en pública, y en consecuencia debo de pagar. En esta a veces sibilina diferencia que no tiene en absoluto en cuenta, por ahora,  lo dicho antes acerca de propiedad y disfrute, se basa la SGAE para reclamar a diestro y siniestro el pago de derechos de autor. Un bar que ofrezca a sus clientes el partido del domingo debe de pagar por ello, aunque la cadena de pago que lo ofrece ya haya pagado por su parte su cuota. Las radios tienen que pagar por toda la música que emiten, pero también los locales que ofrecen música ambiental, como puedan ser unos grandes almacenes. Últimamente los medios de comunicación han aireado a los cuatro vientos numerosas actuaciones extremas de la SGAE, tan absurdas como abusivas, en las que reclamaban el pago de derechos de autor a compañías de teatro de aficionados que daban sus representaciones en colegios y locales sociales o en las fiestas patronímicas de pequeñas localidades, e incluso a conciertos benéficos en los que ninguno de los participantes cobraba un euro. Me pregunto si algún representante de la SGAE, en su afán recaudatorio, no habrá abordado alguna vez en los pasillos del metro a un músico callejero exigiéndole el pago del canon correspondiente por la música que está tocando.

Pese a todo lo dicho, sin embargo, en el fondo la SGAE también actúa fuera de la ley, también piratea. El asunto se entiende mucho más claramente si nos adentramos más a fondo en el mundo de la música, con mucho el más complejo por su enorme diversificación. Les juro que nunca he acabado de comprender la forma en que la SGAE, que es la receptora única y oficial de estos derechos, distribuye entre sus socios los royalties cobrados en su nombre. Cuando hay de por medio contratos (discográficos, del uso de una música para una película o un spot publicitario, etc.), la cosa no tiene mucho problema. Pero, ¿y la ingente cantidad de la música que se transmite por la radio, por ejemplo? No creo que ninguna emisora pase a la SGAE una lista pormenorizada de todos los temas y canciones emitidos por ella, ni que la SGAE los vaya clasificando por sus compositores, cantantes, arreglistas, versionadores y demás para saber cuánto le toca a cada uno. Mis indagaciones sobre cómo distribuye la SGAE esos difusos derechos musicales han obtenido de la entidad una respuesta sibilina: seguimos nuestros propios criterios, dicen, sin especificar más. ¿Quiere decir eso que lo hacen de una forma aleatoria? ¿Sobre una base de porcentajes? ¿No por el numero de veces que ha sonado mi canción en los medios de difusión, sino sobre un misterioso baremo de algún otro tipo? ¿Quizá por el número de canciones que he compuesto si soy compositor, o por lo amplio de mi repertorio o mi índice de popularidad si soy intérprete? ¿Por el número de discos que he grabado o vendido, por el número anual de actuaciones en directo? ¿Por las veces que salgo por televisión? ¿Por mi popularidad en los mass media, aunque sea en las revistas del corazón?

sgaeCualquiera que sea el método, es intrínsecamente injusto. En primer lugar, si soy cantante o compositor o letrista o arreglista pero no soy socio de la SGAE, como sea que todos esos derechos están centralizados en ella, aunque me corresponda mi parte del pastel no veré ni un euro de esos derechos, porque se reparten exclusivamente entre sus socios, y yo no lo soy, con lo cual en buena ley alguien se está lucrando de unos derechos que me corresponden a mí. Pero hay más. Según los criterios por los que se efectúe el reparto, existe un amplio margen a la picaresca. Si se efectúa por ejemplo según el número de discos editados, o de actuaciones en vivo o conciertos efectuadas, puedo simplemente crear una discográfica pequeñita, incluso con un sólo cliente, yo, y autograbarme una docena de CDs. O puedo organizar una serie de actuaciones caseras en fiestas de pueblo y demás saraos con los  que poder demostrar que canto en público, que soy profesional. Y, por supuesto, darme de alta oficialmente como músico, cantante, compositor o lo que sea. Conseguido esto, y establecido así un ranking dentro de los porcentajes de la Sociedad, lo demás vendrá por añadidura: a cobrar periódicamente mi parte de los royalties, y a vivir.

Por supuesto, imagino que la SGAE tiene en la actualidad otros temas más suculentos (más beneficiosos) de los que ocuparse que de menudencias como la mayor o menor justicia y equidad del reparto de beneficios entre sus socios. Si alguien protesta por algo, deben de pensar, bien, entonces ya veremos. De momento, supongo que el numeroso cuerpo de abogados de la Sociedad tiene otras cosas más importantes a las que hincarle el diente, como su defensa del honor ante los cada vez más numerosos ataques que le llegan por todas partes y el constante batallar contra la lacra de las páginas web que, acogiéndose al derecho al intercambio privado (lo cual no deja de ser otro eufemismo), piratean sin pudor películas y música por un valor, calculan los perjudicados, de muchos millones de euros.

Y mientras tanto, ¿qué dicen esos perjudicados? Hay todo tipo de opiniones. En el campo de la música, que junto con el del cine es el que suscita el noventa por ciento de las controversias, las discográficas echan el grito en el cielo, augurando la debacle y el fin de su negocio, cosa en absoluto inverosímil, aunque sea por otras razones, puesto que cada vez son más los intérpretes que se dan cuenta de que las nuevas tecnologías emergentes van a acabar en poco tiempo, como algo obsoleto,  con los antiguos métodos de edición y distribución (léase discos y CDs) e intentan abrir nuevos cauces, principalmente a través de la tan denostada Internet: si no puedes vencer al enemigo, únete a él. Así, muchos intérpretes permiten por ejemplo la descarga gratuita de alguno de sus temas como promoción para el resto de su disco, y nuevos medios más versátiles de reproducción multimedia están sustituyendo progresivamente al CD, del mismo modo que éste sustituyó al casete y el casete eliminó al vinilo, salvo para unos pocos nostálgicos empedernidos. Y se insinúan por ejemplo en el horizonte nuevos desarrollos como el spotify, a través del cual uno podrá acceder, por Internet por supuesto, al fondo de todas las discográficas del mundo mediante tan sólo el pago de una discreta (dicen) cuota mensual.

Y en el mundo del cine está ocurriendo algo parecido. Dando la puntilla a las salas comerciales, que cada vez pierden más y más espectadores, frente a otras alternativas más cómodas y cada vez más extendidas de cine doméstico, como el home cinema y las pantallas LCD y de plasma de cuarenta pulgadas, antecesoras de las ya muy próximas pantallas-pared tan queridas por la ciencia ficción, y que ofrecen una calidad de imagen casi equiparable a la de un cine sin tener que salir de casa, prefiguran un claro futuro. Las cintas de vídeo se vieron pronto sustituidas por los DVDs, y éstos están siendo desbancados por el blu-ray, y en un nuevo giro imparable de la comercialización, las descargas directas a través de Internet de filmes (pagando, por supuesto) están insinuándose ya en el horizonte: los grandes gigantes de la comunicación (Sony, Yahoo, YouTube, Google…) están planeando nuevas formas y estrategias de unir ordenador y televisión para llegar al público de una forma directa, sin intermediarios, o al menos sin excesivos intermediarios. Éste es en el fondo el objetivo principal: utilizar Internet como gran plataforma de acceso directo y abaratar así los costes para acceder a un mayor mercado, y por supuesto para incrementar sus márgenes de beneficios, que se demostró hace muchos años que Don Quijote estaba loco. No lo duden, no tardaremos en ver esta pequeña revolución a nuestro alrededor. La estamos viendo ya.

Pero no nos hagamos ilusiones con ello. Por revolucionaria que sea esa revolución, nada nos librará de pagar. Los días del maná artístico se nos están acabando. De una u otra forma, con la intervención de la SGAE, del Gobierno, de los jueces o de quien sea, los paraísos de las descargas gratuitas tienen los días contados. Del mismo modo que estos sitios web hallaron en su momento el subterfugio del «intercambio entre amigos» para colar sus pirateos, los poderes fácticos, que como tales son mucho más poderosos que nosotros, hallarán la forma de echarlos fuera del camino, o al menos de limitar su proliferación. No tardaremos tampoco en verlo.

Y puede que, como consecuencia de ello, o quizá como reacción a ello, se produzca el efecto contrario, el rebote del bumerán, algo que ya se está insinuando a nuestro alrededor: el que tengamos que pagar cada vez más, cada vez por más cosas, hasta llegar a tener que pagar por (casi) todo lo que nos rodea. La tendencia está ya ahí, y cada vez se acentúa más. La SGAE se presenta como el adalid de la protección de la propiedad intelectual, y aunque hasta ahora se limite a lo más fácil, asequible y popular como es el mundo audiovisual, las posibilidades de expansión son infinitas. Porque, cabe preguntarse, volviendo al título de este artículo, ¿hasta dónde llegan los derechos de autor? ¿Hasta dónde abarca la propiedad intelectual? Todo es cosa de planteamiento. Ya he hablado más arriba de la aparente injusticia que es para muchos escritores el que el autor cobre derechos de autor por libro vendido y no por libro leído. Esto puede que halle parcialmente remedio en el naciente fenómeno de la edición electrónica. Porque los libros están entrando en la Red de Redes. Por el momento son en general los propios autores quienes cuelgan sus obras en ella como un medio de autopromoción, en blogs propios o como invitados en blogs ajenos; otras son bibliotecas web más o menos anónimas las que reproducen obras de otros autores, la mayoría de las veces sin el consentimiento de éstos. (Yo mismo, dentro de mi modestia, he podido comprobar que tengo varios de mis libros colgados en la Red, algunos de ellos ni siquiera realmente míos, sino antologías de otros autores que recopilé en su tiempo). Esas bibliotecas virtuales están proliferando. Y los editores han visto en ello el futuro y se han apuntado al carro, de modo que los e-books se están abriendo camino como un nuevo desarrollo editorial lleno de futuro, y pronto serán, ya lo están siendo, una alternativa a la edición clásica, una auténtica realidad: no hay ningún editor importante que no tenga ya en marcha su departamento de edición electrónica. Se evitarán así los intermediarios (¡la lacra de los distribuidores!), se abaratarán tremendamente los costes, tanto de edición como de transporte y almacenaje, y el lector podrá descargarse cómodamente el libro que desee desde su casa a través de su ordenador, sin tener que salir a comprarlo, previo pago de su importe, por supuesto, que siempre será mucho menor que el de un libro editado en papel.

Dicho todo esto, y a remolque de mi pequeña disgresión sobre mi hipotético libro leído por diez personas y del que sólo he cobrado una vez derechos de autor, permítanme hacer un pequeño ejercicio de ciencia ficción. Es más que probable que, en nuestra carrera imparable hacia tener que pagar por todo, pronto debamos cambiar el chip, sustituir la idea de propiedad por la de disfrute. Auguro entre otras cosas, mal que me pese como nostálgico que soy, la progresiva desaparición del papel (con gran satisfacción de los ecologistas): las ediciones electrónicas de los periódicos son ya un primer paso, los e-books están siendo el segundo, y cabe suponer que la cosa no terminará aquí: es posible que los futuros e-books lleven implícito de alguna forma el que sólo puedan ser leídos por una sola persona: si quieres prestárselo a alguien, habrá que pagar de nuevo (cosa que ya ocurre por ejemplo con muchos programas de ordenador). Lo mismo puede decirse del cine en soporte que podríamos llamar doméstico: si en las salas de cine se pagan los derechos correspondientes por el número de espectadores que asisten a cada sesión, ¿por qué en nuestro hogar, cuando nos reunimos media docena de personas para ver un filme, solo paga derechos de autor una, la que ha comprado la película?

Vayamos a la pintura: los editores que editan libros de arte con reproducciones de cuadros o láminas que reproducen cuadros pagan sus correspondientes derechos de autor por las obras que incluyen en sus páginas o reproducen en sus láminas, pero cuando entramos en un museo y nos extasiamos ante un cuadro sólo hemos pagado la entrada a la pinacoteca. ¿Acaso reciben los pintores expuestos en ella algún porcentaje del importe de esa entrada por sus derechos de autor? Evidentemente, no.

Así que tengo una visión al respecto. Imagino un cepillito a los pies del Guernica de Picasso, por ejemplo, al que deberemos de echar una moneda cada vez que queramos contemplar el cuadro durante un tiempo determinado, que será más o menos largo en función del dinero que hayamos depositado. (En el fondo eso no es tan nuevo. Ignoro si todavía se practicará, pero recuerdo que hace ya unos años, en una visita a Toledo y a la Iglesia de Santo Tomé, me encontré con que el lienzo de El entierro del Conde de Orgaz estaba cubierto por una cortina, que solamente se descorría para permitir que fuera contemplado durante unos minutos por los visitantes, previo pago de una cantidad, por supuesto).

Y extrapolando un poco más, yendo un poco más lejos: ¿qué ocurre con las demás artes? Hasta ahora la propiedad intelectual se aplica solamente a las denominadas bellas artes: pintura, música, escultura, danza, poesía, literatura, y más recientemente cine, fotografía y, con alguna que otra rasgadura de vestidos, cómic, programas y juegos de ordenador y otras artes «menores» consideradas como no tan bellas. Pero nadie dudará que hay muchas otras actividades humanas que pueden considerarse como netamente artísticas. La arquitectura, por ejemplo. O el diseño. Un edificio de Le Corbusier o de Frank Lloyd Wright, o un puente de Santiago Calatrava, ¿no son en sí mismos una obra de arte? La silla Barcelona de Mies van der Rohe, ¿no es un clásico indiscutido del diseño? Frank Robinson, ¿no merece estar en el panteón del arte por su imperecedero diseño de la botella de Coca-ColaGiorgio Armani, ¿no es un auténtico artista de la moda? La propiedad intelectual de todos ellos, ¿no merece ser recompensada del mismo modo que lo es la de un escritor o un músico? Si Frank Robinson cobrara como royalty una cantidad, por simbólica que fuera, por cada botella de Coca-Cola vendida en el mundo, hoy sería el hombre más rico del planeta. Si Calatrava cobrara un peaje como derechos de autor a cada automóvil que cruzara uno de sus puentes, si Lloyd Wright hiciera lo mismo a cada persona que entrara en uno de sus edificios, o van der Rohe cada vez que alguien se sentara en una de sus sillas…

Teniendo en cuenta el celo y el entusiasmo recaudador que pone la SGAE en su cometido, brindo esta idea al amigo Teddy: ampliar el alcance de la Sociedad, refundarla una vez más, esta vez como Sociedad General de Artistas Ecuménicos (así tampoco tendría que variar las siglas), y meterse de lleno e incisivamente en todos los ámbitos del quehacer humano. Todos llevamos un artista dentro, y todos tenemos derecho a que se nos pague por ello. Piensen en alguna actividad creativa humana que en el fondo no sea de índole intelectual, y por lo tanto no sea susceptible a ser protegida de alguna forma por la Ley de la Propiedad Intelectual. De hecho, hasta ahora yo no he encontrado ninguna.

Así que la SGAE ya lo sabe. Si sigue adelante con su escalada actual, si amplia sus horizontes para abarcarlo progresivamente todo, puede llegar a alcanzar cimas realmente excelsas. Y sí, tengo otra visión. Imagino el día en el que, a la hora de evacuar mis intestinos, tenga que depositar antes una moneda o hacer un pase con mi tarjeta de crédito en la ranura ad hoc para pagar a la casa Roca (o a los ingenieros de la casa Roca) los correspondientes derechos de autor por el diseño de la taza del váter. No es algo tan inverosímil como parece.

Y si no, al tiempo.

© 2009 Domingo Santos

Nota de Domingo Santos: Para terminar, una obvia aclaración: no soy socio de la SGAE, nunca lo he sido, ni tengo intención de llegar a serlo jamás, entre muchas otras cosas porque opino que pertenecer a una Sociedad que defiende al mismo tiempo mis derechos de autor y los derechos del editor con el que puedo entrar en conflicto no me ofrece ninguna garantía de imparcialidad.

 


Domingo SantosDomingo Santos -Pedro Domingo Mutiñó- a pesar de ser un escritor de reconocido prestigio en el género (los premios Gabriel, por poner un ejemplo, toman su nombre de su novela homónima), es mucho más conocido por haber sido uno de los editores de la mitica revista Nueva Dimensión durante quince años. Es imposible exagerar la importancia que para la ciencia ficción española ha tenido este autor, que, además de escribir, ha dirigido multitud de colecciones (Superficción, Ultramar, Acervo, Jucar…) y de revistas (la última de ellas la excelente Asimov Ciencia Ficción, de Robel), a través de las cuales ha dejado su impronta de forma indeleble. ActualmenteDomingo Santos vive en Zaragoza, sigue dedicado a labores editoriales y escribe una columna en BEM on Line con el nombre de El rincón de Gabriel.

 

Acerca de Interface Grupo Editor

Editamos en papel 75 números de la revista BEM entre 1990 y 2000 y desde 2003 hasta 2012 mantuvimos el portal BEM on Line. Tras múltiples problemas de software, decidimos traspasar a este blog los principales textos publicados en esos años. Interface Grupo Editor está compuesto por Ricard de la Casa, Pedro Jorge Romero, José Luis González y Joan Manel Ortiz.
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