por Domingo Santos
Nunca me ha interesado en demasía leer las críticas literarias que se han hecho de mis obras. Pero siempre están esos amigos que te quieren bien y que se apresuran a comentarte: «Oye, ¿has visto la última crítica que te han hecho de…?», o simplemente te la envían por correo, como si hicieran una obra de caridad.
En estos casos, por pura cortesía, no me queda más remedio que escucharlas o leerlas, e incluso comentarlas, y muchas veces me río con ellas, y otras me río de ellas, y en más de una ocasión estoy de acuerdo con ellas o al menos con parte de ellas, aunque en muchas otras no.
A raíz de la publicación de El día del dragón a principios del 2008, este fenómeno de amistad fue más abundante que en otras ocasiones. Recibí, procedentes un poco de todos lados, como una buena veintena de ellas. Debo decir que, como siempre, había de todo, desde la tan empalagosamente laudatoria que parecía que la hubiera escrito yo mismo o le hubiera pagado al crítico por hacerla, hasta la ferozmente sangrienta que, al estilo de la célebre y escueta crítica de «En tal teatro se estrenó tal obra: ¿por qué?», pero con algunas palabras (no muchas) más, tras dedicarle una serie de lindezas a cual más hermosa la remataba con el consejo, para el posible lector incauto, de que empleara mejor su dinero gastándoselo en otra cosa. (No, por su nombre no conozco en absoluto a ese crítico, a menos que firmara con seudónimo, y no creo tampoco que tuviera nada personal contra mí). Entre esos dos extremos, todas las gamas y gradaciones de juicio, con profusa enumeración de vicios y virtudes (más vicios que virtudes, como corresponde a toda crítica que se precie), muchas opiniones personales, y algún que otro (para mí) garrafal error de juicio, interpretación o apreciación por parte del crítico. Pero, tras más de cuarenta años de profesión, uno ya está a vueltas de todo. Bueno, de casi todo.
Todo esto me ha hecho pensar, tras casi dos años desde la publicación del libro, en la posibilidad de llenar de nuevo El rincón de Gabriel que me dejan mantener los amigos de Bem On Line con un breve repaso a las glorias y las miserias de una profesión tan poco conocida como ampliamente vilipendiada, la de crítico literario en general, y dentro de la cual incluyo, por supuesto, al crítico de ciencia ficción. Me lo imagino de noche (siempre de noche, no sé por qué) en la soledad de su despacho, sentado ante su mesa de trabajo con su máquina de escribir (hoy en día su ordenador), pergeñando su crítica, quizá alborozado por poder escribir una crítica buena o doliéndose en el alma por tener que redactar una crítica mala, alegre o triste pero nunca indiferente, porque una crítica literaria es (o debería de ser) siempre algo que te cala muy dentro, algo visceral.

Ilustración de Moebius
Existe la conocida leyenda urbana de que la mayoría de los críticos literarios ejercen la crítica como una especie de venganza hacia los autores en general porque ellos han fracasado como escritores: es decir, critico literario = autor frustrado. No conozco personalmente a demasiados críticos literarios, pero en principio, y por los que conozco, no creo en ello: las leyendas urbanas no suelen ser más que eso, leyendas. Pero entonces, me pregunto: Si no es ése el motivo, ¿por qué alguien decide dedicarse a una profesión tan ingrata y solitaria como ésta, en la que muchas veces te granjeas la enemistad de los objetos de tus críticas? ¿Es una vocación? ¿Una especie de apostolado hacia un público que a menudo no discierne lo suficiente y necesita ser guiado? ¿La creencia en un destino superior para sus vidas?
Para intentar analizar esto, lo mejor es definir primero el concepto: ¿Qué es un crítico literario, para qué sirve? Para ello, nada mejor que recurrir al pozo de sapiencia del diccionario oficial de la Real Academia Española de la Lengua. El diccionario de la RAE, en su vigésima segunda edición (2001), y con su proverbial claridad expositiva, define crítico/ca, en su primera acepción, como «Perteneciente o relativo a la crítica». Tras remontarnos obedientemente a la entrada «crítica» para aclarar conceptos, nos encontramos con un escueto «Ver crítico», es decir, la habitual pescadilla lingüística que se muerde la cola, el bucle perfecto tan querido por los autores de ciencia ficción, y de las/los que está trufado nuestro querido diccionario. Afortunadamente, el encabezado «crítico/ca» presenta, además de la primera ya mencionada, otras 11 acepciones de la palabra, entre ellas la sexta: «Persona que ejerce la crítica», que ya empieza a aclarar algo; la octava: «Examen y juicio acerca de alguien o algo y, en particular, el que se expresa públicamente sobre un espectáculo, un libro, una obra artística, etc.»; la novena: «Conjunto de los juicios públicos sobre una obra, un concierto, un espectáculo, etc.»; y la décima: «Conjunto de las personas que, con una misma especialización, ejercen la crítica en los medios de difusión».
Todo esto define en su conjunto con bastante certeza al crítico, pero no define más que muy someramente y de una forma muy general qué es en sí ese «examen y juicio acerca de alguien o algo» que califica como crítica, por lo que es preciso ir a buscar en algún otro sitio. Afortunadamente, la Gran Enciclopedia Larousse, para mí una de las más completas y fiables en estos momentos en España, y como preámbulo a una valoración enciclopédica de la palabra que ocupa toda una página de letra pequeña a triple columna, define la crítica, que no al critico, como el «arte de juzgar el valor, las cualidades y los defectos de una obra artística, literaria, etc.» A partir de esta definición —impecable en su concisión, y de la que en la RAE no he encontrado el menor rastro—, cada cual es libre de hacer sus aportaciones personales al tema, y por supuesto muchos las han hecho, siguen haciéndolo y supongo que seguirán haciéndolo en el futuro. Porque la crítica literaria, en la que quiero centrarme aquí por encima de todas sus demás especializaciones de la crítica (pictórica, escultórica, musical, teatral…), tiene tantas definiciones como definidores, tantas como puede llegar a tener la propia ciencia ficción.
Por encima de las calificaciones académicas de la palabra «crítica» (ya se sabe cómo nos gusta compartimentar, y se habla y nos llenamos la boca con términos tales como crítica estilística, impresionista, acompasada, deconstructiva…), por encima de las modas y las etiquetas, creo que una de las mejores definiciones de la palabra «crítica», además de la que acabo de mencionar más arriba tomada de la Gran Enciclopedia Larousse, es la que dice que la crítica en general es «un ejercicio de análisis y valoración razonada de una obra artística, presente o aparecida en un medio de comunicación», una definición que lo engloba todo, aunque no cite en ningún momento a quién la ejerce, el crítico. Porque en el fondo la crítica no existe sin el crítico: él es el motor, el personaje importante, el origen de todo, el que en definitiva condicionará con su personalidad, con lo que le gusta y lo que no, con sus filias y sus fobias, con su mayor o menor justicia e imparcialidad, la crítica que escriba sobre una obra determinada, sea el último best-seller artificialmente fabricado por los editores o las mismísimas tablas de la ley.
«Un ejercicio de análisis y valoración razonada». Palabras importantes, pero muy difíciles de cumplir en la práctica. Por eso precisamente dos, tres, cinco, diez críticas de una misma obra no serán nunca iguales o coincidentes, no ensalzarán los mismos aspectos y denigrarán otros, no destacarán las mismas virtudes y apuntarán a los mismos defectos de la obra examinada.
Porque el crítico literario es humano. No puede prescindir, aunque lo intente, de sus inclinaciones y sus gustos particulares. Un crítico amante de la ciencia ficción clásica nunca podrá ser objetivo a la hora de enjuiciar cualquier obra de William Gibson o Bruce Sterling, como tampoco cualquier crítico amante del cyberpunk podrá hacer jamás una crítica razonada de una obra de Clarke o de Asimov. Los gustos personales tiran mucho, influyen cualquier juicio de valor, y un crítico capaz de prescindir de ellos a la hora de enjuiciar una obra (los hay, aunque sean pocos) merece todas las alabanzas y el reconocimiento general.
Dicho todo esto para centrar un poco el tema, vayamos al meollo del asunto. ¿Cuántos tipos de críticos hay?
Nuestro afán de definición y clasificación (nuestro afán de compartimentación) se extiende sobre todo lo que existe a nuestro alrededor, y así como tenemos pintura cubista e impresionista, música barroca y conceptual, literatura didáctica y étnica, la crítica tampoco escapa a esa compartimentación, y se nos habla de crítica semiológica, deconstructiva, estructuralista, narratológica… Agh. Sinceramente nunca me he sentido atraído por las etiquetas, aunque haya debido apechugar muchas veces con ellas cuando me las han encasquetado, de modo que no voy a cometer este error al hablar de la crítica y de los críticos: la cosa es mucho más sencilla. Prefiero enjuiciar a la crítica y a los críticos (no, esta palabra está mal empleada; no soy nadie para enjuiciar a nadie), prefiero analizarlos, calificarlos, evaluarlos, según otros parámetros más personales, más íntimos, más humanos.
Porque, al igual que no hay dos autores iguales, tampoco hay dos críticos iguales, y la forma en que enfocan sus críticas es un buen elemento de juicio para ver cuáles son sus puntos fuertes y sus puntos débiles, qué virtudes poseen y de qué pie cojean.

Fernando Savater
Para empezar, diré la primera gran perogrullada: no esperemos nunca que un crítico lo encuentre todo bien en la obra cuyo análisis hace. En primer lugar, porque ningún artista (escritor, escultor, músico, pintor) es perfecto, y muchos somos más imperfectos que la mayoría. Pero la razón de esto no estriba sólo en la imperfección intrínseca del producto, sino también en la propia necesidad del crítico de hallar algo negativo que justifique la necesidad de la crítica (no por nada la RAE define el verbo criticar como «censurar, notar, vituperar las acciones o conducta de alguien»): no todo puede ser perfecto. Como anécdota, y perdón por la inmodestia de ponerme a mí mismo como ejemplo, señalaré que, a la aparición de El día del dragón, nada menos que Fernando Savater me hizo el honor de dedicarme un par de líneas en una de sus reseñas (¡dedicada a Las arenas de Marte de Arthur C. Clarke!), en las que calificaba la novela como «una distopía catastrofista un poco demasiado sociológica para mi gusto» [cursiva mía]: un juicio en el fondo halagador y no demasiado sorprendente teniendo en cuenta las opiniones y los gustos sociopolíticos de Fernando Savater, y que le agradezco sobremanera, aunque refleje un gusto personal y no un juicio de valor.
Un crítico literario no puede sustraerse a la tentación de criticar algo que considere no de su gusto, aunque lo haga en una simple apostilla a un texto en general laudatorio, y es muy difícil que no encuentre algo donde hincarle el diente. Algunos críticos, sin embargo, parecen buscarlo deliberadamente, me atrevería a decir que con ahínco, casi con fruición, y muchas veces esos casos de exceso se detectan claramente por la desproporción entre la crítica expuesta y la realidad de lo criticado. Volviendo a las anécdotas sobre mi novela tan mentada (por algo fue el arranque de este artículo), señalaré que un crítico argumentó un claro paralelismo entre El día del dragón e Islas en la red de Bruce Sterling, supongo que basándose en el hecho de que yo traduje en su tiempo (¡hace más de veinte años!) el libro de Bruce. Intrigado por ese comentario, me tomé la molestia, por pura curiosidad, de volver a leer mi propia traducción para desempolvar recuerdos que el tiempo había hecho un tanto nebulosos, y me maravillé de la desbordante imaginación del crítico al señalar aún no sé cuáles paralelismos (no los detallaba). Por otra parte, el propio Miquel Barceló me señaló otro «cierto paralelismo» (cosa que reflejó incluso en el texto de presentación del libro) con Mercaderes del espacio dePohl y Kornbluth, sobre la base, me dijo, del «descenso a los infiernos» de ambos protagonistas. Aquí también me releí Mercaderes del espacio» (que había leído en mi tierna juventud en las páginas de la revista Más Allá), y de nuevo me maravillé de las extraña asociaciones de ideas que pueden llegar a producirse en las mentes de mucha gente.
Esas asociaciones personales de ideas son una constante en las críticas literarias, creo que incluso son un rasgo endémicamente deliberado. El crítico suele buscar con ahínco antecedentes, influencias, conexiones, paralelismos, algo con lo que llenar de sustancia la crítica, entre la obra objeto de su atención y otras obras anteriores. Y, por supuesto, siempre encuentra algo, aunque sea tomado por los pelos. Aún no admitiendo el conocido e irónico dicho de que después de Shakespeare ya está todo escrito, la verdad es que, con tanto libro que se publica actualmente en el mundo, es casi imposible no hallar algún punto de coincidencia, algún detalle, una referencia, algún paralelismo, por leve que sea, y del que el autor suele ser completamente ignorante, con alguna a veces oscura obra, publicada quien sabe cuándo y dónde en algún remoto lugar en cualquier parte del planeta, sobre todo dentro del prolífico ámbito del mundo anglosajón. (Sólo como nota curiosa: según esas estadísticas que tanto nos gusta elaborar sobre cualquier materia, sólo en Estados Unidos se editan casi 500 títulos distintos de libros al día, entre ediciones y reediciones, y en el Reino Unido, que va a la cabeza del ranking mundial, la friolera de más de 550. Más curioso aún: España, donde nos quejamos de que no se lee, ocupa el quinto lugar, con sólo algo menos de 250). Y esas asociaciones, influencias y paralelismos que se enorgullecen en airear a menudo los críticos no se circunscriben necesariamente sólo al ámbito literario. Recuerdo haber leído no hace mucho una crítica cuyo autor señalaba que la novela objeto de su atención «tenía claras reminiscencias de Buffet». Ignoro la asociación de ideas que llevó al crítico a comparar la obra literaria en cuestión a la obra pictórica del gran pintor de los cuerpos estilizadamente alargados, pero la idea me quedó profundamente grabada por lo curiosa.
La predilección hacia el empleo de palabras y frases eruditas es otra de las características propias de muchos críticos. Me atrevería a decir que algunos son erudición en estado puro. Hay quienes hacen gala de ello desde la primera línea, recreándose en su dominio del lenguaje y de los conceptos. «Soy licenciado en filosofía y letras», parecen gritar orgullosamente a los cuatro vientos a cada palabra que escriben. (De hecho, uno de ellos me lo dijo así, textualmente, en una ocasión, en defensa de una desafortunada pero muy «culta» crítica suya —no de una obra mía—: «Yo soy licenciado en filosofía y letras», me dijo muy orgulloso, como si eso fuera una patente de corso.) De hecho, muchas veces la obra a criticar llega a ocupar en estos casos un plano secundario ante la autocomplacencia del crítico hacia sus propias palabras.
Hacer gala de erudición es algo muy común en el mundillo de la crítica literaria, y está bien que así sea (aunque en algunas ocasiones parezca ocultar un cierto sentimiento subyacente de inferioridad), pero hay unos límites: cuando el lector medio de una crítica ha de consultar el diccionario para aclarar conceptos una vez cada tres frases, o a las primeras de cambio el crítico menciona a Kierkegaard sin venir a cuento, algo está fallando en la crítica…, y en el crítico.
Esta erudición se refleja también en el «descubrimiento» por parte del crítico de significados ocultos y de distintos niveles de lectura en la obra objeto de su atención. Algunas de esas obras, así lo ha querido deliberadamente su autor, tienen efectivamente interpretaciones entre líneas y varios niveles de lectura, y es bueno que en estos casos el crítico los señale para que al lector desprevenido no se le pasen por alto. Pero muy a menudo, aquí también, al crítico suele írsele la mano. He leído muchas críticas que airean en una obra interpretaciones y contenidos ocultos que ni siquiera pasaron por la mente de su autor cuando la escribió. Es cierto que el subconsciente juega a menudo muchas malas pasadas, y en ocasiones el escritor deja aflorar en alguna de sus obras, sin darse cuenta de ello, ideas que permanecían muy enterradas en su cabeza. Pero es cierto también que algunos de estos «significados ocultos» desenterrados por el crítico no son más que meras especulaciones suyas que en el mejor de los casos sólo pueden calificarse de ociosas. Yo mismo me he sorprendido en más de una ocasión ante esos «niveles subyacentes» de lectura que, en un ejercicio de imaginación, ha puesto a la luz algún crítico en alguno de mis textos porque ha creído honradamente verlos en determinadas palabras y situaciones, y que yo como autor he sido absolutamente incapaz de ver ni siquiera después de que ellos me los señalaran, lo cual me ha dejado a veces con la impresión de ser un tanto idiota, alguien que en el fondo ni siquiera sabe lo que escribe.
Como contrapartida a lo dicho más arriba existe el crítico superficial, el que en aras de la llaneza hace una crítica vacía, descafeinada, desprovista en su mayor parte de elementos propios de juicio. Algunos de esos críticos pasan con sordina sobre la obra a enjuiciar, como si temieran despertarla; otros, para cumplir con su cometido, recurren a menudo a textos de otros críticos que han leído. No fusilan otras críticas; no plagian. Simplemente toman ideas prestadas, o ni siquiera las toman: en su conjunto no dicen prácticamente nada, y el lector se queda igual cuando ha terminado de leer la crítica que cuando la empezó. El crítico, se ha limitado a cubrir el expediente, sin aportar ninguna idea propia.
Otros críticos se dejan guiar más por el nombre del autor que por la obra. Cierto, no es lo mismo hacer la crítica del Quijote de Cervantes que de Las osadas amazonas del Far West de Joe Smith, o de La máquina del tiempo de Wells que de «La invasión de los globulosos alienígenas de Ganimedes» del Capitán Espacio. Pero excepto en contadas excepciones (¡hay críticos que se han atrevido incluso con la Biblia!), el crítico medio adopta una actitud distinta si el autor de la obra a criticar es muy conocido que si es un recién llegado: en el primer caso la actitud suele ser de deferencia, de respeto, incluso de veneración, y si se plantea alguna crítica a determinado aspecto de la obra se hace casi como pidiendo disculpas; en cambio, si el autor es poco conocido, lo usual es afilar las garras. Esto, he podido observar, se agudiza si el autor es español (¿quizá por su mayor proximidad?), y más aún si se trata de una primera novela. Definitivamente, el nombre del autor (y su mayor o menos fama) pesa, aunque sea de forma inconsciente, en el enfoque y el resultado de la crítica.
Dentro de este apartado podemos incluir también las filias y las fobias que pueda sentir el crítico hacia un cierto autor en particular. Un crítico que adore a Bradbury, a Heinlein, a Dick, a Asimov, a Gibson, a Scott Card, verá cualquiera de sus obras con ojos distintos a los de otro crítico al que simplemente no le guste este autor. Y eso, indudablemente, condicionará, consciente o inconscientemente, su crítica.
Y finalmente hay que consignar en este mismo apartado la posible actitud personal de amistad o enemistad entre el crítico y el autor. Esto se circunscribe por supuesto al ámbito hispano. Dentro de la ciencia ficción española, por ejemplo, es muy conocida la existencia de facciones, clanes, capillas, de autores, críticos, editores y fans, todas ellas con sus correspondientes corifeos. Las luchas entre esos «clanes» se resuelven muchas veces a través de críticas destructivas, denigratorias a los autores de clanes rivales y laudatorias a las del propio clan. Críticas que resultan transparentes para el fan versado en esas interioridades del fandom, pero que muchas veces confunden a quien no está al tanto de esas a menudo ridículas luchas intestinas.
Hay que distinguir también a quienes basan sus críticas en la forma de quienes lo hacen basándose en el fondo. Para algunos críticos, la base de la excelencia de un libro está en la pureza del lenguaje que emplea, en el estilo. Para otros, en cambio, una obra literaria tiene que centrarse básicamente en el tema y su desarrollo, el estilo es secundario. Haciendo caso omiso del hecho de que la virtud está siempre en el centro geométrico de las cosas, buen número de críticos se decantan ostensiblemente hacia uno u otro extremo. «La trama está bien hilvanada y se sigue con interés; lástima que el estilo literario flaquee…», o «Lo que más hay que destacar de esta novela, por encima del tema y su desarrollo, es su virtuoso empleo del lenguaje…» Por supuesto, un equilibrio entre ambos extremos sería lo ideal, pero lo ideal suele ser una quimera. Lo exquisito del lenguaje de una obra no es suficiente si está vacía de contenido, y a la inversa, una trama trepidante no satisfará al lector si está deficientemente contada. Por ello, un crítico nunca debe de anteponer el fondo a la forma, o viceversa: los méritos o deméritos de una obra residen en el justo equilibrio de los muchos factores que la componen. El crítico que anteponga uno de ellos a todos los demás —y esos dos son los más frecuentes— hace un flaco servicio a su profesión.

Ilustración de Antoni Garcès
Y en el lado diametralmente opuesto a los mencionados, a los que hay que suponer una cierta vocación crítica (que indudablemente muchos de ellos tienen), tenemos al crítico «de oficio», el que se limita a cumplir con su papel como quien cumple a la fuerza con un ineludible compromiso adquirido. Son los que yo llamo «críticos asalariados», que cumplen con su obligación simplemente porque no les queda otro remedio. En general son críticos unidos de forma regular por algún tipo de contrato o compromiso con una publicación, y que deben efectuar una o más críticas a la semana, al mes, y para la mayoría de los cuales la crítica es sólo un empleo, no una vocación.
Hay que reconocer que esto desgasta, quema. Admito que leerse un libro —o más— a la semana (sobre todo ahora que se estilan los volúmenes de 500, 800 y 1000 páginas) para hacer su crítica es toda una proeza, que emplea una cantidad de tiempo que muchos preferirían emplear en otras cosas. De modo que buena parte de esos críticos de oficio, esos críticos asalariados, recurren al método del mínimo esfuerzo: leen el texto de contraportada del libro, que suele ser más o menos ilustrativo, hojean sumariamente el volumen, revisan, si los tienen a mano, notas de prensa y comentarios aparecidos en otros medios, y a partir de esta amalgama pergeñan su crítica. Tienen en el fondo muchos puntos de contacto con los ya mencionados críticos superficiales, pero éstos tienen el plus de la veteranía: poseen «oficio», tienen el culo pelado de la infinidad de críticas semejantes que han redactado a lo largo de sus vidas.
Este tipo de críticos son muy fáciles de detectar: las suyas son críticas de compromiso, absolutamente descafeinadas, fruto más de la experiencia que de la inteligencia, que recurren a latiguillos, que no se comprometen con nada, que suelen pasar con un aleteo por encima de la obra examinada sin posarse jamás en ella. Uno termina de leer esas críticas y a menudo se pregunta: ¿Tiene realmente algo que ver esto con el libro al que se está refiriendo? La verdad es que la mayoría de las veces no.
Afortunadamente, este tipo de críticos se halla en vías de auto extinción. En la actualidad (por agotamiento, porque encuentran otro trabajo más de su gusto o mejor remunerado, o porque los medios para los que trabajan no son tontos y terminan dándose cuenta de las cosas), la crítica literaria «oficial» se ha ido purgando de algunos de sus errores pasados y se va depurando poco a poco. Ha descubierto que la crítica literaria no es un autocomplaciente ejercicio de estilo o una forma de expresar los propios gustos de uno en contraposición con los del escritor criticado, sino un servicio público prestado a los futuros lectores potenciales de un libro para ayudarles a entrar en su universo, y a lo largo de este camino nos hemos ido librando progresivamente de la crítica mercenaria.
Y cada vez aumenta más el número de críticos conscientes de su labor, de auténticos críticos-críticos. Son gente que sabe lo que se hace, con el discernimiento suficiente como para desempeñar un oficio que, hay que reconocerlo, si quiere hacerse bien no es fácil. Cada vez son más, y van abrumando con su número a los críticos vieja escuela.
Tras todas estas generalidades, creo que es el momento de centrarnos al fin en la crítica específica de la literatura de género, y en particular a la de la que más nos concierne: la literatura de ciencia ficción.
Ser crítico de ciencia ficción requiere una doble especialización: la de crítico y la de conocedor del género. Hacer la crítica de un libro de ciencia ficción, y he aquí otra perogrullada, exige que el crítico esté versado en la ciencia ficción. (Recuerdo, y perdón por la profusión de anécdotas, a un crítico amigo mío —sí, tengo críticos amigos, varios—, generalista, que hace tiempo me llamó alarmado, a raíz de la publicación de El incidente Jesús de Frank Herbert, obra que había traducido yo y cuya crítica le habían encomendado, preguntándome de qué iba la cosa: no había entendido nada de la novela. Tras explicarle que el libro formaba parte de una serie, y que no era el primero, e intentar resumirle tanto el libro como el universo en que tenía lugar, se confesó incapaz de cumplir honestamente con su cometido y renunció a hacer la crítica.) Por eso la crítica de ciencia ficción es —ha de ser— una crítica especializada. Por supuesto, se enfrenta a todos los demás problemas, condicionamientos y peculiaridades de la crítica en general que he intentado bosquejar hasta aquí, y con el añadido de esa especialización.
Por ello, en general, el cuerpo de críticos de ciencia ficción se alimenta primordialmente del propio fandom del género, y es bueno que así sea, aunque conlleve algunos lastres propios, como el amateurismo y a veces un exceso de entusiasmo y visceralidad. El lector de ciencia ficción metido a crítico busca en general expresar sus propios entusiasmos antes que hacer un «ejercicio de análisis y valoración razonada». Pero, sorprendentemente, diré que en general esas críticas son mucho más lógicas, certeras y ecuánimes que la mayoría de las críticas generalistas que pueblan el mainstream literario.
Pero no consiguen salir de su gueto. No hace falta ser un lince para observar que en general los medios de comunicación ignoran olímpicamente la literatura de ciencia ficción (no así el cine, no sé si por suerte o por desgracia); son raras, rarísimas, las críticas de libros de ciencia ficción que aparecen en medios no especializados, y sé de muchos críticos generalistas que se niegan rotundamente a hacer crítica de ningún libro de ciencia ficción. «No es lo mío», dicen con cara de circunstancias, aunque un poco despectivamente, dando a entender con ello que están por encima de toda «esa cosa». Porque la ciencia ficción, para un amplio porcentaje de la gente de la calle, aunque se haya librado por fin del sambenito de «historias de marcianos», sigue siendo un género menor.
La crítica de ciencia ficción es por lo tanto para consumo de los lectores de ciencia ficción, y aparece en un 99% tan sólo en publicaciones orientadas al público consumidor de ciencia ficción. Por un lado esto es bueno, porque permite al lector del género acceder a ellas sin tener que espigar demasiado, pero al mismo tiempo es malo, porque restringe el acceso de la crítica a un público más general.
Pero eso es lo que hay, y debemos conformarnos con ello, y esperar a que poco a poco las cosas vayan mejorando: la esperanza, dicen los optimistas, es lo último que se pierde.

Truman Capote
Y una última cosa. A menudo me preguntan (supongo que se lo preguntan a menudo a todos los escritores) cuál es mi reacción ante las críticas, sobre todo las adversas, a alguna de mis obras. Ya he hablado un poco de ello al principio. La verdad es que, por sanguinarias que sean, en general aprendo de ellas. Algunas me han mostrado muchos de mis defectos, otras me han hecho ver algunas de mis pocas virtudes, y en general, tras extraer las enseñanzas pertinentes, he hecho caso omiso de lo que he creído que era consecuencia de todo lo expuesto hasta aquí: un crítico es una persona compleja, casi tanto como el autor al que examina, y hay que saber comprenderlo. ¿Que si me he puesto en contacto con alguno de ellos a raíz de una de sus críticas?, me preguntan a menudo también. Sé de escritores que lo hacen, incluso me han llegado noticias de algunas jugosas batallas campales dialécticas al respecto. Pero en eso me atengo al sabio consejo de Truman Capote: «Nunca respondas a un crítico». Ni aún ante la más sangrienta de las críticas, añado yo. Eso es lo que esperan en algunos casos algunos de ellos (y cuando lo esperan se les ve claramente la provocación en su misma crítica), en la confianza quizá de que te sitúes a su mismo nivel: en estos casos no hay que darles ese placer. El escritor escribe, el crítico critica. Cada cual está en su lugar, y así debe de ser. No hay que mezclar cometidos.
Para terminar, diré que en el fondo (aunque soy incapaz de ejercer, salvo contadísimas excepciones que confirman la regla, esta profesión, simplemente porque no me veo capacitado para ejercer ese «ejercicio de análisis y valoración razonada»), debo admitir que admiro a los críticos. La suya es una labor dura. Me los imagino en la nocturna soledad de sus despachos, revolviendo libros, buscando datos, tomando notas, releyendo párrafos, pergeñando sus textos, y pienso que, en el fondo, su soledad es compartida por el objeto de sus críticas: porque la de escritor, en el fondo, también es una actividad solitaria.
© 2010 Domingo Santos
© 2010 Ilustraciones de Toni Garcés y Moebius, entre otros.
Domingo Santos -Pedro Domingo Mutiñó- a pesar de ser un escritor de reconocido prestigio en el género (los premios Gabriel, por poner un ejemplo, toman su nombre de su novela homónima), es mucho más conocido por haber sido uno de los editores de la mitica revista Nueva Dimensión durante quince años. Es imposible exagerar la importancia que para la ciencia ficción española ha tenido este autor, que, además de escribir, ha dirigido multitud de colecciones (Superficción, Ultramar, Acervo, Jucar…) y de revistas (la última de ellas la excelente Asimov Ciencia Ficción, de Robel), a través de las cuales ha dejado su impronta de forma indeleble. Actualmente Domingo Santos vive en Zaragoza, sigue dedicado a labores editoriales y escribe una columna en BEM on Line con el nombre de El rincón de Gabriel.