PRESENTACION
El día 7 de febrero de 2010 falleció Philip Klass más conocido por William Tenn. Gracias a la inestimable colaboración de dos de los artífices de la mítica revista Nueva Dimensión, Luis Vigil y Domingo Santos, les podemos ofrecer uno sus relatos que mejor ha soportado el paso del tiempo aunque fuera escrito en la década de los 50, «El mundo de los No-P», y que fue publicado originalmente en España precisamente por aquella revista. «El mundo de los no-P», de claras reminiscencias vangotianas, es una cruel sátira de nuestra sociedad que, leída hoy, aún nos hace reflexionar sobre el alto destino al que decimos estar llamados como centro de la creación.
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EL MUNDO DE LOS NO-P
William Tenn
Varios meses después de la Segunda Guerra Atómica, cuando la radiactividad aún mantenía desolado un tercio del planeta, el doctor Daniel Glurt de Fillmore Township, Wisconsin, hizo al azar un descubrimiento del que iba a surgir el más importante avance sociológico de la Humanidad.
Como Colón, convencido de haber realizado un viaje a la India; como Nobel, orgulloso de la síntesis de la dinamita que hacía ya imposible la guerra entre las naciones, el doctor se equivocó por completo con su descubrimiento. Años más tarde le diría a un historiador que lo visitaba:
—No tenía ni idea de que fuera a llevar a esto, ni la menor idea. Recuerde que la guerra acababa de terminar y que nos sentíamos bastante desanimados con las costas Este y Oeste de los Estados Unidos prácticamente volatilizadas. Bueno, nos llegó la orden desde la nueva capital en Topeka, Kansas, de que todos los doctores teníamos que hacer un chequeo completo a nuestros pacientes. Era algo así como estar al acecho de las quemaduras radiactivas y todas esas nuevas enfermedades que los ejércitos habían estado echando por aquí y por allá. Bueno, señor, eso es exactamente lo que me dispuse a hacer. Conocía a George Abnego desde hacía más de treinta años; lo había tratado de la varicela, de pulmonía y de un envenenamiento por ptomaína. ¡Jamás lo hubiera sospechado!
Habiéndose presentado en la oficina del doctor Glurt, inmediatamente después de su trabajo, según el bando proclamado por las calles por el pregonero del condado, y habiendo esperado pacientemente, haciendo cola durante hora y media, George Abnego fue recibido al fin en la pequeña sala de consultas. Allí fue golpeado concienzudamente en el pecho, mirado por rayos X y analizadas su sangre y su orina. Su piel fue examinada detenidamente, y se le hizo contestar a las quinientas preguntas preparadas por el Departamento de Salud Pública en un patético intento de cubrir los síntomas de las nuevas enfermedades.
Después, George Abnego se vistió y se fue a su casa a tomar la cena de cereales que le permitía aquel día el racionamiento. El doctor Glurt metió su ficha en un cajón y llamó al siguiente paciente. Hasta aquel momento no había descubierto nada y, sin embargo, ya había iniciado, sin desearlo, la Revolución Abnegita.
Cuatro días más tarde, terminada la investigación sobre la salud en Fillmore, Wisconsin, el doctor envió los informes a Topeka. Justo antes de firmar la hoja correspondiente a George Abnego la miró de pasada, alzó las cejas y añadió la siguiente nota: «A pesar de su tendencia a tener caries dentales y pie de atleta, considero que este hombre tiene una media de salud normal. Físicamente, se podría decir que se ajusta a la norma de Fillmore Township.»
Fue esta última frase la que hizo que un empleado médico del Gobierno lanzase una carcajada y mirase de nuevo la hoja de papel. Tras aquello, su sonrisa se transformó en asombro; y aún se sintió mucho más asombrado después de comprobar los datos y afirmaciones que había en el impreso con las referencias médicas estándar.
Escribió una frase con tinta roja en el ángulo derecho y envió el papel a Investigación.
Su nombre se ha perdido para la historia.
En Investigación se preguntaron por qué les habrían mandado el informe sobre George Abnego: no tenía síntomas inusitados que presupusiesen innovaciones exóticas tales como paperas cerebrales o trilinosis arterial. Luego vieron la frase en tinta roja y la afirmación del doctor Glurt. En Investigación alzaron sus hombros anónimos y asignaron un equipo de estadísticos para que profundizasen en el asunto.
Una semana más tarde, como resultado de sus hallazgos, otro equipo, formado por nueve especialistas médicos, partió hacia Fillmore. Examinaron a George Abnego con precisión coordinada. Y después hablaron brevemente con el doctor Glurt, entregándole una copia de su informe del examen, cuando éste les mostró interés por él.
Cosa irónica, las copias del Gobierno resultaron destruidas en los Motines del Ala Derecha de los Baptistas que se produjeron un mes más tarde en Topeka, los mismos desórdenes que estimularon a que el doctor Glurt lanzase la Revolución Abnegita.
La congregación Baptista, a causa de la disminución de la población debida a la guerra atómica y bacteriológica, era ahora el grupo religioso más importante de toda la nación. Y se hallaba controlada por un grupúsculo dedicado al establecimiento de una teocracia del Ala Derecha Baptista sobre lo que quedaba de los Estados Unidos. Los amotinados fueron reprimidos tras mucha destrucción y derramamiento de sangre, y su líder, el Reverendo Hemingway T. Gaunt (que había jurado que nunca abandonaría la pistola en su mano izquierda ni la Biblia en su derecha hasta que se hubiese establecido el Reino del Señor y se hubiera edificado el Tercer Templo) fue sentenciado a muerte por un jurado compuesto por hoscos correligionarios baptistas.
Comentando los desórdenes, el Bugle-Herald de Fillmore, Wisconsin, trazó un triste paralelo entre las batallas callejeras de Topeka y la destrucción ocasionada en el mundo por el conflicto atómico. «Habiendo desaparecido el transporte y las comunicaciones internacionales Ädecía apesadumbrado el editorialÄ, ahora sabemos bien poco del destruido mundo en que vivimos, aparte de datos tan escasos como es el total hundimiento de Australia bajo las olas y la contracción de Europa a los Pirineos y los Urales. Sabemos que la apariencia física de nuestro planeta ha variado mucho de la que tenía hace diez años, y que mutantes y monstruos están naciendo en todas partes como resultado de la radiactividad que los convierte en repugnantemente distintos a sus padres.
«Ciertamente, en estos días de crecientes cambios y catástrofes, nuestros espíritus desfallecientes suplican a los cielos que nos den una señal, un portento, que indique que todo volverá a estar bien, que todo será como antes fue, que las aguas del desastre retrocederán y que volveremos, una vez más, a caminar sobre el sólido terreno de la normalidad.»
Fue esta última palabra lo que atrajo la atención del doctor Glurt. Aquella noche deslizó el informe del equipo médico especial del Gobierno por el orificio del buzón del periódico. Había escrito en lápiz una lacónica nota al margen de la primera hoja: «Me he fijado en su interés por este tema.»
La edición de la semana siguiente del Bugle-Herald de Fillmore presentaba un titular a cinco columnas en la primera página:
¿SERÁ EL SIGNO UN CIUDADANO DE FILLMORE?
Un hombre normal de Fillmore puede ser la respuesta de los cielos.
El doctor de la localidad revela un secreto médico del Gobierno.
El artículo que seguía estaba liberalmente tachonado de citas tomadas a partes iguales del informe del Gobierno y de los Salmos de David. Los asombrados ciudadanos de Fillmore se enteraron de que un tal George Abnego, un vecino en el que nadie se habían fijado durante casi cuarenta años, era una abstracción viviente. A través de una combinación de circunstancias no más azarosa que la que produce una escalera real en el póquer, el físico de Abnego, su psique y otros atributos misceláneos, habían dado como resultado ese ser legendario: el promedio estadístico.
Según el último censo hecho antes de la guerra, la altura y peso de Abnego eran idénticos a las medidas del adulto medioestadounidense. Se había casado en el año exacto (año, mes y día) en que los estadísticos habían estimado que tenía lugar el matrimonio del hombre medio; y lo había hecho con una mujer que tenía el número medio de años menos que él; sus ingresos, tal como los había declarado en su última declaración de impuestos, eran el promedio para aquel año. Y sus mismísimos dientes se ajustaban, en cantidad y condición, con los que la Asociación Dental predecía que podían hallarse en un hombre elegido al azar de entre la población. El metabolismo y la presión sanguínea, las proporciones corporales y las neurosis particulares de Abnego eran todo ello muestras medias de los últimos informes de que se disponía. Sometido a todos los tests psicológicos y de personalidad existentes, su grado final general demostraba que era al mismo tiempo un hombre medio y un hombre normal.
Finalmente, la señora Abnego acababa de dar a luz recientemente a su tercer hijo, un niño. Este acontecimiento no sólo había ocurrido exactamente en el momento adecuado, según los índices de población, sino que además había producido un ejemplo de humanidad enteramente normal… a diferencia de la mayor parte de los bebés que estaban naciendo por el país.
El Bugle-Herald cantaba su himno a la nueva celebridad alrededor de una grasienta fotografía de la familia, en la que los Abnego reunidos miraban con ojos vidriosos al lector y con un aspecto, como muchos iban a afirmar, de «¡Tan normales como cualquiera!»
Se invitaba a los periódicos de los otros estados a que reprodujesen aquella información.
Y lo hicieron, lentamente al principio, luego con un entusiasmo acelerado y contagioso. De hecho, cuando quedó de manifiesto el intenso interés público por aquel símbolo de la estabilidad, aquel refugiado de todo extremismo, las columnas de los diarios derramaron ríos de prosa impresa sobre el «Hombre Normal de Fillmore».
En la Universidad del Estado de Nebraska, el profesor Roderick Clingmeister se fijó en que muchos de los alumnos de su clase de biología llevaban chapas de gran tamaño con la imagen de George Abnego.
—Antes de comenzar la clase —dijo entre risas—, me gustaría indicarles que ese «Hombre Normal» que tanto les gusta no es ningún Mesías. Me temo que sólo es una Curva de Gauss con ambiciones, carne de promedio…
No pudo ir más lejos. Le abrieron la tapa de los sesos con su propio microscopio.
A pesar de lo pronto que aún era, algunos políticos observadores señalaron que no se castigaba a nadie por un acto tan impremeditado como aquél.
El incidente podía ser relacionado con muchos otros que lo siguieron: el infortunado y desconocido ciudadano de Duluth, por ejemplo, que, en el punto culminante del desfile municipal de Bienvenida al Bueno y Normal Abnego, fue oído mientras decía, con divertido asombro: «¡Vaya, pero si sólo es un estúpido ordinario, como ustedes y yo!», y fue inmediatamente convertido en confetti celebratorio por los horrorizados ciudadanos que componían la multitud.
Los acontecimientos como éstos recibieron una cuidadosa consideración por parte de aquellos hombres cuyo poder se deriva del justo, pero bien dirigido, consentimiento de los gobernados.
Y aquellos caballeros llegaron a la conclusión de que George Abnego representaba la maduración de un gran mito nacional implícito durante más de un siglo en la cultura, y que había aparecido para ofrecer una sensación de satisfacción a través de las comunicaciones de masas y el negocio de los espectáculos.
Era un mito que había comenzado con el consejo a los jóvenes de que fueran «un chico norteamericano normal, de pelo en pecho», y que terminaba, en los niveles políticos más altos, con un aspirante a un cargo público, en mangas de camisa y con tirantes, que fanfarroneaba: «¡Narices, si todo el mundo sabe quién soy! ¡Uno cualquiera…, eso es lo que soy, uno cualquiera!»
Era un mito del que se derivaban prácticas tan superficialmente distintas como eran el rito de los políticos dando besos a los niños, el culto de «ganarle por la mano al vecino», las estúpidas, poco prácticas y siempre cambiantes modas que caían sobre la población con la monótona regularidad del paso de un limpiaparabrisas, y barriéndolo todo, como ésta. Era el mito de los estilos y de las organizaciones fraternales. El mito del «ciudadano normal».
Aquel año había elecciones presidenciales.
Dado que lo único que quedaba de los Estados Unidos era el Medio Oeste, el partido demócrata había desaparecido. Sus restos habían sido absorbidos por un grupo que se llamaba a sí mismo los «Republicanos de la Vieja Guardia», lo más aproximado a una izquierda que había en el país. El partido que estaba en el poder, los Republicanos Conservadores, se hallaban tan a la derecha que casi eran monárquicos, y habían adquirido los bastantes votos de los teócratas como para que no le tuviesen ningún miedo a las elecciones.
Desesperadamente, los Republicanos de la Vieja Guardia buscaban un candidato.
Habiendo dejado de lado, de mala gana, al adolescente epiléptico recién elegido como gobernador de Dakota del Sur, en violación de la constitución del estado, y decidiendo no tomar en cuenta a la abuela de Oklahoma, que cantaba salmos y amenizaba sus discursos en el Senado con música religiosa que tocaba con un banjo, los estrategas del partido llegaron, una tarde de verano, a Fillmore, Wisconsin.
Desde el momento en que se convenció a Abnego a que aceptase el nombramiento, y una vez superada su bien intencionada pero poco fundamentada objeción (el hecho de que era miembro con carné del partido de la oposición), resultó obvio que había cambiado el signo de la batalla y que las masas estaban comenzando a agitarse, inflamadas.
Abnego se presentó a Presidente con el eslogan: «¡Volvamos a lo normal con el Hombre Normal!» Para cuando los Republicanos Conservadores se reunieron en asamblea ya resultaba evidente que corrían el riesgo de perder por un gran diferencia. Cambiaron su táctica y trataron de enfrentarse de frente a aquel ataque, demostrando una gran imaginación.
Nombraron para la Presidencia a un jorobado. Aquel hombre sufría del defecto adicional de ser un distinguido profesor de leyes en una de las principales universidades; se había casado y no había tenido descendencia, y se había divorciado con gran publicidad; finalmente, había admitido en cierta ocasión ante un comité investigador del Congreso que había escrito y editado poesía surrealista. Los carteles lo mostraban con una mueca horrible, con su joroba al doble de su tamaño normal, y presentando por todo el país el eslogan: «¡Un Hombre Normal para un mundo anormal!»
A pesar de esta brillante demostración de ingenio político, no cabía duda de cuál iba a ser el resultado. El día de las elecciones el eslogan nostálgico derrotó a su medicinal adversario por tres a uno. Cuatro años más tarde, con los mismos oponentes, el margen había aumentado a cinco y medio a uno. Y no hubo oposición organizada cuando Abnego se presentó a una tercera reelección…
Y no es que la hubiese aplastado. Durante los períodos presidenciales de Abnego se permitió una mayor libertad casual y de pensamiento político que durante muchos de los períodos anteriores. Pero se pensaba bastante menos en política.
Siempre que le resultaba posible, Abnego evitaba tomar decisiones. Y cuando era inevitable el tomar una, lo hacía basándose por completo en los precedentes. Rara vez hablaba de un tópico de interés actual, y nunca se comprometía. Sólo era parlanchín y exhibicionista en lo que se refería a su familia.
—¿Cómo se puede satirizar sobre un vacío? —Aquel había sido el lamento de muchos de los escritores y humoristas de los periódicos de la oposición durante los primeros años de la Revolución Abnegita, cuando aún se presentaban contrincantes frente a Abnego llegada la hora de las elecciones. Una y otra vez habían tratado de acorralarlo para que hiciera afirmaciones o aseveraciones ridículas, pero sin resultado. Abnego era simplemente incapaz de decir algo que una porción media importante de la población pudiera considerar ridículo.
¿Emergencias? «Bien —había dicho Abnego en una anécdota que conocía cualquier escolar—. Me he dado cuenta de que incluso los mayores fuegos forestales acaban por apagarse por sí solos. Lo más importante es no dejarse llevar por la excitación.» Les hacía descansar en un área de bajas presiones. Y, tras años de construcción y destrucción, de estímulo y conflicto, de aceleradas ansiedades y de tormentos, descansaban, y se sentían humildemente agradecidos.
Desde el día en que Abnego juró su cargo, a muchos les había parecido que el caos comenzaba a desdibujarse y que florecía una gloriosa y bienvenida estabilidad. En algunos aspectos, tales como el del crecimiento del número de nacimientos monstruosos, estaban produciéndose ciertos procesos que no tenían nada que ver con el Hombre Normal de Fillmore; mientras que en otros, como por ejemplo el asombrado anuncio hecho por los lexicógrafos de que las expresiones en argot peculiares durante el primer período de mandato de Abnego estaban siendo utilizadas por sus hijos, exactamente con el mismo contexto, dieciocho años más tarde durante la quinta reelección…, los efectos históricos de aplanamiento e igualación logrados por la apisonadora abnegita resultaban obvios.
La expresión verbal de aquella gran calma era el abnegismo.
El primer testimonio histórico de esas afirmaciones tan poco adecuadas, pero tan bien expresadas, se remonta a la administración en la que Abnego, sintiéndose al fin lo bastante seguro como para poder hacerla, había nombrado a sus consejeros sin tomar en cuenta los deseos de la jerarquía del partido. Un periodista, que estaba intentando mostrar la absoluta falta de contraste en la nueva familia oficial, preguntó si alguno de ellos, desde el Secretario de Estado hasta el Administrador General de Correos, se había definido alguna vez públicamente sobre cualquier tema o si, en sus anteriores cargos, habían sido responsables de algún solo paso constructivo en cualquier dirección.
A lo que, al parecer, el Presidente había contestado con una sonrisa suave y nada dubitativa y dicho: «Siempre he opinado que no hay mala sangre si nadie resulta derrotado. Bueno, señor mío, nadie es derrotado en una lucha en la que el árbitro no puede tomar decisión alguna.»
Aunque quizá fuera apócrifa, esta afirmación expresaba a la perfección los sentimientos del país abnegita. «Tan placentero como un día sin decisiones» se convirtió en parte del lenguaje cotidiano.
Y ciertamente tan apócrifa como la leyenda del cerezo de George Washington, pero conteniendo el más definido abnegismo de todos, fue la frase atribuida al Presidente tras una representación de Romeo y Julieta: «Es mejor no haber amado nunca, que haber amado y perdido», se dice que comentó, tras el triste final de la obra.
Al inicio del sexto mandato de Abnego, el primero en que su hijo mayor estuvo con él como Vicepresidente, un grupo de europeos reinició el comercio con los Estados Unidos, presentándose en un buque de carga construido con las partes tomadas de tres destructores hundidos y un portaaviones embarrancado.
Recibidos en todas partes con una cordialidad no demostrativa, viajaron por el país, asombrados por la placidez y la casi total ausencia de excitación política y militar por una parte y la rápida regresión tecnológica por la otra. Uno de los emisarios abandonó lo bastante su cautela diplomática como para comentar, antes de partir:
—Vinimos a los Estados Unidos, la catedral del industrialismo, con la esperanza de que hallaríamos soluciones a muchos problemas vejatorios de las ciencias aplicadas. Esos problemas: el desarrollo de la energía atómica para uso en las fábricas, la aplicación de la fisión nuclear a las pequeñas armas tales como las pistolas y las granadas de mano, se oponen a nuestra recuperación posbélica. Pero ustedes, en lo que resta de los Estados Unidos de Norteamérica, ni siquiera se preocupan por lo que nosotros, en lo que queda de Europa, consideramos como tan complejo y urgente. ¡Escúchenme, ustedes han caído en un trance nacional!
Sus anfitriones norteamericanos no se sintieron ofendidos: recibieron sus afirmaciones con amables sonrisas y alzamientos de hombros. El delegado regresó a Europa para decirles a sus conciudadanos que los estadounidenses, siempre famosos por su locura, habían acabado finalmente por especializarse en el cretinismo.
Pero otro delegado, que había observado ampliamente y hecho muchas preguntas inquisitivas, regresó a su Toulouse natal (la cultura francesa se había coagulado de nuevo en la Provenza) para definir los fundamentos filosóficos de la Revolución Abnegita.
En un libro que fue leído con enorme interés en todo el mundo, Michel Gastan Fouffnique, en otro tiempo profesor de historia de la Sorbona, indicó que aunque el hombre del siglo xx había escapado lo suficientemente de las estrechas fórmulas griegas como para visualizar una lógica no aristoteliana y una geometría no euclidiana, aún no había tenido la temeridad intelectual necesaria como para crear un sistema político no platónico. Al menos, hasta la aparición de Abnego.
«Desde los tiempos de Sócrates —escribió Monsieur Fouffnique—, los puntos de vista políticos del hombre se han visto atados por el concepto de que los mejores han de gobernar. Y el cómo determinar qué “mejores”, y la escala de valores que ha de utilizarse para lograr que manden los “mejores” y no unos simples e indiferenciados “buenos”, han sido los argumentos básicos que han constituido el punto alrededor del que ha girado la controversia política durante casi tres milenios. El si debe prevalecer una aristocracia de la sangre, o de la mente, es un argumento sobre los valores; el si los dirigentes deben ser decididos por la voluntad divina, tal como la determine las entrañas de un cerdo, o elegidos por todo el pueblo en base a una votación libre, eso son alternativas en cuanto al método…, pero hasta ahora ningún sistema político se ha aventurado a alejarse de la suposición implícita, y no contestada, que fue presentada por primera vez en el estado filosófico de laRepública de Platón.
«Ahora, al fin, los Estados Unidos se han apartado y han puesto en cuestión la validez pragmática del axioma. La joven democracia de Occidente, que introdujo el concepto de los Derechos del Hombre en la jurisprudencia, da ahora a un mundo febril la Doctrina del Mínimo Común Denominador para el gobierno. De acuerdo con esta doctrina, tal como yo he creído comprenderlo a lo largo de un prolongado examen, no son los peores los que deben gobernar (como insisten en decir algunos de mis compañeros delegados más llenos de prejuicios), sino los promedios: los que podrían ser llamados los “no mejores” de una “no élite”.»
Situados entre las basuras aún radiactivas de la guerra moderna, los pueblos de Europa escucharon devotamente las doctrinas enunciadas en la monografía de Fouffnique. Se sintieron extasiados ante la pacífica monotonía que se decía que existía en los Estados Unidos y molestos por las explicaciones dadas por los académicos: el que un grupo gobernante que supiera, ya desde el principio, que estaba formado por «no mejores», estaría libre de la miríada de celos y conflictos que surgen de la necesidad de demostrar la superioridad individual, y que un tal grupo tendería a suavizar con gran rapidez cualquier discusión importante dadas las peligrosas oportunidades que son creadas por las condiciones de lucha y tensión para las gentes imaginativas y de recursos.
Había oligarcas aquí y caciques allí; en una nación aún seguía manteniendo las riendas una antigua orden religiosa, y en otra hombres calculadores y brillantes continuaban dirigiendo al pueblo. Pero empezó a predicarse la buena nueva. Aparecieron profetas entre la población, gente de aspecto ordinario que eran llamados «abnegos». Los tiranos descubrieron que resultaba imposible destruir a esos profetas, pues no eran elegidos por ninguna habilidad especial sino simplemente porque representaban el promedio de un grupo dado. Y se descubrió que el promedio de un grupo de población dura tanto tiempo como el grupo en sí. Por consiguiente, mediante el derramamiento de sangre, y a lo largo de mucho tiempo, los abnegos extendieron su filosofía y prosperaron.
Oliver Abnego, que se convirtió en el primer Presidente del Mundo, fue el Presidente Abnego VI de los Estados Unidos de América. Su hijo presidía, como Vicepresidente, un Senado compuesto principalmente de sus tíos, tías y primos. Ellos y su numerosa descendencia vivían en una economía que se había deteriorado ligera, muy ligeramente, a partir de las condiciones experimentadas por el fundador de su dinastía.
Como presidente mundial, Oliver Abnego aprobó solo una medida: conceder becas universitarias preferenciales a los estudiantes cuyas notas fueran lo más aproximadas posibles a las medias mundiales para su edad. Sin embargo, al Presidente no se le podría haber acusado de originalidad e innovación poco adecuadas a su alto cargo, dado que, ya desde hacía algún tiempo, todos los sistemas de premio (tanto escolásticos como atléticos, e incluso industriales) habían sido ajustados para honrar los logros más parecidos a la media, mientras castigaban por igual los resultados más altos y más bajos.
Cuando poco después se acabó definitivamente todo el petróleo utilizable, los hombres se volvieron, con absoluta calma, hacia el carbón. Las últimas turbinas fueron colocadas en los museos cuando aún se hallaban en perfectas condiciones de uso: las gentes a las que servían creían que la utilización, aislada e individual, de la electricidad era demasiado ostentosa para ser un buen abnegismo.
Los fenómenos culturales más sobresalientes de aquel período fueron unos poemas, cuidadosamente rimados y exactamente medidos, dirigidos a las bellezas no descritas y a los vagos encantos de una esposa o una novia. Si la antropología no hubiera desaparecido hacía mucho, se hubiera sabido que existía una asombrosa tendencia hacia la uniformidad en todas partes y en cualidades tales como estructura ósea, facciones y pigmentación, para no mencionar la inteligencia, musculatura y personalidad. La Humanidad estaba dirigiéndose rápida e inconscientemente hacia su propio centro.
De cualquier modo, justo antes de que se agotase el carbón, hubo un breve resurgir del intelecto entre un grupo que se estableció en un lugar al noroeste de El Cairo. Aquellos nilóticos, como se les llamaba, consistían principalmente en disidentes irrecuperables expelidos por sus comunidades, con un aderezo de los mentalmente enfermos y los físicamente minusválidos; en su punto culminante dispusieron de un inmenso número de artilugios técnicos y amarillentos libros recogidos en los ruinosos museos y bibliotecas de todo el mundo.
Intensamente ignorados por sus congéneres, los nilóticos se dedicaron a cálidos e interminables debates mientras araban sus campos cenagosos lo suficiente como para mantenerse con vida. Llegaron a la conclusión de que eran los únicos herederos supervivientes del Homo sapiens, dado que la mayor parte de la población mundial estaba ahora compuesta por lo que ellos llamaban el Homo abnegus.
Razonaron que los éxitos revolucionarios del hombre habían sido debidos, principalmente, a su falta de especialización. Mientras que otros seres se habían visto obligados a estandarizarse para adecuarse a un medio ambiente particular y limitado, la Humanidad había quedado libre para una tremenda expansión, hasta que finalmente se había encontrado con un factor ambiental que exigía el precio que, en un momento u otro, todas las formas viables tienen que pagar: la especialización.
Habiendo llegado a este punto en sus discusiones, los nilóticos decidieron utilizar las antiguas armas de las que disponían para salvar alHomo abnegus de sí mismo. Sin embargo, violentos desacuerdos acerca de los métodos de reeducación que debían ser empleados les llevaron a un sangriento conflicto interno con aquellas mismas armas, durante el cual toda la colonia fue destruida y el lugar en que se asentaba convertido en inhabitable. Aproximadamente por aquel tiempo, agotado el carbón, el hombre volvió a entrar en los enormes y ya recuperados bosques.
El reino del Homo abnegus duró a lo largo de un cuarto de millón de años. Y finalmente fue disputado, con éxito, por un grupo de perros de caza de Terranova que se habían visto abandonados en una isla de la Bahía de Hudson cuando el buque de carga que los transportaba a sus nuevos dueños se había hundido allá en el siglo xx.
Aquellos robustos y muy inteligentes perros, limitados por la fuerza a permanecer en la sociedad gruñente de unos con otros a lo largo de varios centenares de milenios, aprendieron a hablar de una manera muy parecida a la que habían aprendido a caminar los ancestros simiescos del hombre cuando un repentino cambio en la botánica había destruido sus antiguas casas árboreas: por puro aburrimiento. Con su inteligencia aún más aguzada por la dureza de su árida isla, con su imaginación estimulada por el frío, los perros de caza parlanchines edificaron una muy curiosa civilización canina en el Ártico antes de extenderse hacia el sur para esclavizar y finalmente domesticar a la Humanidad.
La domesticación tomó la forma de criar a los hombres solo por su habilidad de lanzar palos y otros objetos, pues el ir a recogerlos era un deporte aún popular, quizá por un recuerdo ancestral, entre los nuevos dueños del planeta, por muy sedentarios en que se hubiesen convertido ciertos individuos eruditos.
Se apreciaba mucho como animales domésticos a algunos hombres que tenían brazos muy largos y delgados; pero otra escuela de perros de caza prefería a una raza más robusta cuyos brazos eran más cortos pero tremendamente musculosos, mientras que, adicionalmente, se habían obtenido resultados interesantes induciendo al raquitismo a algunas generaciones para producir un animal doméstico cuyos brazos fueran lo bastante flexibles como para parecer casi desprovistos de huesos. Aunque este último tipo, si bien resultaba intrigante tanto desde los puntos de vista estético como científico, era en general considerado como un signo de decadencia del propietario, así como un insulto funcional al animal.
Naturalmente, con el paso del tiempo, la civilización de los perros de caza desarrolló máquinas que podían tirar palos más lejos, más deprisa y con mayor frecuencia. Tras ello, y excepto en las comunidades caninas más subdesarrolladas, el hombre desapareció.
© 1954 William Tenn.
© 1976 Luis Vigil por la traducción.
Título original: «NULL-P». Traducción de Luis Vigil. Aparecido originalmente en España en el número 79 (julio 1976) de la revista Nueva Dimensión. Reproducido por gentileza de Ediciones Dronte.
William Tenn es el pseudónimo de Philip Klass (Londres, 9 de mayo de 1920 – Pittsburgh, 7 de febrero de 2010), un escritor estadounidense de origen británico especializado en novelas de ciencia ficción con múltiples elementos de tipo satírico. Siendo el mayor de tres hermanos, se trasladó desde Londres a Nueva York con sus padres antes de que cumpliese dos años. Tras formar parte del Ejército de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial como ingeniero de combate en Europa, consiguió trabajo como editor técnico con un radar de la Fuerza Aérea y un laboratorio de radio, y fue empleado por Bell Labs. Sus primeras obras fueron publicadas en Astounding Science Fiction.