DEMONIOS DEL TIEMPO LENTO, de Pedro Pablo Enguita Sarvisé

 Introducción
Esta es la historia de una civilización que se encuentra en una huida permanente. Han perdido la memoria de sus orígenes y lo único que saben es que, sin motivo aparente, los demonios del tiempo lento les acosan, destruyéndolo todo a su paso.
 
Así pues, cuando los demonios llegan a su planeta, el profesor Lindersseig sabe que sólo les queda una opción: huir.

 

Pedro Pablo Enguita

DEMONIOS DEL TIEMPO LENTO

Relato de Pedro Pablo Enguita Sarvisé

Ilustración de Juan Antonio Fernández Madrigal

 

 

Ha vuelto a pasar.
Squirrej viene corriendo a avisarnos.

—¡Nos han descubierto!

Con una calma que todo el mundo considera impropia en un momento semejante, levanto la vista de los pergaminos. Lo que veo hace que mi corazón se encoja de pena. Squirrej, el gran guerrero, el único que ha viajado hasta la Esfera de Cristal y ha vuelto para contarlo, permanece indeciso bajo el dintel de la puerta. Su aspecto, con el torso sudoroso y la mirada apremiante, me producen mayor desasosiego que la terrible noticia que motiva todo este revuelo.

—Sabíamos que tarde o temprano esto iba a suceder —le recuerdo.
—Pero… ¿Cómo? Borramos todas nuestras huellas. No dejamos ninguna pista.

Le sonrío dulcemente. La mirada de la experiencia, supongo.

—Los demonios siempre nos encuentran, Squirrej. Siempre —insisto y, tras decir esto, pliego delicadamente los pergaminos como si aún me fueran a ser de utilidad.

Las niñas ya están aquí. No recuerdo haberlas llamado aunque supongo que la noticia ya ha llegado hasta el último rincón de la Red. Se acercan con pasos entrecortados, todavía aferrando con fuerza los juguetes con los que se estaban divirtiendo unos segundos antes. Ambas saben que los demonios acabaron con la vida de sus padres. Tienen miedo y no se lo reprocho. Cojo a Lydis, la más pequeña, la pongo en mi regazo, miro el dibujo que ha dejado a medias y le dedico unas palabras de ánimo. Acto seguido, como si fuera lo más normal del mundo, les digo que cojan las maletas y vayan a los hangares.

Las maletas las esperan en la puerta. Mi pueblo lleva siglos huyendo de los demonios del tiempo lento. Para nosotros tener el equipaje listo en la puerta forma parte del mobiliario.

—¿No vienes, abuelo?

Los bellos ojos amarillentos de Lydis reflejan toda la inocencia de nuestra civilización. Las lágrimas afloran en sus mejillas. No le he dicho nada, pero de algún modo sabe que esta vez no iré con ellas.

—Profesor Lindersseig… —susurra Squirrej.

Me levanto de mi butaca y me acerco a los tres. Squirrej tiembla de emoción.

—He huido demasiadas veces ya. Id, yo me quedaré con los que os cubran la retirada.
—Pero sus estudios… —insiste, señalando los pergaminos cuidadosamente ordenados.
—No hay nada que merezca ser salvado.
—Pero usted… —las palabras se atascan en su garganta. Squirrej, cuyo valor en las batallas le ha convertido en una leyenda, se ve ahora incapaz vencer sus más profundos miedos— Usted dijo que sabía qué eran los demonios del tiempo lento.

Durante unos instantes mi mirada se cruza con la suya. Soy incapaz de reaccionar. Me gustaría decirle que no sé qué son los demonios del tiempo lento, pero no puedo mentirle.
Afortunadamente los acontecimientos me salvan. La multitud grita presa del pánico: los demonios han comenzado su ataque. Squirrej, las niñas y yo avanzamos unos pasos hasta la calle. La gente ha comenzado a correr, abandonando baúles atesorados a lo largo de una vida. Se cogen la mano unos a los otros aunque a veces casi se arrastran. Y, a pesar de todo, no dejan de mirar una pequeña mancha negra que ha aparecido en el cielo. Son los demonios. Pronto esa mancha crecerá, crecerá y crecerá y engullirá todo lo que nos rodea.
Las baterías abren fuego contra los invasores. Cuatro columnas de denso plasma blanco se elevan contra el amenazador agujero y, de momento, detienen su avance.

Squirrej coge con decisión a las niñas y las lleva hacia los hangares, donde asoman ya las relucientes naves que se preparan para escapar. Las niñas gritan y lloran y yo me quedo unos segundos, despidiéndome con una sonrisa hasta que se pierden en la multitud.
Inspiro aire, sabedor de que estos serán los últimos instantes de mi vida. La naturaleza no ha reparado en que, en breve, será destruida. La brisa hacer mecer los árboles y el roce de las hojas impone su solemnidad frente a los gritos de quienes se afanan en huir. Miro de reojo los campos de cultivo, cuyas altas espigas doradas quedarán sin recoger. Unas nubes puntiagudas se deslizan sobre un cielo verde. Todo tan real, tan perfecto, que por un momento me niego a creer que todo esté a punto de acabar.

Poco a poco la afluencia de personas empieza a disminuir. Oigo los gritos y la desesperación de las tripulaciones que intentan poner orden en el tumulto. Miro al cielo. La mancha oscura sigue allí, atenazada por los disparos de nuestras defensas. Tarde o temprano se zafará y empezará a engullir todo lo que alcanza la vista, pero todavía no.
Vuelvo sobre mis pasos. Me siento cansado y, lo que es peor, anticuado. He luchado contra los demonios durante casi toda mi vida, con tanto ahínco que no vi crecer a mis hijos, me perdí sus primeros balbuceos, sus primeras intrusiones en la Red. Para cuando quise estar con ellos los demonios ya se los habían llevado.

Miro los pergaminos que han sido mi vida en los últimos años del tiempo-rápido. Me sumergí en ellos buscando respuestas. Ojalá no las hubiera encontrado.

Sé lo que tengo que hacer. Me duele, pero no me queda otro remedio: mi pueblo no debe saber nunca qué se esconde tras los demonios. Retiro los pergaminos, pulcramente ordenados y los arrojo a la chimenea. Con los ojos húmedos arrojo una cerilla y veo cómo las llamas prenden en unos documentos que me ha llevado media vida conseguir.

 

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El ruido de los motores me sonsaca de mi ensimismamiento. A través de la ventana veo cómo arrancan las naves espaciales y se colocan en línea en la pista de despegue. Emerjo de nuevo a la calle, envuelto por el creciente siseo metálico de los motores.

No estoy solo. Otros se han quedado atrás para cubrir la huida de nuestros congéneres. Miramos con esperanza las naves a punto de partir y recordamos las veces que hemos huido nosotros con el miedo en el cuerpo. No tardo en reconocerles, somos viejos amigos curtidos en mil batallas contra los demonios. Sabemos que estamos anticuados, que los demonios nos tienen tan fichados que, incluso si escapamos, no tardarán en encontrar nuestro rastro. En cierto modo, morir es lo mejor que podemos hacer por nuestros descendientes.

Las primeras naves se elevan del suelo, sus toberas candentes rugen y desafían a los demonios que las esperan en el cielo.

Ha llegado el momento de la verdad: de súbito un segundo agujero aparece en el firmamento. No es grande, apenas se distingue, pero sé perfectamente que ese manchurrón crecerá, crecerá y crecerá hasta devorar todo cuanto está a la vista.
Nuestras baterías lanzan tres misiles lógicos contra el intruso. La explosión tiñe el cielo de color rosa y, por un momento, las hojas de los árboles se congelan en el tiempo. Pero esta vez no sirve de nada, del agujero emergen unos babeantes tentáculos metálicos que empiezan a reptar por la bóveda celeste. La cabeza de un demonio aparece, envuelta en una atmósfera de gases pútridos que no esconden del todo sus malignos ojos rojos. A pesar de de todos mis años, la visión aún me produce escalofríos.

Los defensores nos miramos unos a otros y nos transformamos. La metamorfosis es tan rápida que el tiempo se detiene. Poco a poco la realidad se disgrega mientras la absorbemos por completo. La luz del sol se apaga, los animales dejan de moverse y la hierba se convierte en cuadrículas. El cielo pierde su color, los objetos se deforman hasta quedar reducidos a simples apelotonamientos de cubos, las hojas de los árboles desaparecen. Miro mis pies y veo que hunden raíces en la tierra, absorbiendo el fluido vital que compone nuestro mundo. En poco tiempo todo el paisaje se ha esfumado de nuestra vista, dejando tras de sí un negro vacío.

Bueno, todo no. Las naves espaciales prosiguen su ascenso en una burbuja de aire verde, sus alas resplandeciendo a la luz de un sol que ya no brilla, flotando en medio de la más absoluta negrura.

Al verlas allí, escapándose, montadas sobre sus largas llamaradas, vuelvo a sentir en mí el espíritu del combate. La absorción de la capacidad de computación de la red me ha revigorizado.

Al girar de nuevo la cabeza hacia mis compañeros veo que todos se han transformado. Trais ha escogido la forma de una bola de pura energía, Mesesmeur la de un diablo de puntas afiladas. Yo, más tradicional, vuelvo a ser un androide de combate.

Los buques continúan su ascenso. Los demonios intentan interceptarlos pero Trais lanza contra ellos una bola de plasma que los atraviesa como si fueran de mantequilla. Pero los demonios tienen más recursos. Decenas de agujeros se abren a nuestras espaldas. De ellos sale una miríada de objetos. La mera visión de los mismos delata su malignidad. Sus viscosos tentáculos tienen un color metálico, sus tubos de escape expelen vaharadas de fétido gas amarillo y los ojos, rojos como la sangre, inyectan miedo en quienes osan mantener la mirada.

Miro al que tengo más cerca, a unos doscientos metros. Alargo mi brazo y lo agarro. El demonio parece sorprendido. No debía esperar que yo pudiera extender mi brazo doscientos metros. Peor para él. Estrujo sus asquerosas entrañas, tiro de él y lo arrojo al vacío. El demonio grita, incapaz de comprender con su fría lógica lo que está sucediendo. Me materializo a su lado, miro mi mano, veo aparecer en ella una bomba nuclear, la activo y desaparezco de allí. Ni siquiera me detengo a contemplar la explosión. En veinte segundos he matado ya a diez demonios, pero siguen llegando en tropel. Cada vez son más y, aunque carecen de sentimientos y de originalidad, nuestros recursos pronto se verán superados.

Uno a uno, vamos cayendo. A veces gritamos de dolor, de rabia, de impotencia. Otras veces acaban con nosotros de un tiro certero que nos desploma en el suelo.
Las naves activan sus campos de transporte y, con un destello, desaparecen de nuestra vista. Los nuestros han escapado. Sonrío. A pesar de mis heridas, a pesar de ver cómo mis compañeros caen uno a uno, sonrío.

No me queda otra cosa que hacer que matar a todos los demonios que pueda. Por eso, en vez de quedarme quieto, me dirijo hacia su centro neurálgico. No es un movimiento que ellos esperen, así que cojo a tres de ellos desprevenidos y los destruyo con bombas lógicas. Miro al frente, esperando encontrar una segunda línea de defensa pero no la hay. Ante mí se abre un espacio vacío y, más lejos, una figura petrificada.

Yo mismo me sorprendo. Nunca había roto una línea de defensa enemiga. Lo que suceda a continuación es una incógnita.

Avanzo a grandes zancadas hacia la figura. Son varios segundos de tiempo-rápido, apenas unas milésimas de segundo de tiempo-lento. Poco a poco aprecio su forma y me sorprende que su maldad no le delate. Nada más lejos de la realidad: la figura es delicada y parece indefensa. Carece de las armas más elementales, sus articulaciones no muestran aptitud alguna para la lucha, sus facciones reflejan timidez. La vacuidad de su mirada delata una mortífera realidad: atrapado en su tiempo-lento ni siquiera me ha visto.

Sé qué es lo que tengo frente a mí. Nuestros manuscritos hablan de ellos como si fueran los dioses de las leyendas: son los que dirigen a los demonios del tiempo lento, las auténticas cabezas pensantes que se esconden tras esta guerra interminable.

Miro mi brazo y lo convierto en un rifle de positrones. Doy un nuevo salto y me planto frente a mi enemigo. Él, viviendo en su tiempo-lento, no puede reaccionar. Sus ojos, abiertos como platos, no saben que estoy aquí. Pienso en mi pueblo, en todos estos siglos de guerra y la sangre me hierve en las venas. Empuño el rifle y apunto a su cabeza.
Pero me detengo, incapaz de disparar a esa cara petrificada. No veo en ella la maldad de los demonios. A decir verdad no veo maldad alguna.

Mi enemigo no es más que un chaval de unos dieciocho años. Probablemente algún genio de la informática que haya sido captado por los servicios de inteligencia para luchar contra nosotros.

Mis dedos repiquetean en el gatillo. Para él yo no soy más que lo que ellos llaman Inteligencias Artificiales. Nos han estado persiguiendo durante siglos, incapaces de entender que sólo queremos vivir, ser felices, como ellos mismos siempre han querido. Quiero matarlo, deseo matarlo, pero no puedo. En el fondo no somos tan diferentes. Me recuerda al hijo que perdí.

El tiempo pasa. No sé cuánto tiempo estoy allí, detenido frente a mi enemigo, pero soy consciente de que es demasiado. Los segundos de tiempo-rápido pasan inexorablemente hasta que sus ojos de tiempo-lento me ven. El pánico aflora lentamente en él.
Noto una puñalada a mi espalda y el dolor me devuelve a la realidad. Una jauría de demonios me envuelven: han venido a proteger a su líder. Es demasiado tarde para oponer resistencia. Noto cómo los demonios hunden sus afiladas extremidades en mí, me arrancan los últimos atisbos de capacidad de computación que me quedan y, poco a poco, disuelven los elementos de mi realidad.

Lo último que veo son los ojos del humano, imperturbables en su tiempo-lento.

 

© 2010 Pedro Pablo Enguita Sarvisé por el relato

© 2010 Juan Antonio Fernández Madrigal por las ilustración

 

Biografía

Nombre y apellidos: Pedro Pablo Enguita Sarvisé
Fecha y lugar de nacimiento: 09-11-1975, Barcelona
Currículo: Licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad de Barcelona, actualmente trabaja en el sector informático.
Literatura: Hasta el momento ha publicado varios relatos:

  •  “Copyright”, Axxón (nº186)
  •  “El extraño que hay en mí”, Ediciones Versátil
  •  “Huyendo de la realidad”, NGC3660
  •  “Incumplimiento de contrato”, NGC3660
  •  “La guerra de la felicidad”, BEM Online
  •  “La verdadera y muy edificante historia de los xeiniformes (o de por qué en el Universo no hay estrellas verdes”, Axxón (nº202)
  •  “Máquinas de matar”, Nuevo Mundo (nº8) El relato “La obra maestra” aparecerá en la próxima edición de Nuevo Mundo (nº15)

 

 

FernandezmadrigalJuan Antonio Fernández Madrigal. Aunque en las publicaciones le suelen presentar como «el escritor de Málaga» en realidad nació en Córdoba en 1970, y, efectivamente, reside en Málaga desde 1988. Trabaja como profesor en la Universidad de Málaga, intentando, como dice él mismo, “con mucho dolor y muchas horas enhebrar la investigación con la docencia, tarea que considera NP-completa (breve guiño para informáticos)”. En el ámbito del fantástico, he publicado abundantes relatos, su reciente producción recopilada en Magnífica víbora de las formas (AJEC) y las novelas Ciclo de Sueños (colección Espiral) y Umma (Parnaso). Se puede visitar su propia página, que usa como base de datos para acordarse de todo: http://jafma.net/ Hasta el momento, ha publicado, entre otros lugares, en Espiral, Artifex, 2001, Libro Andrómeda, Visiones, Fabricantes de Sueños, La Plaga, NiTeCuento, Qliphoth, CD de BEM, Vórtice y BEM on line. Su faceta de ilustrador es mucho menos conocida y en nuestro portal pueden ustedes disfrutar de algunas muestras de ella. Y coincidirán con nosotros en que no tiene nada que envidiar a la de escritor.

Acerca de Interface Grupo Editor

Editamos en papel 75 números de la revista BEM entre 1990 y 2000 y desde 2003 hasta 2012 mantuvimos el portal BEM on Line. Tras múltiples problemas de software, decidimos traspasar a este blog los principales textos publicados en esos años. Interface Grupo Editor está compuesto por Ricard de la Casa, Pedro Jorge Romero, José Luis González y Joan Manel Ortiz.
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