Una premisa clásica de la ficción antropológica es la que observa (o al menos lo intenta) a las sociedades humanas y sus posibles metamorfosis a lo largo del tiempo o el espacio. La historia que tiene el lector delante se centra en uno de esos pueblos perdidos de los que hablamos y que, con el paso de los siglos, ha llegado a olvidar su origen para ir cayendo en ritos y cultos primigenios más cercanos a edades ancestrales que a los de los ciclos modernos de otras sociedades mucho más desarrolladas y que existen dentro de su propio mundo. Es en este ámbito donde se encuentra el protagonista de este relato, Sago, cuya voluntad podríamos considerarla como el tránsito de un mundo conocido a ese otro oculto y en cuyos intereses cree encontrar una solución casi deseperada a su propia angustia.
Carlos Pérez Jara
LA OFRENDA
Relato de Carlos Pérez Jara
Ilustraciones de Jordi Gort
Al anochecer, Sago contempló absorto el borde de la copa del antiguo volcán, medio hundido en las aguas oscuras desde tiempos inmemoriales.
—¿Saloan? —preguntó indeciso, divisando los contornos de la gran laguna. A su alrededor, se respiraba un olor profundo a humo y fango.
—Sí, señor —dijo su intérprete—. La isla de los saloanos.
Tras sacarla de la pequeña nave de remolque, trasladaron la cápsula a la orilla, donde la dejaron reposar un poco en el barro duro mientras Derha negociaba con los Obbai, Jefes Remeros. A esas horas, algunos nativos de los alrededores se rezagaban en sus barcas estrechas y largas, con faroles redondos en la proa que oscilaban con la brisa; encorvados, casi a oscuras y en silencio, parecían sombras espectrales de una noche inminente. Cerca de unos árboles fungosos de raíces aéreas, aquellos saloanos humildes habían construído sus propias casitas de madera elástica, edificios toscos pero funcionales con tejados chatos de paja y ventanucos angostos sobre los que pendían multitud de figuras de huesos y piedrecillas de diversos colores.
Derha hablaba poco y con dificultades aquella lengua pastosa, pero al menos podía entenderse lo suficiente como para transmitirles a duras penas el mensaje de Sago. Luego los Jefes Remeros, ancianos mustios con las cabezas calvas recubiertas por manchas azules y amarillas, deliberaron en círculo durante unos minutos.
—¿Qué dicen?—dijo Sago a Derha al verle acercarse a la nave.
—Están decidiendo —contestó su intérprete. Ellos son los primeros que deciden, señor.
—¿Quieres decir que tal vez no me admitan? —preguntó Sago mirando aquel grupo de viejos en la orilla.
—No lo sé, señor —dijo Derha frotándose su barba negra mientras echaba un vistazo a las primeras luces de las chozas—. Podría ocurrir. Cada estrato social tiene su rango, y no les gusta mandar a cualquiera hasta la puerta del cráter. De todas formas creo que les ha gustado lo que usted les ofrece. Rara vez vienen de tan lejos.
Al fin los viejos le indicaron a Derha que se acercara. Tras hablarle casi en voz baja, su intérprete volvió con una sonrisa.
—Ha tenido suerte, señor —dijo—. Un barquero le llevará hasta la puerta.
Los Obbai llamaron a uno de los suyos, un niño cojo de piel muy morena con una coletita a la espalda. Tras hablar con él en voz baja, el niño se alejó hacia un rincón en medio de las sombras, entre los árboles tétricos y una fila de chozas de los alrededores. Poco más tarde, junto al pequeño mensajero apareció un saloano adulto que llevaba bajo los brazos dos remos largos de palas anchas con formas de rombo. Al tenerle ya de frente, los viejos pronunciaron unas palabras ininteligibles; a continuación, como si obedecieran a una ceremonia establecida de antemano cuyo propósito escapaba a la comprensión del visitante, escupieron en su cara por turnos, refregando la saliva por sus facciones. Casi enseguida, el remero gritó algo brusco, mientras sus vecinos le contemplaban como bestias nocturnas al acecho. Se puso en pie y miró a Sago y la cápsula.
—¿Para qué le escupen? —dijo Sago.
—Un rito de elección, señor. Pero tampoco sé mucho más de eso.
El barquero era alto y encorvado, de piel cetrina y ojos saltones, con una capa casi negra ensuciada por el fango reseco. Había algo en su rostro casi inhumano, pensó Sago con inquietud. Derha intercambió unas pocas palabras de agradecimiento con los Jefes Remeros, pero a éstos ya parecía haberles dejado de importar la presencia del extraño y su cápsula, como si una vez decidido el viaje hacia la isla, ya no fuera útil ni oportuno ocuparse más de aquel asunto; de modo que se alejaron rumbo a las chozas. Entonces Derha se comunicó un poco con el barquero mientras éste se dirigía a su embarcación, una de las varias que poblaban aquel lado de la orilla.
—Dice que él le llevará con la carga —le informó Derha. Aferrado a su remo, el barquero adoptaba casi una pose majestuosa ante las miradas de los otros, arracimados entorno a algún círculo de luz o en los porches de esas casas rústicas que formaban casi una aldea periférica a la laguna. Era un elegido, y eso le daba un prestigio temporal sobre su grupo.
—¿Cuál es el precio por entrar dentro del cráter? —dijo Sago a Derha. De una forma u otra, se había preparado durante el viaje para aquel momento, mientras miraba la superficie del cilindro metálico para infundirse ánimos en su obstinación dolorosa. Ya sabía que los saloanos no querían dinero ni joyas; para ellos no era una cuestión comercial, sino de carácteres más profundos en sus ritos arcaicos. Parecían albergar algún interés casi religioso en acoger a los visitantes con ofrendas, o cwens, como ellos los llamaban según su intérprete. Eso si no lo rechazaban en la grieta abierta del cráter, desde donde, según se contaba, habían mandado regresar a muchos viajeros ilusos desde siempre. Pero Sago no sabía qué motivos podrían hacerle merecedor de la confianza de aquellos hombres, ni cuáles serían las razones necesarias para que le devolvieran a la orilla. En ese aspecto, como en otros muchos, poco o nada había averiguado de utilidad.
Nunca había conocido a nadie que pudiera entrar en la ciudad del cráter de la laguna, si bien muy pocos conocían su verdadera existencia, y muchos de los que habían oído hablar de ella atesoraban una mezcolanza parda de hipótesis y supersticiones absurdas. Algunos reputados viajeros comerciales del mundo de Qudrizen habían hablado ocasionalmente de los saloanos adornándolos con nombres pintorescos y costumbres estrambóticas, casi románticas. Sus historias eran en gran medida el resultado ocioso de una amalgama de leyendas antiguas y cuentos para no dormir que oscurecían la realidad de aquel pueblo. En el fondo, tal y como había reflexionado Sago tantas veces a solas, a casi nadie le importaba Saloan, ni su cráter casi sumergido, ni esa leyenda mágica que circulaba entorno a ellos.
—No estoy seguro, señor —comentó Derha mirándole fijamente—. Pero no van a pedirle dinero, créame. Haga lo que le digan, si es que de verdad quiere entrar allí.
—Entiendo —dijo Sago, y entre Derha y él mismo subieron la cápsula a la sólida embarcación. El saloano miró a la superficie sintética del cono azul que ahora yacía sobre su barca, y durante unos segundos la acarició con sus dedos largos y pálidos como si estuviese viva.
Al fin se despidió de Derha con un abrazo.
—Espérame aquí durante una hora, Derha —dijo Sago ya dentro de la barca, con el remero sentado—. Si no estoy aquí entonces, vuelve hacia Trmenu.
—Como usted diga, señor —dijo su intérprete, que ahora le veía alejarse sentado en la barca junto a la cápsula, mientras el larguirucho saloano remaba con una lentitud silenciosa.
Durante el trayecto que le separaba de la orilla a la grieta del cráter, Sago pensó en lo que estaba haciendo de una forma mucho más clara que hasta entonces. Varios meses antes, un hombre viejo a quien había conocido en un viaje en aeronave por el sur de Malrni, le había contado ciertas leyendas perdidas sobre Saloan y el agua interna del cráter misterioso.
—Hubo un viajero hace doscientos años —le había dicho con voz algo pomposa aquel antiguo cónsul del asteroide de Chwuuabi—. Fermil de Caloa, me parece que se llamaba. ¿O era de Ahloa? No estoy seguro. El caso es que era un conde que se dedicaba a hacer viajes exóticos por un mundo sin apenas ciudades coloniales, salvo algunos puertos, ya se imagina. Lo que dicen es que se encontró con la laguna por casualidad, y que a su regreso habló de maravillas nunca vistas antes. Contaba que ciertos monjes, los cgaas, podían revivir a sus muertos en las aguas de un volcán inundado, por medio de varias ceremonias. Por supuesto, nadie le creyó, pero más tarde se fue de nuevo hasta la ciudad oculta. Por desgracia, nunca más volvió con los suyos. Claro que también se cuenta que murió de fiebre kiamacal, ya sabe cómo son estas cosas.
No le llevó mucho aferrarse a aquella esperanza casi febril. El viejo conocía a un intérprete de lenguas que había viajado por casi todo Qudrizen; él podría darle información muy útil sobre el asunto. Así comenzó todo para Sago. Para algunos miembros de su estirpe, la precipitada idea del viaje a la península de Anbo era una simple locura que los más comprensivos atenuaron al achacarla a una enajenación transitoria, pero que otros habían censurado de forma implacable. Para el gran-pater Indro de Soloza, llevarse la cápsula había sido algo poco más o menos que traicionar a la familia del peor modo. Sago se había vuelto loco, estaba claro. Y lo cierto es que, aunque algunos trataron de impedirle que lo hiciera, bien con palabras amables y suaves, bien con amenazas furtivas, finalmente fue inútil disuadirle de sus intenciones.
Al principio fue como ir a las estaciones y ciudades comerciales de turismo, si bien con una carga insólita. Pasaron por varios pueblos con rádares gigantes que emitían oscuras señales a Caribecca o a Apolo, su luna mayor. La gente con la que se encontraba, el aire y la atmosfera general eran muy familiares para sus sentidos. Pero luego el paisaje domesticado de las estructuras metálicas desapareció poco a poco para ser reemplazado por largas extensiones de montañas y valles salvajes. A veces pasaban por algún pueblo perdido con puerto para naves pequeñas. Dormían una noche allí y continuaban su marcha. Pero ya no era lo mismo. Sin apenas darse cuenta, se había alejado de su propio mundo sin salir de él; y las selvas y las montañas se le aparecieron como seres mudos y siniestros que le pedían explicaciones por sus actos. ¿Por qué lo has hecho? parecía decirle una voz constante, monótona, como una gota que cae de un grifo y vuelve a ser reemplazada por otra gota: ¿por qué lo has hecho? Apenas había dormido cuatro horas seguidas desde entonces, y cuanto más se había alejado de su casa y de sus propiedades, mayor había sido su determinación por continuar la marcha a toda costa.
Aquel recuerdo casi le daba vértigo: los días que había pasado en Gunai, soportando las tormentas eléctricas; la noche que fue envenenado por un insecto gigante del que le salvaron los nativos de Vcaa. Hambriento, cansado y dolorido, Sago no había podido expresar con palabras la sensación que le había embargado esa misma tarde cuando divisaron la gran laguna con el cráter en el centro. Pero conforme habían pasado los últimos días, una fuente de pensamientos racionales le había ido acostumbrando a la posibilidad de un fracaso más previsible. Estaba claro que ahora que estaba en aquella barca, con la cápsula a sus pies, se sentía casi ridículo cuando muy poco antes ni siquiera hubiera querido escuchar otra opinión que no fuera la de ir a la pequeña ciudad oculta, al precio que fuese. Un error, aquello podía ser un amargo y desdichado error que le costaría su posición en la familia, el afecto y el respeto de los suyos, e incluso tal vez el exilio. Nadie podría comprenderle nunca. Por eso, y porque era necesario abrazar la última brizna de esperanza, Sago miró con ojos ansiosos la boca del cráter.
—¿Cuál es el precio, barquero? —dijo al saloano, pero el barquero apenas le miró de reojo y siguió remando con gesto inexpresivo. Era obvio que mientras se alejaba de la orilla iba perdiendo el último rastro de civilización para internarse en la cara fosilizada de un pueblo oculto, uno de esos que habían quedado diseminados e incomunicados durante quinientos o seiscientos años desde el primer aterrizaje a Qudrizen. Allí nadie hablaría su idioma, supuso, por lo que estaba completamente solo. Sería un invitado apenas, o eso le habían dicho al menos. Seguro que no iban a permitirle que permaneciera mucho dentro del cráter; más bien todo lo contrario. Apenas le habían explicado lo que era aquello; tan solo que, si le aceptaban, tendría que plegarse a los designios de los saloanos de la isla. Nadie le había informado sobre lo que podía hacer allí, y de qué forma ser útil. Tampoco había dispuesto de mucho margen para averiguarlo. Su viaje había sido sumamente acelerado por las circunstancias, y no había tenido tiempo ni energía para elaborar un trabajo completo sobre aquella sociedad casi ignorada. Lo único que le valía la pena recordar era que ahora estaba sujeto a sus costumbres y leyes. Nada más. Los propios saloanos le informarían sobre lo que debiera hacer al respecto, si es que debía hacer algo.
Al fin miró a la orilla. Las figuras de Derha y el resto de barqueros agazapados eran ya apenas siluetas difuminadas en las tinieblas. Poco a poco se iba acercando hasta la mole del centro de la gran laguna, pero el remero apenas movía sus brazos sin mirarle. Sago se concentró en el ruido de las palas contra el agua, ese chapoteo sordo que le trasladaba hacia ideas menos inquietantes, y que casi le distraía de aquello a lo que había venido hasta esas tierras. Al fin alcanzaron una estructura ancha de madera que los moradores habían levantado entre los bordes de la grieta del cráter: era un esqueleto de juncos entrelazados, como un andamio cubierto de verdín y fango blando en cuya plataforma figuraba una caseta redonda; sobre los tablones del suelo caminaban ahora varios centinelas, vestidos con ropajes negros y rojos, portando curiosas insignias en sus collares de bronce sobre el pecho. Atadas a unos troncos había varias barcas, una de ellas más grande que las demás y de un solo mástil.
El barquero silencioso se irguió, y tras dejar cuidadosamente sus remos a lo largo de la barca y atarla con una cuerda gruesa, subió por una escalerilla hecha con tablones. Luego, ya arriba, le hizo una seña para que le acompañara de inmediato, por lo que Sago subió al muelle con gesto indeciso, mirando de reojo la cápsula. Su remero se había acercado ya a un hombre viejo de ojos saltones, con el cráneo afeitado y unas cicatrices horribles en su pecho desnudo; tras señalarle el contenido de la barca, el saloano escuchó unas palabras de un idioma desconocido para Sago, y al fin le hizo un gesto para que se acercara. Las tablas crujían con lentitud en aquella oscuridad creciente. El viejo le miró con ojos vidriosos, examinando sus ropas y su cara como si fuesen parte de algún enigma cotidiano. Al fin pronunció unas palabras roncas:
—¿Yulon?
A Sago le costó entender lo que le estaba preguntando.
—¿Saimira? —dijo esta vez. El barquero estaba ahora retirado, observando la barca.
Había otros dos saloanos junto a la caseta de juncos, uno de ellos pequeño, con un gorro cónico muy alto que se inclinaba hacia atrás y que tapaba hasta sus orejas; en cambio, el otro resultaba ser bastante robusto, con un gran tatuaje en la frente de color ceniciento. Cuando volvió a recuperar la concentración en el anciano, Sago supuso que éste le estaba interrogando por regiones del mundo de las que pudiera venir. Quería saber de dónde era, supuso.
—Barda Hs —dijo Sago, y el viejo observó sus zapatos sucios. Luego, tras alzar la mirada de nuevo, comentó:
—No hablar bien tu lengua de las estrellas. Saber si llevas a un futuro andj con nosotros. Saber si querer entrar de verdad aquí.
—Sí —dijo Sago y miró a la cápsula—. Quiero entrar, y os la traigo a vosotros.
Entonces el viejo cogió su mano izquierda y le examinó la palma muy cuidadosamente. Al fin añadió casi en voz baja:
—Deber dejar aquí una parte de ti, para que la velen los espíritus de la noche.
Y agarró su dedo meñique como si fuera un objeto necesario del rito. Sago le miró con las cejas enarcadas.
—¿Mi dedo?
—¿Querer entrar? —contestó secamente—. Aún poder volver a la orilla. No ser el primero.
Sago sintió un miedo punzante que corría desde su mano hasta el pecho como en ondas eléctricas. No podía comprender el grado de barbarie de aquella tribu perdida, ni cómo podía haberse adentrado en aquel país de la locura cuando su familia procedía de una clase adinerada y culta que conocía ya dos mundos a parte del suyo. No creían en ningún dios viviente ni muerto, y para ellos el gran desafío de la corta vida de un hombre estaba en poder superar las barreras siderales del espacio. Supuso que la desesperación le había hecho caer en aquel abismo supersticioso, de la misma forma que tantos seres sin esperanza buscan un refugio en algo que les consuele de sus desgracias o temores. Pero ahora que estaba allí, que había atravesado tantos lugares, una conciencia enfermiza se detuvo en la cápsula. Si estaba equivocado, entonces sería un precio pequeño por haberlo intentado después de todo.
Seguramente, una de las muchas razones por las que casi nadie iría a la ciudad de Saloan era que pocos estaban dispuestos a perder dinero o salud en un viaje a una región perdida y bajo unas exigencias tan brutales. ¿Qué hombre cuerdo podría hacer algo así? Por otra parte, disponía de bastante dinero como para mantener la cápsula durante muchos años. Quizá era muy posible que los humildes habitantes de los contornos vinieran hasta aquí a traer sus propias ofrendas, si bien acaso en unas condiciones ya tan malas que el único remedio que los saloanos pudieran darles fuera tirarlas al fondo de la laguna. Una imagen recorrió su cerebro como un latigazo: esa misma mano, acariciando una mejilla sonrosada, cálida. Si aquello era un fraude, un circo bárbaro de impostores con taparrabos y calaveras, entonces quizá mereciese perder igualmente ese dedo: sería el recuerdo de su desdicha, de su vergüenza, sobre todo cuando volviera a casa con los suyos.
Por eso Sago asintió con la cabeza. En poco tiempo, y mientras el barquero vigilaba a cierta distancia, el saloano corpulento puso un taburete sucio de madera delante suya, apenas iluminado por una lamparilla redonda en cuyo interior ardía una llama suave; luego, pronunciando unas palabras bruscas, sacó de sus pantalones un cuchillo corto y ancho con muchas muescas en su filo. El viejo le dijo que se pusiera de rodillas, a lo que Sago obedeció mansamente; para darse más fuerzas, miraba cada vez con mayor frecuencia a la barca. El saloano le sonrió y le entregó una especie de telilla rugosa.
—Poner en la boca —explicó el viejo, que ahora sacaba unas hierbas de una bolsa negra.
El saloano del cuchillo cogió su mano izquierda y la puso sobre la tabla del taburete como si fuera un pulpo. Sago sintió que se estaba mareando, de modo que se colocó el trapo entre los dientes mientras cerraba los ojos. El corazón había comenzado a contraerse de forma violenta, brusca. Quería retirar la mano pero era consciente de que si lo hacía nada de lo que hubiera hecho habría valido la pena. Le devolverían a la orilla enseguida. Por eso cerró los ojos y apretó el trapo. El golpe, ligero y preciso, liberó una descarga de dolor agudo que le hizo rabiar con la tela entre la boca. Por unos segundos creyó que iba a desmayarse, y de algún modo todo comenzó a girar entorno suyo. Levantó una rodilla para ponerse en pie, pero el equilibrio le falló, cayendo de costado. Sentía la sangre que le salpicaba por la muñeca de su mano mutilada, pero alguien le puso algo en la herida y de inmediato percibió un suave alivio en la carne. Así, permaneció varios minutos tumbado mientras el viejo le sujetaba por el hombro y le aplicaba algún ungüento, quizá para que no se infectara el corte. Cuando pudo pensar con claridad de nuevo, se acercó al borde del muelle flotante y vomitó encorvado sobre el agua. Le habían vendado la mano con unos trapos azules envueltos sobre unas plantas de aspecto medicinal.
—Yugán naâ apo —murmuró el hombrecillo.
Entonces el saloano robusto se acercó con un cuenco en cuyo fondo descansaba un líquido turbio.
—Ahora espíritus de la noche velar por ti en tu sueño hacia el andj. Beber esto antes, ayudarte en lo que buscas —dijo el viejo—. Vamos, deprisa.
En medio de la confusión y los dolores, Sago abrió los labios hasta colocarlos sobre el borde del recipiente.
Sudoroso, poco después fue conducido a la barca entre el verdugo saloano y el barquero, que se metió el dedo amputado en una pequeña bolsa con un cierre de hilo de tripa. Al fin se reclinó sobre la madera, tocando con la punta de su zapato la superficie redonda de la cápsula. Merecía la pena intentarlo, se dijo para convencerse de aquello. La barca se internó en el cráter a través de la profunda grieta; Sago observó aturdido las dos enormes hojas de madera plegadas de una puerta gigante hundida en las aguas; el olor a fango y musgo era muy poderoso, y se mezclaba en sus percepciones con el dolor de su herida. Reparó casi febril en las manchas verdosas que bañaban las tablas inferiores, y se dijo que estaba entrando en un reino imaginario. Entre las paredes rocosas de la grieta, pronto avistó centenares de luces cálidas procedentes de la pequeña ciudad que rodeaba el foso. Nunca había visto nada tan extraordinario, pensó con los ojos entornados por el dolor: casas chatas de formas rectangulares y colores blanquecinos se apiñaban sobre una ladera circular alternadas con edificios altos con cúpulas siniestras y largos escalones que descendían a lo largo de sus desniveles hasta la propia laguna.
Apenas podía controlar su visión, difuminada. Sus pensamientos eran una masa difusa de impresiones mudas, apenas retenidas por los aguijonazos que recorrían su herida abierta. Cruzaban ya el centro de la laguna interior. Al fin vio a un monstruo de arbustos y piedra volcánica que se acercaba poco a poco desde la orilla: era una construcción alargada con una escalinata que se hundía en las mismas aguas del cráter.
—Ungh —gimió, sintiendo un vértigo creciente. Se enderezó sobre la barca, pero sin apenas darse cuenta, las formas y los colores de aquel sitio se distorsionaron hasta desaparecer poco a poco en una masa turbia. De pronto, desde algún lugar, había empezado a surgir un crepúsculo distante, sobre una colina de hierba púrpura.
—¡Mira! —dijo Idela, y señaló con el dedo al cielo ocre: una sombra gigante parecía a punto de perderse en las alturas. Caribecca era como un enorme y pálido melocotón semioculto por la luz de Irnx, la estrella común a ambos mundos.
—Es un Leviatán de cola —reveló, tumbado en el suelo—. Va a Caribecca, seguro.
Los ojos de Idela resplandecían mirando hacia arriba.
—Algún día te llevaré allí —dijo.
—No te creo —dijo Idela frunciendo el ceño infantilmente. Sus rasgos eran suaves, su piel sonrosada.
—Cuando tengas edad y tu gran-pater dé su aprobación, iremos en uno de esos.
—¿De verdad? —dijo Idela, y su mirada se iluminó de una forma repentina—. ¿Me lo prometes?
—Claro, tonta, ¿qué te crees?
—Pues dilo.
Vio que Idela se acercaba hasta besarle los labios.
—Está bien, pesada. Te lo prometo.
Silencio.
Cuando volvió a abrir los ojos, percibió que unas imágenes borrosas comenzaban a adquirir consistencia y volúmen. A su alrededor olía a polvo y humedad, un aire gris que saturaba sus fosas nasales como un gas nocivo. Había levantado la vista de forma casi inconsciente, tratando de enfocar su mirada en objetos ahora nebulosos, casi distantes. Con lentitud, se miró una mano como si no la reconociera o fuese un apéndice ajeno a su cuerpo: tenía cuatro dedos y un muñón enrojecido en la zona del meñique; luego se percató de un hecho que casi parecía trasladarle a la barca de la laguna: aún estaba sentado, pero sobre una especie de asiento robusto de piedra blanca, enmedio de una cámara en penumbras. Casi se mantenía erguido sobre el respaldo liso, murmurando palabras confusas.
Al cabo de unos minutos, distinguió unas paredes oscuras que terminaban en un techo abovedado con una ventana redonda desde la que caía una luz pálida, un haz oblícuo que bañaba sus pies inmóviles; unas criaturas diminutas y transparentes flotaban en el foco de claridad como anémonas en el fondo de un océano. Tuvo que transcurrir otro rato hasta que comenzara a preguntarse qué estaba haciendo en ese lugar. Dos filas de hombres encapuchados flanqueaban las columnas; cada uno portaba una especie de cayado largo de bronce bruñido en cuyo extremo había alguna piedra de color reflectante. En medio de aquella calma, Sago recordaba lo que había hecho en un momento que consideraba reciente pero que no podía precisar de ningún modo.
Sin duda, había llevado la cápsula hasta el interior del cráter para mostrar a Idela como ofrenda al culto cgaa de Saloan; a cambio, esperaba la promesa de una magia cuyo fondo nunca hubiera imaginado, pero en la que deseaba creer a toda costa. El viajero prudente, el pragmático miembro de una familia adinerada había terminado por transformarse en ese tipo de supersticioso que siempre había despreciado en público o en secreto. Y sin embargo, estaba allí por una completa ausencia de alternativas. La muerte siempre había cerrado todas las alternativas, desde el principio.
Al fin, Sago oyó un ruido sordo de pisadas por el ancho corredor que tenía enfrente, enmarcado por un pórtico de unos cinco metros de altura y sobre cuya cornisa se representaba a un ser mitológico, una especie de animal marino de muchos tentáculos y una cola que concluía en forma de arpón. Una sombra apareció en la sala; tras la bruma de su mente, distinguió como pudo a una figura alta con máscara que llevaba un báculo en cuyo extremo descansaba una piedra de color rojo con forma de hexágono; su máscara parecía de marfil, con signos circulares grabados en su superficie irregular. Unos ojos acuosos le miraban por el hueco de los orificios.
—Llegar hora —dijo con voz ronca.
—¿Qué… qué habéis hecho… con ella? —dijo Sago al fin, inclinando un poco su espalda hacia delante.
—Pasar ya primer y segundo ciclo de vida. Aún faltar tercero y último —dijo el hombre del báculo, y por un segundo la piedra roja destelló al sumergirse en el dedo de luz que caía desde arriba.
—¿Pudisteis… abrir… la cápsula? —dijo algo temeroso, y las manos que habían descansado sobre la piedra se cerraron formando unos puños rígidos.
—No, tú abrirla.
—¿Yo? —dijo Sago, pero no recordaba cuándo había hecho aquello. Tal vez antes de que se durmiera o se desmayara en la barca, o después, no podía precisarlo de ninguna forma.
—¿Está… viva? —dijo al fin, y sintió que sus músculos se contraían por la violencia de su miedo.
—Sumergimos dos veces, noche pasada. Aún no viva del todo. Ceremonia del andj. Llegar hora. Levantar del ghyu del Cwen.
Sago entreabrió la boca sobresaltado por una alegría inexplicable. Idela viva, viva de verdad, ¿cómo era eso posible? Luego se miró por un segundo la herida, el muñón de carne aún tierno: eso era lo único que tenía como prueba inequívoca, una mano mutilada; todo lo demás eran quimeras o hipótesis fabulosas.
—¿Dónde… dónde estoy?
—Venir conmigo —dijo entonces el monje del báculo—. ¿Poder solo?
—S-sí, creo…
Sago se levantó con cierta lentitud del trono de piedra en el que había despertado. Por un momento, las columnas y las paredes se ensancharon, e incluso los monjes parecieron alargarse en su mente como figuras fantasmagóricas.
—Mi… cabeza —dijo en voz baja, y tras unos segundos, notó que no había perdido del todo el equilibrio.
—Vamos —dijo el monje, y Sago alargó una pierna.
¿Qué me ocurre?, pensó.
Con paso vacilante, se dejó guiar a través de aquella cámara enorme, flanqueado por aquellos individuos cuyos rostros estaban ocultos por capuchas grises. Al sentir el suelo desnudo, notó que estaba descalzo, y que la piedra derramaba sobre su piel una humedad profunda. A veces trastabillaba aturdido, pero enseguida volvía a recuperar el paso. En las paredes había dibujos al fresco en las que se representaban a ciertos moradores saloanos, ya fuera en actitud de caza o en medio de ritos religiosos indescifrables. Cruzaron un corredor angosto al final del cual se distinguía una luz pálida que le obligó a entornar un poco los párpados.
—¿Cuándo… cuándo podré verla? —dijo mientras se acercaban al aire libre.
—Enseguida poder. Todos esperarte —dijo el saloano, que golpeaba a cada paso con el báculo de bronce.
Al salir fuera, se encontró ante una explanada de piedras de colores con un grupo de nativos a su alrededor formando un círculo amplio. En el centro, junto a dos saloanos altos recubiertos con corazas y cascos de bronce, figuraba una plancha de mármol oscuro cuyas aristas agudas brillaban suavemente a la luz de aquel nuevo día. Enseguida dedujo que estaban en lo más alto de un gran templo cgaa, en un nivel superior de la ladera desde el que se distinguía la casi totalidad del foso del cráter; unas brumas coaguladas iban ascendiendo con lentitud desde las aguas hasta esparcirse por los bordes, como una copa derramada por un licor de humo.
Un impulso de emoción reprimida invadió a Sago de golpe; de alguna forma creyó entender el motivo de que le hubieran dejado entrar con Idela en Saloan. Como cwen debía ayudarla a conseguir ese tercer ciclo de vida al que había hecho referencia el monje de la máscara. Una brisa recorrió los pelillos de sus muslos desnudos. Miró a la plancha y comprendió: allí revivirían a Idela por medio de algún poder oculto.
—Deber empezar, pronto —dijo el monje de la máscara, y al fijarse mejor, Sago vio que también le faltaba el dedo meñique de su mano izquierda; así, una idea casi absurda retorció esa parte de sí mismo que aún no había sido dominada por la neblina de su mente. Recordó las palabras del viejo cónsul con el que se había encontrado en la aeronave; aquel relato sobre el noble Fermil de Caloa y su desaparición tras su segundo viaje al cráter perdido: ¿y si aquel saloano era en el fondo el mismo Caloa u otro viajero semejante? Delirios, reflexionó confuso, y se sintió cada vez más débil. Luego, apreció que habían escrito sobre sus pies unas marcas muy detalladas, símbolos geométricos mezclados con runas de una lengua desconocida.
Se fijó en los nativos que le miraban, niños, mujeres y hombres ataviados con ropajes muy diferentes a los de los monjes. La mayoría llevaban túnicas blancas cerradas con cinturones hechos con algas de color rojo. En apariencia eran gentes de aquellos lugares, de miradas opacas y curiosas, pero pronto apreció algo extraño en sus facciones.
—¿Quiénes… son? —dijo con dificultad al monje. Se sentía raro, como si estuviera desligado de sí mismo.
—Andjs —respondió la máscara, y Sago notó que un halo sobrenatural le aturdía desde dentro. Andjs, y en algún lugar de su cerebro quiso rechazar aquella suposición casi aterradora. Sin embargo, lo que era imposible para esas personas habría de serlo también para Idela. Los miró de nuevo: estaban pálidos, y en sus ojos flotaba un brillo mortecino, un reflejo oscuro que tal vez presintiese una existencia pasada o anterior, una vida antigua. ¿Era eso posible? Andjs. Debía serlo. Pero no pudo impedir que la inquietud se apoderara de sus pensamientos.
—¿Qué tengo… que hacer? ¿A qué… esperamos?
—Pronto —dijo el saloano tajante, golpeando con mayor fuerza aquel suelo que formaba una especie de mosaico—. Ser el Ghyu del cwen. Ya hablar con Uurg en sueños profundos.
—¿Uurg? —dijo, y se detuvo sintiendo el aire húmedo de la laguna.
—Dios de la carne y el flujo.
—¿Cómo… podré… ayudarla?
—Como ayudar los cwens desde siempre —dijo el monje, e inclinó un poco el báculo mientras esperaba de pie, casi en el centro de la explanada, junto al altar. Sago alzó la mirada al cielo: Caribecca parecía haberse transformado en otro mundo de color fucsia, y la nebulosa de Odrinai era ahora una cola que concluía en una espiral pesadillesca. Luego volvió a fijarse en aquel público silencioso. Un niño blanquecino y cadavérico tenía entreabierta su boca: por un segundo pensó que jugaba con algo entre sus dientes diminutos, pero por la abertura de sus labios sin color apareció de pronto un ciempiés azul que recorría ahora su cara a toda velocidad, hasta desaparecer por la nuca. Sago retrocedió confuso, pero al llevarse un nudillo sobre la cuenca ósea descubrió que los saloanos también habían dibujado cosas sobre la piel de sus brazos.
Sin duda, algo estaba ocupando más y más espacios en su interior, como una inundación que pudiera invadir las estancias de su memoria o sus sentidos. Trastabilló un poco, pero esta vez le sujetaron varias manos invisibles: eran los saloanos con armaduras.
—Mi… cabeza —murmuró, y casi agradeció la ayuda de aquellos hombres.
Desde una zona inferior vertebrada de escalones, aparecieron dos sombras altas ataviadas con gorros cónicos y una joven menuda que llevaba una máscara puesta.
—Estoy… mareado —balbució Sago.
—Descansar —dijo el monje, y colocó la piedra rubí sobre su hombro; acto seguido pronunció varias palabras en su lengua—: Yha’ama.
Tumbaron cuidadosamente a Sago sobre la plancha de mármol.
—Este aire… mi cabeza…
Y miró a la joven que se acercaba envuelta en una túnica blanca y amarilla. ¿Idela?, pensó desde un lugar lejano de sí mismo. Su cabello era castaño, pero también lo tiznaban algunas vetas verdosas y unas pocas algas finas que colgaban sobre sus hombros como adornos mustios; su máscara era mucho más pequeña que la del saloano, y dejaba espacio para dos orificios desde los cuales distinguió el brillo de unos ojos irreconocibles.
—¿Idela? —dijo confundido. El saloano murmuraba ahora unas cuantas palabras roncas mientras los curiosos se arrodillaban entorno a la plancha de mármol. Levantó un poco el cuello, y se percató de que estaba desnudo, y que sobre su pecho también habían grabado signos extraños con alguna tinta oscura. No se había dado cuenta de eso hasta ahora.
Una ceremonia, pensó, y quiso extender el brazo hacia la joven que ocultaba sus manos debajo de la túnica, pero le fue imposible. De repente sintió una amarga incertidumbre, la de que tal vez la joven silenciosa no fuera Idela revivida, sino una simple muchacha de los alrededores con una máscara tosca. Sospechó que los saloanos hubieran sacado el cadáver de la cápsula y luego lo hubiesen usado para alguna clase de rito mortuorio; más tarde se habrían deshecho de ella sin dilaciones.
—Quiero… levantarme —dijo sin reparar apenas en lo que estaba diciendo—, ¿qué… qué me habéis hecho?
El monje cgaa del báculo puso su mano mutilada sobre el hombro de la joven.
—Tyaa á Cwen sjssa —dijo, y sus palabras revolotearon en su cabeza.
—No —balbució asustado, e intentó moverse de la plataforma, pero sus músculos ya no eran suyos. Así se percató de que habían sujetado sus muñecas y sus tobillos con correas de cuero grueso. ¿Cuándo? Imposible saberlo, y vio los rostros cambiantes de los saloanos y sus cascos de bronce.
No, no era Idela, estaba seguro. Los cgaas le habían drogado para mantenerle indefenso y dócil. Sago sentía haber perdido su voluntad, y únicamente miraba el mundo como si se encontrase a una distancia inmensa de sus fenómenos. Incluso los sonidos parecían alejarse poco a poco.
—Monje… ¿dónde… dónde está Idela? Su cuerpo…
Boca arriba, se detuvo tanto en contemplar a la joven que no reparó en el movimiento de sus manos al salir de la túnica.
—Pero…
—¿No verla? —dijo el monje, y desprendió la máscara de la muchacha: en silencio, durante varios segundos, ella le miró sin cambiar su rostro ausente e inexpresivo; llevaba el cabello desordenado por la brisa del cráter, y sus ojos desprendían una luz cenicienta.
Por un instante, Sago vio sonreír a una chica joven, muy bonita: la adolescente con la que se acabaría casando en Dpulus, cuando ella era ingenua y se fijaba en el vuelo de las grandes naves de carga del crepúsculo. Pero el recuerdo se desintegró enseguida dejando la huella de lo que había reconocido en su rostro, casi el mismo que tantas veces había contemplado en los últimos tiempos: una efigie estática tras la pantalla de una cápsula criogénica. Y sin embargo, algo había cambiado en sus rasgos, un aire nuevo e inefable. La joven que le miraba desde arriba parecía Idela sin serlo.
¿Lo había logrado?, pensó con inquietud. Sin duda, era tan joven como la recordaba en su memoria. Justo como lo había sido antes de que organizaran aquel viaje a Caribecca que nunca se produjo, y que ya había quedado como un residuo lacerante en sus recuerdos. Tal vez si hubiera sido mejor con ella, si se hubiera preocupado más de sus ilusiones, la habría llevado antes de que muriese, cuando estaba sana y era feliz.
—Yha nnaâ —pronunció el monje, y de inmediato el cuello de Sago se pegó a la piedra húmeda. De nuevo, apareció de cerca el rostro de uno de los guerreros o soldados, mostrando dientes puntiagudos como los de un reptil.
Durante todo su viaje a la lejana península de Anbo, Sago había pensado en la extraña circunstancia de que Idela se transformara en una ofrenda a oscuros dioses primigenios. Pero ahora, tumbado sobre la plancha fría de mármol de aquel altar desde el que se divisaba la laguna, algo, una parte ya muy pequeña de su propia persona, un reducto rodeado por brumas y voces, sospechó que había cometido un error insalvable dentro de aquella magia fúnebre de los saloanos. Idela no parecía ser ella del todo, pero de alguna forma él mismo tampoco resultaba el mismo hombre.
—No puedo… —balbució, y vio la daga larga y ancha que empuñaba la joven centelleando en el aire. En cierta forma, era como si se hubiera convertido en dos seres: uno que intuía los secretos ancestrales de aquel mundo antiguo, y otro inerme e inútil sobre una superficie ceremonial, un viajero civilizado que había deseado admitir lo imposible y que ahora se engañaba creyendo estar ante el cadáver revivido de su propia mujer.
—Idela —dijo la otra parte de Sago, e intentó convencerse de eso que en su mundo no sería sino algo imposible. Tal vez por esa razón era necesaria la ceremonia, para revivirla completamente. Para traerla de vuelta de un modo absoluto.
La joven cerró los párpados, como si fuera parte de algún rito enigmático. Idela estaba viva, se dijo Sago sudoroso, los cgaas la habían revivido en las aguas sagradas del volcán. Enseguida notó que una parálisis cada vez mayor se adueñaba de sus miembros: las correas chillaban al intentar retorcerse. Trató de levantar la cabeza, pero ya no pudo.
—Idela… escúchame… por favor —creyó decir Sago, pero su lengua estaba dormida—, tengo… nave fuera… ¿Me oyes? Soy yo… Sago, ¿es que… no me ves? Vamos… vamos a salir fuera. Fuera… ¿no me oyes?
La muchacha pálida mantenía ahora los brazos en alto sosteniendo la daga.
—Crakakua á na —entonó el monje de la máscara, que había desaparecido de su campo de visión.
Un terror profundo congestionó sus músculos como ante la parálisis de un veneno mortífero. ¿Era ella? ¿De verdad podía serlo? La duda regresó, oscilante como un péndulo invisible. Entornó la vista como pudo. El mundo volvía a hacerse líquido, vaporoso, y los objetos eran como membranas frágiles a punto de descubrir una verdad más profunda. No, no debía engañarse, ni mortificarse inútilmente. Y la cara de Idela de Soloza se transformó de nuevo en la de una muchacha desconocida, una joven de rasgos extraños.
—Escuchadme… no —dijo Sago en su interior. La punta de la daga tembló desde arriba, dispuesta a hundirse en el aire, pero Sago sólo se fijaba ya en las manitas que sostenían el mango recubierto de piel. Manos suaves, casi infantiles.
Entonces recordó lo que le había dicho el saloano de la entrada antes de ofrecerle el vaso: los espíritus de la noche velarían por él en su sueño por dar con Idela. Sí, todo aquello era un sueño, un largo y retorcido sueño habitado por sombras fantasmales. Casi sonrió al descubrirlo. Sin duda, pronto despertaría de aquella pesadilla. Pronto, muy pronto. Cerró los ojos, dispuesto a diluir cuanto antes aquellas brumas engañosas.
A lo lejos, la brisa recorría aún el foso del cráter.
© 2010 Carlos Pérez Jara por el relato
© 2010 Jordi Gort por las ilustraciones
Biografía
Carlos Pérez Jara, Sevilla, 1977. Economista y escritor, miembro del colectivo Sevilla Escribe. Cuentos publicados: «El ciclo» (revista Calabazas en el trastero: bosques, de la editorial sacodehuesos), «Al otro lado de la llanura» (revista Ngc3660); «Tempus Fugit» (revista Axxón, nº 213).
Sobre Jordi Gort: «Vaig tenir bastanta activitat creativa durant la década del 80, col.laborant assiduament al fanzine lleidatà “ CALLEJÔN” -La revista sin salida-, també realitzant durant un cert temps il.lustracions per la secció d’esoterisme dels suplement d’un dels diaris de la meva ciutat, concretament de LA MANYANA, on vaig publicar il.lustracions per l’horòscop, horòscop xinès, tarot, I Ching…etc. També vaig fer una portada i d’altres dibuixos per la revista de l‘Ateneu Popular de Ponent “RESSÓ DE PONENT” , així com d’altres per un còmic editat en català pel mateix Ateneu que portava per títol “PAPER DE MIRAR”, del que només va veure la llum un número. Vaig realizar cartells de diverses activitats culturals de l’època, així com il.lustracions pel llibre “ELS JOVES A LA LLEIDA DELS 80” editat pel departament de joventut i esplai de La Paeria. També vaig treballar pel diari gratuït CLAXON il.lustrant contes i articles de l’escritor lleidatà J.M. Rexach. Recordo també una exposició col.lectiva a la sala Nausica del Ateneu Popular de Ponent juntament amb els altres col.laboradors del fanzín “CALLEJÓN”. Més endavant també vaig col.laborar amb l’altre diari lleidatà, EL SEGRE, il.lustrant una serie de relats de caire estiuenc, així com amb la revista de música jazz JAZZOOLOGY, en la que vaig publicar una sèrie de dibuixos inspirats en la música. També es meva l’il.lustració de la portada del popular disc LLEIDA CARRINCLONA, amb cançons d’el Parrano, Marqués de Pota i d’en Beethoven.
Durant bastant temps vaig abandonar la creació artística de cara a la galería fins que fa uns quatre anys vaig emprendre l’autoedició de fanzíns personals, dels que ja porto publicats 9 títols, i estic treballant en el nº 10…
Des de fa poc he exposat en tres locals de renom de la meva ciutat les il.lustracions que estic preparant pel llibre que portarà el títol, si tot va bé, de “MANUAL DE SUPERVIVÈNCIA ESTEL.LAR” On es relaten les peripècies del Estol Explorador, cos de la flota terrestre encarregat d’estudiar, clasificar i divulgar les diferents descobertes en el camp de l’exobiologia, pels voltants del segle XXVI.»
Nota de IGE: Jordi Gort va morir subtadament el 2013 a Lleida.