Cuando una película no es un documento es un
sueño, por eso Tarkovski es el más grande de todos.
Se mueve con absoluta seguridad en el espacio de los
sueños. No explica nada, ¿qué tendría que explicar?
Ingmar Bergman
Andrei Arsenievich Tarkovski (1932-1986), hijo del notable poeta Arseni Tarkovski, sólo dirigió siete películas en su poco más de medio siglo de vida, aunque éstas lo hayan elevado a la categoría de los grandes directores clásicos de la historia del cine, los indiscutibles Welles, Ford, Capra, Chaplin, Bergman, Kurosawa o Fellini.

Andrei Tarkovski en pleno rodaje
Los críticos especializados citan entre sus mejores cintas dos que son abiertamente de ciencia ficción, Stalker y Solaris. Siendo así, ¿por qué hemos titulado la «(no) ciencia ficción de Tarkovski»? En sus propias palabras porque «Si en Stalker y en Solaris algo no me interesaba era la ciencia ficción. La ciencia ficción no fue sino un punto de partida táctico, útil para ayudarnos a destacar aún más genéricamente el conflicto moral, que era lo esencial para nosotros.»
Pero no se desprende de los elementos del género y las películas son abiertamente de ciencia ficción. Además, el elemento fantástico está siempre presente en Tarkovski. Su testamento fílmico, ese Sacrificio (1986) en que nada parece real del todo, contiene abundantes referencias a la fantasía y el supuestamente biográfico Zekalo (El espejo, 1975) está repleto de elementos fantásticos que parten de un cierto realismo mágico propio de varios países eslavos de la Europa centro-oriental.
Son muchos los que consideran que Stalker fue su obra maestra, seguida de cerca por Solaris, mas, se elija la que se elija, Ahlmann quiere dejar constancia de su pasión por el gran fresco histórico medieval Andrei Rublev (1966).
El argumento de Stalker (1979) no sigue al pie de letra la novela en que se basa, Picnic extraterrestre, de los hermanos Arkadi y Borís Strugatski, seguramente los autores más llevados al cine después de Dick. Tarkovski toma lo que le interesa de la novela y hace con ello una gran adaptación fílmica en una película imbuida del espíritu de los merodeadores/stalkers y demás intrusos en la Zona. El filme es más positivo que el libro, una oscura novela que lleva la marca de fábrica de los Strugatski, con tintes de Stanislaw Lem, pero sin su sentido de la sátira,
A lo largo de 161 minutos se narra en ella cómo una serie de merodeadores se adentra en la Zona, en realidad cinco puntos del planeta Tierra, donde se verifica por primera vez el contacto con extraterrestres, aunque nunca se llegue a verlos, sólo se alcanza a distinguir el resultado de sus pasos, los restos de un picnic extraterrestre. Estos restos son a veces mortales para los humanos, como descubren a sus expensas los merodeadores y los habitantes originales de los contaminados lugares de contacto, el llamado Foco Irradiador del Dr. Valentine Pilman, Premio Nobel de Física aunque un personaje por lo demás irrelevante en la trama.
Unos mueren y los demás abandonan las ciudades de la Zona, que se convierten en ruinas desiertas. Sólo los stalkers se atreven a penetrar en ellas con Redrick Schuhart a la cabeza, Red para los amigos, sin que falte la personalización de las fuerzas del orden en el capitán Herzog.
En la película, en cambio, cae un meteorito y la zona se cierra por el ejército, que no deja penetrar a nadie en ella. Existe la creencia generalizada de que en su interior hay un Cuarto de los Deseos, una habitación en la que, si consigues entrar, se te concede todo cuanto deseas. Los stalkers sirven de guías a quienes quieren acceder a la Zona y el protagonista (Aleksandr Kajsanovski), del que nunca se dice su nombre, conduce hasta allí a un escritor (Anatoli Solonitsin) y un científico (Nikolai Grinko), sorteando las barreras y los puestos de control.
El viaje está lleno de peligros, acceder a la Zona y sobrevivir es tan difícil como acceder a lo profundo de uno mismo y superarlo. El stalker sabe intuitivamente que ningún camino directo sirve en la Zona, hay que recorrerla indirectamente, el acceso directo te haría enloquecer. Sólo otro stalker ha entrado antes en el Cuarto para intentar traer a la vida a su hermano muerto por su culpa y, cuando regresó a su casa, se encontró inmensamente rico pero sin su hermano, y se suicidó. Nuestros tres hombres alcanzan el Cuarto, mas ninguno de los tres penetra en él.
No es fácil interpretar el simbolismo del cine de Tarkovski. En primer lugar porque exige mucho al espectador, no le concede los atajos habituales del cine comercial occidental ni del cine oficial ruso. Quiere que el filme se viva en primera persona, sufriendo y emocionándose, ofreciendo sólo a cambio el placer de una notable experiencia estética. Parte del público no está dispuesto a la fatiga necesaria para entregarse a ese experiencia y no tiene qué interpretar.
En segundo lugar porque quizá haya poco que interpretar, por más que se hayan afanado en ello los críticos. Más de una vez Tarkovski se mostró perplejo cuando le hablaban de eso. A la pregunta de qué era la Zona, respondió que «La Zona, como cualquier otra cosa de mis películas, no simboliza nada, la Zona es la Zona, la Zona es la vida misma, cuando el hombre la atraviesa se rompe o resiste».
Los tres se detienen en el umbral del Cuarto, ninguno osa traspasarlo. El escritor, que dice buscar la inspiración perdida, en realidad no sabe lo que quiere. El científico ha llegado hasta allí para destruir el Cuarto en nombre de la ciencia, pues es una fuente incontrolable de alteraciones, mas, aunque dispone de una bomba, no la utiliza. Ni uno ni otro van al Cuarto para solicitar un deseo ni para destruirlo, van en busca de la verdad. «Esta ansia sin fin de conocer se acompaña de una eterna inquietud, de privación, de dolor, de desilusión… La Verdad última es inalcanzable».
Por su parte el stalker ya sabía que no iba a entrar, la suya es una misión, una vocación: «Un stalker no puede pedir nada para sí mismo». Y añade: «Todo cuanto tengo, mi libertad, mi felicidad, están conmigo en la Zona, las traigo aquí solas como yo, infelices y desesperadas». Quizá la Zona sea tan inteligente como para no dejar pasar sino a los infelices y desesperados.
Ni el escritor ni el científico comprenden al stalker, pero puede contar con el amor incondicional de su esposa (Alisa Frejnodlkh), siempre dispuesta a aceptarlo. Su hija paralítica y mutante, capaz de mover objetos con el pensamiento, es un contrato vivo entre ellos, que los mantiene unidos por encima de todo.
El estilo de Tarkovski es universal e irrepetible, como el de los directores que amaba, Bergman, Buñuel, Antonioni, Kurosawa, Fellinio Bresson -ninguno americano-, un estilo basado en las imágenes y el ritmo. Elementos tan comunes como la lluvia o el fuego los recoge la cámara para presentárnoslos como si fuera la primera vez que los vemos. Además, la intensa coloración afectiva y la carga de misterio no son el acostumbrado telón de fondo de los personajes, sino que sirven para realzarlos.
Se pensó en principio en rodar la película en el Asia Central, en las cercanías del desierto de Gobi, pero hubo que desechar la idea y hacerlo en un herrumbroso paisaje báltico, escogido con acierto. La buena fotografía, que alterna el blanco y negro con el color, es obra de Aleksandr Kniazhinski.
Stalker ha recibido muchos homenajes fílmicos, desde el gran documental de Salomon Shang en España, con La zona Tarkovski, hasta el de Bilge Ceylan en Uzak, que se nutre de una secuencia clave de la película. Tarkovski, extranjero en su patria, en buena medida extranjero de sí mismo, hace un cine de tempo marcadamente lento, casi estático, contemporáneo del de los hermanos Konchalovski-Mihalkov. Recordamos de éstos realizaciones como Siberiada o Piezas incompletas para piano mecánico, que están imbuidas del mismo carácter estático-metafísico de Stalker, con la que comparten compositor, Eduard Artemiev, aunque en Stalker se escuche también a Ravel, Wagner y Beethoven.
Vi tu película, Andrei. Por supuesto no la vi
toda, es tan larga… Pero lo que vi es el trabajo
de un genio.
Federico Fellini sobre Solaris
El citado Andrei Rublev acarreó a Tarkovski serios problemas con la censura, hasta el punto de que estuvo cinco años sin dirigir una sola película. Los proyectos que presentaba eran rechazados sistemáticamente por los responsables de la cinematografía soviética. Y, entonces, con la adaptación de Solaris, novela del polaco Stanislaw Lem, surgió la oportunidad de ofrecer una realización viable, tanto para las autoridades del cine ruso como para los intereses del director.
Que fuera ciencia ficción satisfacía a los unos y su carácter filosófico satisfacía a Tarkovski, cuyas intenciones desbordaban largamente las de la novela: lo que pretendía llevar a la pantalla era la búsqueda de la verdad y los límites del conocimiento, de la comprensión por parte del hombre de la naturaleza y de sí mismo, para llegar a la conclusión de que el hombre no sólo es incapaz de comprender el universo, sino siquiera a sí mismo.
Hubo de rodarla con la mitad del presupuesto asignado, burlando los ojos inquisidores de los burócratas socialrealistiks de la productora estatal Goskino. Cuenta en sus memorias cómo unos arremetieron contra él por mostrar un planeta Tierra sovietizado, mientras otros lo hacían porque no era suficientemente explícito sobre los logros soviéticos (!). Pese a todo, la película, perfectamente planificada y diseñada, ha pasado a la historia como una de las mejores cintas nunca rodadas de ciencia ficción.
Al igual que se presentó el Cor Serpentis de Efrémov como la respuesta rusa al First Contact americano de Leiber, no faltó quienes presentaran Solaris como una respuesta al 2001 de Kubrick, lo que carece de sentido. Eso sí, es el primer contacto adulto de la ciencia ficción con una inteligencia no humana.

Donatas Banionis y Natalia Bondartxuk
De duración similar a la de Stalker, apenas diez minutos más, tiene un tempo también semejante, lento hasta dar pie a la cariñosa ironía de Fellini que reprodujimos más arriba. Y tiene, incluso, paisajes cercanos, aunque parte importante de la narración se desarrolle en la estación sideral que orbita en torno al planeta Solaris, que recibe ese nombre por su parecido con una mancha solar.
El psicólogo Kris Kelvin (Donatas Banionis) es enviado a la estación sideral porque sus ocupantes han dejado de enviar informes y se teme por su salud mental: ha de intentar recuperarlos o proponer el cierre de la estación. La atmósfera que encuentra es inquietante e imperan por todas partes el abandono y el desorden. Uno de los tres investigadores, su viejo amigo Ghibarian, se ha quitado la vida en circunstancias nunca explicadas y es preocupante el estado de los otros dos, Sartorius y Snaut (Nikolai Gorinko y Yuri Yarvet), que se muestran inaccesibles. A más de uno del taller le han llamado la atención las corbatas espaciales, las que luce en la estación Sartorius, precursoras de las de Gattaca.
Solaris no se parece a ningún otro astro conocido, está enteramente cubierto por un océano de un gelatinoso líquido plasmático y parece que constituye un único enorme ser vivo, capaz de pensar. De extraña manera, cuando se pone en contacto con otra conciencia, lee sus pensamientos y los materializa en forma de las personas que más les importan.
La misión tiene por objeto entrar en contacto con el planeta e intentar entender qué es. En este sentido, Lem introduce en la novela gran cantidad de información, que falta en el filme, donde sólo se establece que Solaris se escapa de la comprensión humana: por más que se pueda hacer toda clase de mediciones y obtener toda clase de datos, Solaris seguirá siendo un misterio inexplicable.
Aunque Kelvin no lo sabe, el planeta ha leído los pensamientos de los científicos de a bordo y ha materializado en el interior de la estación personas que han tenido un significado en sus vidas, y a esto se deben los problemas psicológicos que sufren. Cada uno queda indisolublemente ligado a la persona que ha evocado y Solaris le ha dado.
A diferencia de la novela, la Película recrea una estancia de Kelvin en la casa de campo de sus padres, antes de partir para su viaje iniciático, de un modo que plasma con viveza el antagonismo Tierra-Solaris. La lentitud de sus movimientos, su intensa concentración, su soledad en medio de la naturaleza, el silencio que reina su alrededor testimonian cómo se prepara para la partida. Sus últimas horas las consagra a una especie de meditación. Quema después todos sus papeles inútiles, sólo desea conservar los esenciales, una foto de su novia perdida y un video de su infancia feliz. Hasta la música es diferente. En la Tierra suena el hermoso preludio coral de Bach «Ich ruf zu dir, Herr Jesu Christ», y en Solaris se escucha música moderna de Eduard Artemiev, responsable del arreglo de la de Bach.
La fotografía, de Vadim Jusov, pasa sin embargo del color al blanco y negro y viceversa sin una secuencia temporal reconocible. No se da el color para Solaris y el blanco y negro para la Tierra, ni el uno para el tiempo presente y el otro para los flashbacks.
Al llegar a Solaris el ritmo se acelera y pronto descubre su secreto. Sometido a un bombardeo de rayos X, ha respondido con otra radiación, la materialización de personas. Ghibarian recibió la suya y Sartorius y Snaut alojan sendos «huéspedes». Éstos guardan una semejanza perfecta con los seres humanos, aunque poseen una estructura celular neutrínica, lo que las hace indestructibles.
Kelvin recibe a Khari, la novia que se suicidó hace diez años y, tras un rechazo inicial, en que la arroja fuera de la estación, ella regresa y él la acepta. Sabe que no es Khari sino una réplica, mas no puede dejar de amarla. Tiene sus propios sentimientos y su manera de ser, que no son suyos, sino los que él creía que tenía y Solaris ha tomado de su cerebro. Pasan los días y, mientras la misión sigue intentando establecer contacto con el planeta, Khari se va «humanizando» y trastornando: «Sé que soy una copia, pero me estoy convirtiendo en una persona».
Sabedor de que ha alcanzado los remotos confines del universo para encontrarse a sí mismo y a su memoria, divorciado ciencia-conciencia, Kelvin se mueve entre el rechazo de una resurrección impasible, sabiendo que Khari no podría vivir en la Tierra, y el deseo cada vez más irresistible de reconstruir su amor perdido, para lo que ha de dejar de racionalizar.
En 1968 Borís Nirenburg había rodado Solaris como una TV- movie en blanco y negro, de 141 minutos de duración, para la cadena estatal soviética, que apenas se distribuyó fuera de la URSS. Es la más fiel a la novela de Lem, aunque los escasos recursos con que contó, con escenarios casi reducidos a una estación sideral de estudio, la hacen poco interesante.
Es más interesante la propuesta de Steven Soderbergh, que rodó una nueva Solaris estando en Berlín en 2003, con una de las mejores interpretaciones de George Clooney en el papel de Chris Kelvin, antes de convertirse en el popular rostro Nespresso. Con una duración de apenas 99 minutos, tíulos de crédito incluidos, sigue la trama de la novela de una forma más elíptica, con más escenas de la vida anterior de Kelvin en la Tierra con la que ahora es su esposa Rheya.
Sigue como jefe de la misión Ghibarian (Ulrich Tukur), pero los investigadores pasan a ser el Dr. Snow (Jeremy Davies) y la Dra. Helen Gordon (Viola Davies), pues Soderbergh quería que hubiera una mujer en la estación Prometheus. Les concede más tiempo y relevancia y los define mejor que Tarkovski a Snaut y Sartorius, pues el filme del ruso giraba casi sólo sobre el protagonista.
Más al estilo del 2001 de Kubrick, la película intenta ser lo más científicamente plausible, naves y estaciones circulares, ausencia de sonido espacial, nada más se escucha la BSO de Cliff Martinez, colaborador habitual de Soderbergh, como una hipotética música ambiental que va siguiendo la acción: si en la película aparecen alucinaciones visuales, la música pasa a ser una alucinación sonora que puede parecer música electrónica pero no es así, se trata de una orquesta con mucha percusión gamelan de Indonesia, toda una joya entre las bandas cinematográficas.
Los elementos fantásticos y oníricos pueblan otra películas de Tarkovski, el vuelo en globo medieval de Andrei Rublev, las levitaciones en El espejo, el apocalipsis nuclear de Sacrificio. El maestro ruso ha sido sin duda uno de los que mejor ha sabido plasmar en la gran pantalla la fantasía y las elucubraciones sobre el futuro y el honre. Tuvo un buen discípulo en Konstantin Loupashanski, al que pensamos dedicar una columna.
Y terminaremos con unas palabras suyas: El fin de cualquier arte, sino se consume como una mercancía, es el de iluminar, para uno mismo y para los demás, el sentido de la existencia, explicar a los hombres su presencia sobre este planeta o, si no explicarla, al menos proponer la cuestión. Una de las funciones indeclinables del arte tiene en su origen la idea de conciencia, donde la impresión recibida se manifiesta como un trastorno, como una catarsis.
© 2011 por el Taller, Alfred Alhmann
Alfred Ahlmann, director de la misión arqueológica española en Turquía, es doctor en Historia, profesor universitario en España e imparte clases en algunas universidades extranjeras: domina varias lenguas. Además de numerosos trabajos profesionales, ha publicado también artículos del género. También comparte en este portal y con Augusto Uribe, la columna sobre los mundos ucronicos Al-Ghazali Al-Magribi.