Hace unos días leí en el periódico un artículo sobre la chatarra espacial que rodea nuestro planeta. Era uno de esos “artículos de fondo” sobre temas atemporales, que suelen mantenerse en reserva en la redacción para utilizarlos cuando queda algún hueco en sus páginas que hay que llenar, aunque aprovechaba la reciente caída del satélite UARS para introducir el tema.
Por asociación de ideas, su lectura despertó numerosos y viejos ecos en mi cabeza, Desde siempre me han preocupado estos temas, y he escrito con frecuencia sobre ellos. Creo que no está de más que vuelva a hacerlo. Aunque en general suelen caer en saco roto, es probable que despierten algunas consciencias, que no conciencias, entre los lectores.
Empecemos con la chatarra espacial.
La caída del UARS
El satélite norteamericano UARS (Upper Atmosphere Research Satellite, Satélite de Investigación de la Atmósfera Superior), lanzado en 1991, con sus 5.675 kilos y el tamaño y la forma de un autobús, es el mayor satélite de la NASA que hasta ahora ha caído de forma descontrolada sobre nuestro planeta. El anuncio de su caída provocó expectación y alarma, entre otras cosas porque ni la NASA fue capaz de aventurar dónde caería: se habló de distintas ubicaciones, entre ellas Okotoks, al sur de Calgary, en Canadá. La NASA advirtió taxativamente que los restos del satélite, que se calculaba que se esparcirían en un radio de unos 800 kilómetros, “eran propiedad del Gobierno de los Estados Unidos”, por lo que “debían de ser entregados inmediatamente a las Autoridades”, al tiempo que añadía, quizá para quitarle un poco de hierro al asunto y equilibrar la balanza, que “la Administración se hacía responsable de todos los daños materiales y personales que pudieran producirse”. Afortunadamente, el UARS terminó cayendo a las 2 de la madrugada del sábado 24 de setiembre de 2011 sobre el océano Pacífico, “lo cual no es tan extraño teniendo en cuenta que el agua cubre un 70% de la superficie de nuestro planeta”, frente a la costa oeste de los Estados Unidos.
Pero el UARS no ha sido el primer satélite de gran peso y dimensiones en caer de forma descontrolada a la Tierra, ni será el último. Ya en 1979 el Skylab, la primera estación espacial estadounidense, tras seis años de vida útil, se estrelló el 11 de julio, con todas sus 75 toneladas, en territorio australiano, cuyas autoridades impusieron a la NASA una multa de 400 dólares estadounidenses ¡“por arrojar basura en territorio público”! En 2001 la estación espacial Mir, con sus 135 toneladas, cayó también en el Pacífico, aunque el suyo fue un descenso controlado. Y el telescopio alemán de rayos X ROSAT (Röntgensatellit) , lanzado desde Cabo Cañaveral en 1990 y abandonado en 1999, debe de haber caído ya, incontrolado, a la Tierra, con sus 2,4 toneladas, a finales del pasado mes de octubre de 2011.
Más de 100 toneladas de chatarra espacial en órbita
Pero no es la caída de los grandes satélites artificiales, controlada o no, elquid de la cuestión. La mayor parte de la chatarra espacial que rodea la Tierra y se mantiene en órbita más o menos inestable es precisamente eso, pura chatarra: de pocas dimensiones en general, pero muy abundante. Según la Agencia Espacial Europea, tan sólo un 7% de los objetos artificiales que orbitan nuestro planeta son operativos; un 22% son obsoletos, no funcionan o están fuera de servicio, en otras palabras, están muertos; un 31% son objetos relacionados con distintas misiones y desechados, como pueden ser los restos de los cohetes impulsores que los han llevado a la órbita; y el 41% restante es calificado simplemente como “otros fragmentos”, sin precisar. Según un informe de la revistaNature, la NASA tiene catalogados en estos momentos más de 9.000 “objetos artificiales” orbitando la Tierra, en su mayor parte en órbitas bajas, es decir por debajo de la órbita geoestacionaria.
Cierto que la mayoría de ellos tienen un tamaño inferior a un centímetro, pero eso no los hace menos peligrosos en su abundancia, teniendo en cuenta además que siguen proliferando de una forma exponencial, y que muchos de ellos son de propiedad privada, principalmente satélites de comunicaciones. La propia NASA ha editado una imagen de la Tierra rodeada por los 22.000 desechos artificiales que se supone que la rodean, y su visión es alucinante. A raíz de ello se han alzado algunas voces agoreras previendo que, de seguir ese ritmo, a partir de 2055 esta proliferación hará que el lanzamiento de nuevos satélites se convierta en una misión prácticamente imposible.
¿Pueden llegar a colisionar dos satélites en órbita de respetable tamaño? Aunque en principio cabría suponer que las posibilidades son más bien remotas, lo cierto es que se trata de algo que ya ha sucedido, y más de una vez. La primera de las más recientes fue el 10 de febrero de 2009, sobre la tundra siberiana, a casi 800 kilómetros de altura, entre el satélite ruso Cosmos 2251, no operativo desde hacia 14 años, y el norteamericano Iridium-33, que formaba parte de una flota de 66 satélites de comunicaciones propiedad de la empresa Iridium. La colisión provocó un gran número de fragmentos que, debido a hallarse ambos satélites en una órbita alta, se dispersaron entre los 500 y los 1.000 kilómetros de altitud, poniendo en peligro otros satélites y operaciones tripuladas, entre ellas la reparación del telescopio orbital Hubble. Otras colisiones pudieron evitarse: En setiembre de 1991 la lanzadera espacial STS-48 tuvo que efectuar un encendido de 7 minutos de sus motores para eludir una probable colisión con el satélite ruso Cosmos 955, abandonado desde 1984. En junio de 2011, el peligro de colisión con un conglomerado de basura espacial, que finalmente pasó a menos de 250 metros de la Estación Espacial Internacional, obligó a sus seis tripulantes a evacuarla y buscar refugio en la nave soviética Soyuz.
Y la cosa sigue, y según todos los pronósticos se irá agravando, sobre todo porque ninguna legislación obliga a los propietarios de los satélites a hacerse cargo de ellos una vez terminada su vida útil, por lo que en general cuando llega este momento simplemente son abandonados, añadiéndose así al problema. Por supuesto, los distintos gobiernos y administraciones mantienen más o menos un control sobre toda esta basura, pero se trata de un control más teórico y estadístico que práctico. Se han propuesto múltiples soluciones al problema, desde los clásicos globos de helio hasta la más reciente, motivada por el “susto” de la Estación Espacial Internacional, la EEI: una nave rusa tripulada que se encargaría de “limpiar” la basura espacial y que según el proyecto podría ser operativa en 2015. Pero ninguna de estas medidas será suficiente si no se ataja de raíz el problema de base.
El problema de la chatarra electrónica
Pero el problema de la chatarra que producimos no se circunscribe tan solo al espacio. Lo tenemos aquí, en la superficie de nuestro propio planeta. Y nos envuelve por todos lados.
Quienes el 14 de junio de 1951 asistieron en la Oficina de Censos de los Estados Unidos a la puesta en marcha del Univac I (UNIVersal Automatic Computer I), el primer ordenador comercial fabricado en los Estados Unidos, con sus 7.250 kilos de peso y su coste de un millón y medio de dólares de la época, jamás hubieran imaginado que sesenta años más tarde casi cualquier hogar dispondría de un ordenador personal de sobremesa de precio asequible, peso ligero y velocidad extraordinaria “al que le harían pronto la competencia los más manejables ordenadores portátiles, encarnados en pequeños maletines cada vez más planos y más ligeros, y las más sofisticadastablets, y lo que aún falta por venir”, capaces de realizar auténticos milagros gracias a los perfeccionamientos en el hardware y a programas cada vez más complejos y sofisticados. Como tampoco hubieran soñado nunca que en los años 1960-70 se inventarían las palabras videojuego y realidad virtual para describir un nuevo modo de jugar y de entender la realidad. Como tampoco, a principios de la Segunda Guerra Mundial, los soldados que se comunicaban con sus unidades mediante voluminosos teléfonos inalámbricos, que funcionaban a través de ondas de radio que no superaban los 60 megahercios, hubieran soñado nunca que setenta años más tarde podríamos hablar al instante con cualquier punto del globo a través de unos minúsculos aparatos sorprendentemente pequeños y delgados que además eran cámaras fotográficas y grabadoras de vídeo y ofrecían videojuegos y permitían conectarse con Internet, entre mil y una cosas más…
Pero esto último, lo de Internet, es otra historia. De lo que quiero hablar aquí es de cómo, en poco más de medio siglo, hemos avanzado de tal modo en el campo de la electrónica que el mundo que conocieron nuestros incrédulos abuelos no tiene punto de comparación con el que nos rodea hoy en día.
Y de cuál ha sido, es y será su coste.
La política del usar y tirar
Ordenadores, videoconsolas y teléfonos móviles: el triunvirato en el que se apoya nuestra tecnificada sociedad actual de la información, después de la televisión. La primera pregunta que surge a la mente de uno es: ¿estamos realmente invadidos? ¿Cuántas videoconsolas, cuántos ordenadores, cuántos teléfonos móviles hay en la actualidad en el mundo? Es difícil responder a esta pregunta: las variaciones en las cifras, según las fuentes de donde procedan, pueden llegar a ser astronómicas, en parte porque la mayoría de fabricantes son reacios a revelar sus secretos de producción y venta, excepto con fines publicitarios. En el apartado de ordenadores esas cifras son más asequibles, aunque también son variables. La consultora estadounidense Gartner ha avanzado recientemente unas cantidades que parecen bastante realistas, si tenemos en cuenta el abaratamiento de los precios en los últimos años: 1.000 millones de unidades en todo el mundo, de las que los Estados Unidos se llevan la parte del león, y Europa el segundo escalón en el podio. Si tenemos en cuenta que la población mundial acaba de alcanzar los 7.000 millones de habitantes en 2011, no deja de ser una cifra realista. De hecho, en los países “civilizados” (léase Europa y Norteamérica y una pequeña parte de Asia), resulta difícil hallar un hogar de clase media que no posea su ordenador personal, del mismo modo que posee más de un televisor. Y los que se han dado en llamar “países emergentes” les están yendo cada vez más a la zaga.
Los teléfonos móviles son otro asunto: son un mundo aparte. En cierto modo han desbancado a los videojuegos en las preferencias de los jóvenes, sobre todo por su versatilidad. Nadie discute su innegable y valiosa utilidad, pero hay que reconocer que además y por encima de su misión original, que es establecer comunicación con otras personas estén donde estén, se han convertido en el juguete preferido de las nuevas generaciones. Y esto se ha hecho notar de forma abrumadora en las ventas de terminales y en la contratación de nuevas líneas. En el año 2006 las ventas de teléfonos móviles alcanzaron por primera vez los 1.000 millones de unidades, y según la Bitikom (Asociación Alemana de Tecnologías de la Información, Telecomunicaciones y Nuevos Medios) se espera que a finales de 2011 los terminales vendidos superen los 5.000 millones, casi rozando el número total de habitantes del planeta. En España esto se alcanzó ya en el 2006, cuando el número de teléfonos móviles en el mercado superó casi en un millón al de habitantes.
Todo esto ha creado una alarmante espiral. Vivimos en una sociedad de usar y tirar. Y las nuevas tecnologías son, sobre todo para la juventud, el caramelo en la boca del niño: siempre hay que estar en lo último. Y las grandes empresas “Nintendo, Apple, HP, Nokia, Ericsson…” se preocupan muy mucho de que siempre haya un “lo último”· o varios, en el mercado.
La pregunta surge de inmediato: ¿y qué hacemos con lo viejo, lo obsoleto, lo desechado?
Aquí entra de lleno el concepto de chatarra electrónica, que incluso ha acuñado una palabra que se ha hecho internacional, e-waste, desecho electrónico. La OCDE “Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos” califica como desecho electrónico “todo dispositivo alimentado por la energía eléctrica cuya vida útil ha caducado”. La Convención de Basilea, por su parte, hila más fino, y en su reunión del 16 de octubre de 2011 en Cartagena de Indias, Colombia, define como chatarra electrónica “todo equipo o componente electrónico incapaz de cumplir la tarea para la que fue inventado o producido originalmente”. Dentro de esta definición se incluyen desde hace años electrodomésticos tan clásicos como los refrigeradores, lavadoras, lavavajillas, hornos tradicionales y de microondas, pero no ha sido hasta hace pocos años que la inclusión de componentes electrónicos altamente sofisticados en la fabricación de todos ellos y la proliferación de nuevos productos, empezando por los nuevos televisores, siguiendo por los videojuegos y los ordenadores, y terminando “por ahora” con los teléfonos móviles, las tablets y demás, que la “basura electrónica” ha empezado a convertirse en un problema, que se va agravando exponencialmente debido al progresivo abaratamiento de estos productos que los pone al alcance de sectores cada vez más amplios de la población, pero también y sobre todo al acortamiento de la llamada “vida útil” de los mismos, no sólo por el descenso en su calidad “la vieja frase “para toda la vida” ha quedado definitivamente obsoleta”, sino también por las innovaciones y perfeccionamientos de los nuevos modelos que aparecen constantemente en el mercado y las constantes campañas de motivación al cambio: la aparición de las pantallas LCD y de plasma en las últimas generaciones de televisores, los nuevos sistemas no frost en los refrigeradores, los nuevos programas de ordenador cada vez más sofisticados, veloces y fiables… Hace apenas un par de décadas la “vida útil” de un electrodoméstico medio se calculaba en unos ocho a diez años; hoy en día se calcula como máximo en unos tres a cuatro, y si vamos a las consolas y a los teléfonos móviles podemos recortarla a uno-dos, no por obsolescencia del aparato sino por la acumulación de prestaciones de los nuevos modelos y por la voluntad de su propietario, ansioso de cambiar a la “última novedad” apenas sale ésta al mercado. Y también porque, dado el progresivo abaratamiento de estos productos y los métodos de fabricación con componentes a base de “módulos”, cuando uno de esos aparatos se avería, en el 90% de las veces resulta más barato tirarlo a la basura y sustituirlo por uno nuevo que intentar una problemática reparación. Y los fabricantes tienen esto muy en cuenta a la hora de diseñar sus productos.
“Tirarlo a la basura”. Aquí surge el problema. Cuando compramos un nuevo televisor, cambiamos nuestro ordenador o nuestra impresora, sustituimos nuestro teléfono móvil o incluso cambiamos de nevera o de lavadora o de microondas, ¿qué hacemos con el viejo? Tengo un vecino que dice haber encontrado la fórmula y la solución con los aparatos de pequeño tamaño: cuando ha de “tirar” algo, lo baja a la calle, lo deja en el suelo al lado de los contenedores de la basura, y se sienta en el bar de enfrente o de al lado a observar; nunca, dice, pasan más de dos horas antes de que alguien se acerque, lo estudie disimuladamente por unos instantes, y termine llevándoselo.
Pero esto no es una solución. En la mayoría de las ciudades medianamente grandes existen lugares especializados, “lugares limpios”, “puntos verdes” o como quiera llamárseles “las denominaciones varían” donde pueden depositarse estos artículos. Pero hay que ir hasta allá a llevarlos: un objeto de pequeño tamaño no comporta más que la incomodidad de desplazarse, pero un gran y pesado electrodoméstico, como un refrigerador o un lavavajillas… Muchas veces la empresa a la que compramos el nuevo aparato se hace cargo del antiguo, pero eso no es una garantía de que vaya a parar al final a un “punto limpio”: he podido ver demasiadas veces terrenos abandonados en el extrarradio de muchas ciudades donde se acumulan sin orden ni concierto montones de oxidadas carcasas de neveras y lavadoras…
El problema de la toxicidad
Y para complicar todo esto, las nuevas tecnologías hacen que varios de los componentes de sus “productos estrella” electrónicos sean altamente contaminantes. Los teléfonos móviles, por ejemplo, contienen en pequeñas cantidades oro, plata y paladio, pero también arsénico y cadmio. Los ordenadores personales contienen plomo, cromo, berilio, cobalto y mercurio, entre otras sustancias tóxicas. De todas ellas, quizá el mercurio sea la más publicitada, puesto que no sólo es tóxico por contacto o inhalación, sino también por ingestión, y se han hallado rastros de mercurio en peces pescados en los más remotos lugares, lo cual confirma la vieja idea clásica: hagamos lo que hagamos, todo lo que ocurre en el mundo va a parar al final, más pronto o más tarde, al mar. El mercurio se ha convertido en el apestado de todas las sustancias tóxicas, hasta el punto de prohibirse su uso en termómetros y otros aparatos de medición que tradicionalmente lo utilizaban.
Los grandes vertederos
Pero el auténtico problema aquí es la saturación. El ritmo de crecimiento del parque electrónico hace que el disponer limpiamentede la chatarra electrónica se convierta en algo que roza la pesadilla. Porque disponerlimpiamente de ella es caro, y los fabricantes de los productos que van a sustituir a los obsoletos no están dispuestos a pagar por librarse de ellos. Según la ONU, se calcula que se generan en el mundo más de 40 millones de toneladas de basura electrónica al año: electrodomésticos en general, televisores, pero últimamente sobre todo ordenadores, impresoras, monitores o teléfonos móviles. El destino teórico de esta chatarra es en principio las plantas de reciclaje, donde se separan sus componentes, se aíslan los tóxicos, y se recicla y se reutiliza el resto. Todo ello en teoría. Según un reciente estudio de la EPA (Enviromental Protection Agency, Agencia de Protección Ambiental) norteamericana, menos de un 15% de los ordenadores existentes hoy en los Estados Unidos se reciclan como corresponde: el resto son simplemente destruidos, incinerados, abandonados…, o enviados a otros países.
Porque, a nivel práctico, resulta más barato deshacerse de esta chatarra enviándola lejos, a países subdesarrollados o en vías de desarrollo, donde los salarios están muy por debajo que en los países más desarrollados. Así, tanto en Europa como en Estados Unidos se han creado toda una serie de empresas de “reciclado” que lo único que hacen es enviar sus desechos a países del tercer mundo, donde el tratamiento de los materiales recibidos dista mucho de ser el que debería, y donde es del dominio público la existencia de grandes vertederos tecnológicos. El mayor de ellos en todo el mundo, según el propio gobierno chino, se halla en la República Popular China, en la ciudad de Guiyu, al sureste del país, en la provincia de Gungdong, en la costa de Shanfou. Empezó a recibir residuos de otros países en 1995, y pronto acudieron a él campesinos de sus alrededores, curiosos al principio, pero atraídos e impulsados pronto por la posibilidad de mejorar sus condiciones de vida. Hoy, cada día llegan buques contenedores repletos con su carga de chatarra electrónica a los puertos de Hong Kong y el delta del Peral River, y el resto del camino hasta Guiyu se hace en camiones. Con una población actual de 192.000 habitantes, 150.000 se dedican exclusivamente al reciclado. China está considerada hoy por hoy como la principal receptora de basura electrónica del mundo, con un millón de toneladas anuales, procedentes en su mayor parte de Estados Unidos, Canadá, Japón y Corea del Sur. Sin embargo, el futuro de Guiyu como receptor de chatarra de otros países no está muy claro, puesto que el acelerado desarrollo tecnológico de China está empezando a producir su propia y abundante cosecha de residuos electrónicos.
Pero Guiyu no es el único: hay otros destinos, todos ellos en países pobres, subdesarrollados o emergentes, para la chatarra electrónica: Nigeria, la India, Pakistán, pero sobre todo África. Uno de ellos, el más publicitado últimamente por los medios de comunicación de todo el mundo y que despierta las iras y las reivindicaciones de los ecologistas, se halla en Ghana, en el golfo de Guinea, concretamente en Agbogbloshie. Agbogbloshie no es ni siquiera una ciudad, sino un barrio periférico de Accra, la capital del país, y desde hace unos años se disputa con Guiyu el discutible honor de ser el mayor vertedero al aire libre de chatarra electrónica del mundo. Cruzado por el río Densu, es considerado como el lugar más polucionado del continente africano. Y tiene un añadido estremecedor: frente a los 150.000 de Guiyu, en Agbogbloshie sólo trabajan unos 3.000…, pero la mayoría son niños.
Tuve ocasión no hace mucho de ver un corto testimonio filmado de Agbogbloshie y su realidad. Los niños “diez, doce, catorce años” hurgan entre los montones de basura electrónica, con su saco al hombro, en busca de metales que puedan reciclar: aluminio, acero, latón, pero sobre todo hilo de cobre, que liberan de su envoltura de plástico quemando ésta en improvisadas hogueras. Sus jornadas son de doce, catorce horas, de sol a sol; con un poco de suerte, en un día afortunado pueden acumular el equivalente a un par de dólares en materiales carroñeados. Los días malos regresan a casa con las manos en los bolsillos.
Ese magro salario no les libra de la insalubridad ambiental ni de las enfermedades. La tierra de Agbogbloshie es tóxica, el agua del río Densu está contaminada, las moléculas del aire transmiten miles de miasmas. Y todo ello a poca distancia de Accra, la capital del país y sede de su gobierno. Mike Anane, un activista local que lleva siete años denunciando la situación, no deja de advertir que los productos electrónicos tóxicos que inundan el lugar, principalmente el plomo y el cadmio, son acumulativos, afectan progresivamente al sistema nervioso y al respiratorio, y comprometen muy seriamente el futuro de todos esos niños. Pero las autoridades hacen oídos sordos, y para esos niños, en su miseria, es peor el hambre de hoy que las enfermedades de mañana.
Sólo un tercio de las chatarra electrónica que se produce en el mundo es tratada como corresponde. Una resolución de 1989 del Convenio de Basilea prohibió los movimientos transfronterizos de todo tipo de sustancias tóxicas. Pese a ello, toda una serie de grandes y poderosas compañías en los países civilizados siguen enviando su chatarra tóxica a los países del tercer mundo, porque les resulta más cómodo y más rentable. Todo ello con el beneplácito de Estados Unidos, que nunca ha aceptado las resoluciones de la Convención de Basilea.
Los cementerios nucleares
Y vayamos a otro asunto no menos comprometido.
Durante algunos años la energía nuclear fue la panacea ante la crisis del petróleo. Antes de que se empezara a hablar de energías limpias y alternativas, el átomo parecía ser la solución, Luego vino la Isla de las Tres Millas, Chernobil, muy recientemente Fukushima, y la cosa no estuvo tan clara. Los peligros de la energía nuclear se han publicitado últimamente con gran profusión por todos los medios de comunicación. El filme El síndrome de China, sólo por poner un ejemplo, despertó la alarma pese a la inverosimilitud de su postulado base, aunque consiguió su objetivo: crear un trasfondo de inquietud acerca de que no se nos dice todo, y de que e cualquier momento “algo puede pasar” en el entorno de las centrales nucleares.
Y, de hecho, algo pasa, Pero el peligro de la energía nuclear tiene dos vertientes, una de las cuales, más en segundo plano, queda algo eclipsada por la espectacularidad de la otra: la existencia de unos peligrosos residuos nucleares y la necesidad de desembarazarse de ellos.
Todo proceso industrial genera subproductos, residuos, desechos, basura, muchas veces nocivos. La fabricación de papel contamina los ríos, las industrias químicas polucionan el aire y el agua…, los ejemplos son infinitos. En el caso de la energía nuclear, el problema se agrava por la duración de la vida de esos residuos. Los considerados de “baja actividad” son los que tienen una vida media “es decir, el tiempo que transcurre hasta que dejan de emitir radiactividad” corta, de menos de 30 años: radiactivamente son considerados casi como “inofensivos”. Los de “actividad media” son los que superan esos 30 años de “vida activa” sin alcanzar los 300, y se considera que necesitan una protección más enérgica. Los considerados de “alta actividad”, finalmente, son aquellos cuya vida es superior a los 300 años, y en general son producidos por el propio funcionamiento del reactor que obtiene para nosotros la energía. Son los más comprometidos, porque la vida media de algunos de ellos es enormemente larga: ¡sólo por poner un ejemplo, la vida media del neptunio 237, un isótopo radiactivo artificial que se emplea en la obtención del plutonio 239, es de más de dos millones de años!
Ese fue el origen de los cementerios nucleares. Con las sustancias de actividad baja el problema no es importante, y en general suelen almacenarse en la misma superficie o a poca profundidad, aprovechando muchas veces los túneles de viejas minas abandonadas. Con los desechos de actividad media y alta el problema es más peliagudo. El método estándar es “blindarlos” en barriles especiales que contengan la radiación y enterrar luego estos barriles en profundas simas geológicas ubicadas en terrenos estables. Desde mediados del siglo pasado se empezaron a utilizar profundas fosas marinas como la de las Marianas “la más profunda del planeta” para arrojar a ellas los barriles, aduciendo que aunque alguno de éstos llegara a romperse y verter su contenido, la misma presión del agua impediría que ese contenido se difundiera. Pese a ello, en 1993 se prohibió internacionalmente el vertido de sustancias radiactivas en el mar “pese a lo cual aún se sigue practicando, no tan esporádicamente”, por lo que solamente quedó la opción de tierra firme.
La necesidad de mantener un control sobre estos residuos hizo que se estableciera una férrea disciplina en torno a ellos que garantizara la seguridad de este almacenamiento. Porque, por muy blindados que estén los contenedores, nadie puede asegurar que algún accidente geológico, un corrimiento de tierras, un seísmo, no pueda reventar alguno de estos barriles y provocar una fuga de su contenido. De hecho, a lo largo del tiempo se han producido varios de estos accidentes. En 1957, en la planta de almacenamiento de residuos de Kisthim, en la por aquel entonces Unión Soviética, la explosión de un contenedor contaminó una superficie de 10.000 kilómetros cuadrados y obligó a la evacuación de casi 11.000 personas. Durante el período 1948-1951, también en la Unión Soviética, una serie de vertidos radiactivos en el río Tetcha provocaron que 124.000 personas resultaran contaminadas. En 1973, en Hanford, Estados Unidos, el tanque 106T “de hormigón reforzado, con un revestimiento de acero de carbono en su fondo” dejó escapar más de 400.000 litros de líquidos radiactivos, principalmente cesio, estroncio y plutonio; no fue la primera fuga que sufría “de hecho era la undécima”, y no sería la última. En 1993 se produjeron tres accidentes en Rusia: el primero en Tomsk, los otros dos en Tcheliablinsk. A los que habría que añadir los accidentes producidos en el transporte de los materiales radiactivos por aire, mar, carretera o ferrocarril, más numerosos si cabe que los “estáticos”.
Los cementerios nucleares en España
España sólo dispone de un cementerio nuclear, el de El Cabril (Almacén Centralizado de Residuos de Baja y Media Actividad de El Cabril), creado en 1993 y situado a unos cien kilómetros de Córdoba, en las estribaciones de la sierra Albarrana, en plena Sierra Morena. Creado en 1985 y habilitado para recibir residuos nucleares de baja y media actividad, su extensión es de quince hectáreas, y recibe una media de 2.000 metros cúbicos de residuos al año. Dada la naturaleza de esos residuos “menos de 300 años de vida activa”, no se entierran, sino que son almacenados en la superficie, en “celdas” de almacenamiento formadas por grandes bloques de hormigón.
Un solo cementerio nuclear para las ocho centrales nucleares operativas que hay hoy en España “sin contar las dos en proceso de desmantelamiento y las siete cuyos proyectos se hallan paralizados a causa de la moratoria nuclear”, sobre todo teniendo en cuenta que El Cabril se dedica únicamente a residuos de corta y media vida, parece más bien poco. En estos momentos las centrales nucleares españolas almacenan sus residuos en sus propias instalaciones, pero sus “piscinas” (nombre que reciben las instalaciones que albergan los residuos) están cada vez más llenas, y es preciso hallar una rápida solución. Pero nos hallamos en España. El gobierno español ha concebido un plan para instalar un cementerio nuclear de trece hectáreas que albergará un “Almacén Temporal Centralizado” “muy reveladora la palabra “temporal”, tan propia de nuestro país”, y que deberá entrar en funcionamiento en el año 2015. Ante este anuncio, y ante la cantidad de municipios que han mostrado su interés en acoger el que se ha dado en llamar ya el ATC “seis en total”, se ha desatado la polémica y la controversia. Se han creado en ellos plataformas de rechazo “el peligro nuclear, la contaminación, vivir en el cráter de un volcán”, frente a otras plataformas de aceptación “la crisis muerde duro: se crearán nuevos puestos de trabajo, las subvenciones y ayudas son algo a tener muy en cuenta”, y las discusiones no cesan, y el proyecto está más o menos paralizado en las arenas movedizas de los despachos oficiales.
¿Y qué hacemos mientras tanto con nuestros residuos? Sacárnoslos de encima, por supuesto, de la manera que podamos: las piscinas de las centrales nucleares están a rebosar, no tenemos ningún lugar donde llevarlos, El Cabril no está adecuado para residuos de alta actividad, y el ATC, aunque su proyecto se aprobó en 2006, sigue bostezando de despacho en despacio. Solución: enviarlos a Francia, que con sus 59 reactores nucleares en activo sí tiene cementerios nucleares, incluso tiene en proyecto la instalación del más grande del mundo. En 1994 la empresa propietaria de la central nuclear Vandellos I, en proceso parcial de desmantelación desde 1989, firmó un acuerdo con la empresa francesa Cogema por el que ésta se hacía cargo de nuestros residuos nucleares, con un coste para España de 40.000 euros diarios. El acuerdo expiraba en diciembre de 2010, fecha en que el ATC español debía de ser ya operativo. Se renovó el acuerdo, con un aumento del coste a 60.000 euros diarios. Un breve cálculo nos informa pues de que, desde 1994, hemos pagado a Francia más de 200 millones de euros por recoger nuestra basura nuclear, una cifra nada despreciable por “un ligero retraso en las obras”.
¿Y quién paga todo esto? Teóricamente el Gobierno, por supuesto, a través de la Empresa Nacional de Residuos Radiactivos, Enresa…, la cual lo incluye en nuestro recibo mensual de la luz. Así que, mi querido amigo, en última instancia somos nosotros, los sufridos contribuyentes, quienes pagamos como siempre el pato a través de nuestro recibo de consumo eléctrico. Porque, mal que nos pese, al Gobierno somos todos.
Hablemos un poco de contaminación
El problema de la energía nuclear es como un pulpo: tiende sus tentáculos en todas direcciones. Hablamos a menudo de contaminación radiactiva, y se nos llena la boca con nuestras propias agoreras palabras. El peligro nuclear está aquí, no podemos olvidarlo, y aunque los tiempos de la guerra fría y de la amenaza de una Tercera Guerra Mundial parecen haber pasado, la literatura y sobre todo el cine nos recuerdan periódicamente lo que puede hacer un loco mesiánico, o simplemente un loco, con un arma nuclear en las manos y el deseo irrefrenable de hacerla estallar en aras de cualquier reivindicación. O nos pintan una historia espeluznante sobre un accidente nuclear que se sale de madre y se convierte en algo imposible de detener, excepto para el héroe de turno.
Pero el peligro de contaminación es algo mucho más insidioso: no reside solamente en la energía nuclear o en los componentes de nuestra industria hoy por hoy puntera, la electrónica. Y así tenemos que nuestra dependencia “aún y pese a todo” del petróleo llena nuestros mares de grandes petroleros, y a veces, pero cada vez más a menudo, por accidente o por negligencia o por pura desidia y avidez de beneficios, se producen vertidos en el mar, ese caldo de cultivo de toda vida, y esos vertidos envenenan grandes zonas de nuestros mares y nuestras costas. O unas industrias contaminantes a lo largo de los ríos, esas otras arterias de las que dependen también un buen número de nuestras vidas, vierten sus residuos tóxicos sin tratar al agua por ahorrarse unos pocos euros, dólares o yuanes, y podemos contemplar el dantesco espectáculo de enormes masas de peces flotando muertos en su superficie.
Y éstas son sólo algunas de las muchas contaminaciones a las que está sometido nuestro mundo. Otra de las bestias negras de nuestro tiempo, el dios Baal de nuestra tecnificada idolatría particular y sin la cual somos incapaces de sobrevivir, es el automóvil. Nuestro adorado coche es, por encima de la energía nuclear, por encima de la electrónica, es uno de los mayores contaminantes atmosféricos del planeta. El dióxido de carbono, el CO2, es uno de los principales gases causantes del efecto invernadero que sufre nuestro planeta, del mismo modo que el gas freón es el responsable de la disminución de la protectora capa de ozono que cubre la Tierra. ¡Y se calcula que a finales del 2010 había 1.000 millones de automóviles en el mundo, y nadie es capaz de calcular cuántos aerosoles se utilizan al día a nivel doméstico, entre desodorantes, ambientadores y demás! A eso se le suma la concentración de gran parte de la población mundial en enormes megalópolis (el área metropolitana de Tokio, la ciudad más poblada del mundo y con más habitantes por kilómetro cuadrado, alcanzó en 2005 los 35 millones de almas, la de Nueva York más de 30), lo cual hace que se creen en ellas y a su alrededor grandes bolsas de polución que disparan las enfermedades respiratorias de sus habitantes y ponen periódicamente en alerta a las autoridades, que se ven incapaces de aplicar más que parches temporales a la situación.
El complicado mundo del automóvil
Detengámonos unos instantes en el automóvil.
Desde que Henry Ford ideara y pusiera en marcha la producción en cadena y la aplicara al mudo de la automoción, este icono de nuestra sociedad actual ha sido durante muchos años el símbolo del progreso, de la riqueza y del status del ser humano, y aunque su proliferación lo ha convertido muchas veces en una molestia, pese a todo se ha constituido en uno de los pilares fundamentales de la industria mundial: si el automóvil desapareciera de repente de la faz de la tierra, su desaparición se convertiría en una catástrofe económica al nivel de la Segunda Guerra Mundial, no sólo por el hueco que dejaría la ausencia de su fabricación en sí, sino también por todas las industrias auxiliares que dejarían de existir, desde los fabricantes de piezas de repuesto hasta los talleres, garajes, concesionarios… Sin olvidar, por supuesto, los almacenes de chatarra al aire libre que son hoy los cementerios de automóviles.
Porque, tras los cementerios espaciales, los cementerios electrónicos y los cementerios nucleares vistos hasta aquí, no podemos olvidar los cementerios de automóviles, los más cercanos a nuestra vida cotidiana: ¿quién no ha visto nunca a un lado de la carretera, al pasar, esos amontonamientos de coches los unos encima de los otros, como un monumento funerario erigido a los restos de viejas glorias pasadas? Alrededor de ellos se ha erigido toda una industria necrófaga de aprovechamiento de sus órganos muertos, que sigue una espiral descendente hasta la muerte última del organismo mecánico, cuando el coche al que se le han extraído ya todas las piezas útiles es sometido al ignominioso destino de verse reducido por las prensas a un cubo o un paralelepípedo de hierros retorcidos cuyo destino último es la fundición. Para muchos éste es el ejemplo más claro de la degradación y la depreciación de los bienes de consumo humanos: ningún artículo de uso cotidiano se desvaloriza tanto y con tanta rapidez como el automóvil, ninguno tiene con su propietario una relación de amor-odio tan peculiar durante su cada vez más breve vida. Y ninguno es, hoy por hoy, tan imposible de erradicar del seno de nuestra sociedad.
Y, por fin, la basura
La Real Academia Española define la basura como “residuos desechados y otros desperdicios – lugar donde se tiran esos residuos y desperdicios”, y basurero como “sitio en donde se arroja y amontona la basura”. Con permiso de la RAE, me atrevería a matizar y elaborar un poco más esa definición, sustituyendo “residuos desechados” por “subproductos resultado de la actividades humanas cuyo valor económico es ya cero y que es preciso eliminar”. Tampoco distingue la RAE entre basura orgánica y basura inorgánica, a pesar de sus obvias diferencias. Pero pese a esta omisión el concepto de basuraestá constantemente aquí, vivimos en medio de ella, la tenemos cada día a nuestro alrededor.
¿Qué hacemos con ella?
Han pasado siglos desde el famoso “¡agua va!” que lanzaban las matronas desde la ventana de sus casas cuando arrojaban a la calle el contenido de sus orinales de noche y desde que las cloacas circulaban al aire libre por un lado de las calles. Pero seguimos generando basura, y cada vez más, puesto que cada vez somos más. Aunque las cifras son aleatorias, se calcula que por término medio cada persona genera a nivel domiciliario entre uno y dos kilos de basura al día, en su mayor parte desechos orgánicos, pero también en creciente cantidad vidrio, papel… y sobre todo plástico. A lo que hay que añadirle los derivados de las distintas actividades humanas y los residuos industriales, algunos de ellos altamente tóxicos.
Pero no hace falta ir tan lejos. Limitándonos a la basura que hemos dado en denominar doméstica, la que producimos día a día en el hogar, descubrimos que buena parte de ella está constituida por esa otra bestia negra de la sociedad: los plásticos, encarnados en miles de objetos cotidianos, pero sobre todo en las bolsas, ese ubicuo contenedor general apto para todas las cosas, el más genuino objeto de usar y tirar que ha inventado la humanidad. Este último tipo de basura es el más preocupante, puesto que no se descompone, no es asimilada por la naturaleza como otros tipos de residuos. De hecho, los plásticos son indestructibles. Los productos orgánicos terminan fundiéndose con el entorno, el metal se corroe y llega a ser asimilado, pero el plástico “los plásticos, pues hay muchos tipos de ellos” es eterno…, al menos en relación con la vida humana. Y es impermeable: todos hemos advertido a nuestros hijos acerca de los peligros de jugar con bolsas de plástico, todos hemos visto en alguna película matar a un hombre asfixiándole con sólo cubrirle la cabeza con una bolsa de plástico.
Pese a todo lo cual, dentro de nuestra vida, el plástico tiene una presencia cada vez mayor, cada vez más abundante.
¿Dónde va a parar la basura?
Limitándonos tan sólo a la basura doméstica “que en el fondo es la que adquiere un mayor volumen dentro de nuestras vidas cotidianas”, más de un 50% de ella lo ocupan los desechos orgánicos: restos de alimentos, etc. Pero cada vez adquieren una mayor importancia otros tipos de residuos menos degradables: papel, cartón, vidrio, y sobre todo plásticos. ¿Qué hacemos con todo ello?
Las grandes y medianas ciudades tienen organizado un sistema de recogida domiciliaria de la basura, y han creado lugares ad hoc para depositarla “almacenarla” en condiciones controladas. En algunos lugares se utilizan grandes plantas incineradoras que convierten la basura en energía, si bien esto poluciona con mayor o menor intensidad la atmósfera, pese a todos los filtros que puedan establecerse. Y en algunos lugares aislados simplemente se entierra y “se espera a que se pudra”.
Todo esto funciona más o menos bien, en principio. Aunque no tan bien como se desearía. Una ciudad grande produce al día del orden de toneladas de basura, algunas de ellas del orden de cientos de toneladas, las grandes megalópolis como Tokio, Nueva York o Ciudad de México del orden de miles. El dónde depositarlas puede ser un auténtico problema. No se trata tan sólo de elegir un lugar, una hondonada que puede llenarse y luego cubrirse con tierra y convertirla en un hermoso parque. Porque la basura es insidiosa. Se filtra. Y no todos los terrenos donde se deposita son impermeables. Las aguas freáticas son un fenómeno común en los subsuelos de nuestro planeta. Y si el filtrado de la basura las alcanza, puede llegar a polucionarlas incluso a muchos kilómetros de distancia. Y la polución puede llegar finalmente al mar. Porque todo termina llegando al mar.
Puede que no nos demos cuenta de la importancia que tiene la basura hasta que nuestra ciudad no se ve afectada por una huelga de los servicios de recogida. Es entonces, cuando las bolsas “de plástico” se acumulan en nuestras calles y los perros las desgarran para hurgar en su contenido, y sus “aromas” alcanzan nuestras pituitarias, que quizá comprendamos la importancia de una eficiente gestión de nuestros residuos. Y de que en el mundo todos somos uno.
Claro que en los países subdesarrollados los problemas son otros. Allí no existen las huelgas de los servicios de recogida de basura en las ciudades. Allí la basura se arroja en cualquier lado, los basureros son enormes montículos de desperdicios que se alzan altos en el cielo, y hay una parte de la población que vive de ellos. Sobre todo niños. Tenemos un duplicado de Guiyu, de Agbogbloshie, con la diferencia de que aquí no se busca sólo algo que recuperar, sino también algo que comer. Son los habitantes de los basureros, familias enteras que han fundado sus hogares en el mundo de la basura, en los estercoleros de nuestra sociedad, disputándose la comida con las aves carroñeras. Para los niños, éste es su patio de juegos, su escuela de la vida. Y muchos son felices así, porque nunca han conocido nada más. Ni la mayoría lo conocerán nunca.
La gran “sopa de plástico” del Pacífico
Vayamos un paso más allá. Y no olvidemos que todo repercute en todo.
Volviendo a los plásticos y a su perdurabilidad, lo que sigue es uno de los últimos y más alarmantes ejemplos del problema que constituye la basura “una parte importante de la basura” a nivel planetario. En 1988, la National Oceanic and Atmospheric Administration (Administración Nacional Oceánica y Atmosférica) de Estados Unidos alertó de la probable existencia de grandes acumulaciones de desechos marinos, principalmente plásticos, en las aguas del Pacífico norte, cosa que fue corroborada entre otros por el investigador oceánico Charles Moore, que en su viaje de regreso de competir en la carrera marítima Transpac se tropezó en pleno océano con una gran cantidad de desechos flotantes, que llegaban a formar incluso pequeñas islas. Como el mar de los Sargazos, otra gran acumulación de residuos en el mar, la Gran Sopa de Plástico, que recibe también otros muchos nombres, se mantiene relativamente estacionaria, moviéndose lentamente al compás de las corrientes de giro del Pacífico norte, y se extiende desde la costa de California al este hasta Japón y Hawai en el oeste. Aunque se desconoce su tamaño real, es grande, se calcula entre un millón y un millón y medio de kilómetros cuadrados. Y crece.
Y es letal.
Porque los plásticos que en buena parte la forman no son biodegradables, sólo fotodegradables en la superficie del agua por efecto de los rayos ultravioletas, lo cual quiere decir que se desintegran en fragmentos cada vez más pequeños, hasta el punto de que pueden llegar a ser ingeridos por la vida marina, las medusas por ejemplo, que los confunden con el fitoplancton, o las tortugas marinas. También las aves marinas los ingieren, así como los grandes peces, que posteriormente pueden ser pescados en otros lugares y entrar así en la cadena alimentaria humana: se han identificado más de doscientas cincuenta especies de aves y peces en todo el mundo afectadas a su paso por la Gran Sopa de Plástico y su emigración posterior a otras latitudes.
La Gran Sopa de Plástico del Pacífico Norte, que últimamente recibe una gran atención por parte de investigadores y organismos oficiales, es uno de los ejemplos más escandalosamente claros de que todos somos uno, de que la Tierra y sus habitantes se afectan mutuamente, y de que en el fondo la hipótesis de Gaia deJames Lovelock de un planeta Tierra autorregulador es cierta…, pero sólo hasta cierto punto.
Alcanzar el límite
Porque todo tiene un límite. Durante la mayor parte de su historia, el ser humano no ha influido mucho en la evolución de su planeta: en el año 0, el nacimiento de Cristo, se calcula que la población de la Tierra apenas alcanzaba los 200 millones de habitantes; en el emblemático año 1000 sólo había alcanzado los 300 millones, a principios del siglo XIX no llegaba a los mil millones. En 2011, sin embargo, hemos alcanzado ya los 7.000 millones. Eso significa una explosión demográfica brutal.
¿Por qué esa curva demográfica? Las razones son muchas y variadas. Simplificando mucho: en los primeros siglos tras la aparición del hombre “que un relativo y discutido consenso sitúa hace unos 50.000 años” las expectativas de vida eran muy cortas, la mortalidad infantil enorme, la lucha por la supervivencia precaria. Luego, ya estabilizada en cierto modo la civilización “en las épocas griega y romana”, las guerras, luego las invasiones bárbaras, sirvieron de regulador demográfico. Más tarde, ya en la Edad Media, las epidemias, sobre todo la peste negra, diezmaron la población de Europa y frenaron el aumento de la población. En los albores del siglo XIX, las mejoras en las condiciones de vida, la higiene, los avances en la medicina, la disminución de la mortalidad infantil y el aumento de las expectativas de vida dieron un gran impulso a la demografía. Pero no fue hasta los albores de 1950, tras la terrible sangría de las dos Guerras Mundiales, que se produjo la gran explosión demográfica. En sólo sesenta años, la población de nuestro planeta ha pasado de los 2.500 millones a los 7.000 millones, un aumento de un 280 por ciento; de hecho, en tan sólo 44 años se ha duplicado, aunque los demógrafos son optimistas y, tendiendo en cuenta la moderada ralentización experimentada en los últimos años, tienen la esperanza de que la población de la Tierra se estabilice alrededor de los 10.000 millones hacia finales de siglo…, con permiso de los países emergentes y en vías de desarrollo.
Pero esto no resolverá los problemas. Volviendo a la hipótesis de Gaia, hasta hace pocos años el hombre no influíaen el planeta: éste podía autorregularse por su cuenta, y las acciones del hombre quedaban diluidas por la acción contrarrestadora del planeta. Ahora ya no. Ahora envenenamos el suelo con nuestros vertidos radiactivos, envenenamos el mar con nuestros plásticos, envenenamos la pesca que consumimos con nuestros productos tóxicos. Ni siquiera nos queda el consuelo de huir de nuestro planeta en busca de nuevos horizontes, puesto que nos estamos cerrando el camino con una barrera espacial que impedirá nuestra huida. Por mucho que la Tierra intente autorregenerarse, existe un límite. Sí, existe un límite.
¿Hacemos algo por remediarlo?
Sí, ciertamente. Estamos llenos de buenas intenciones. Buscamos energías sustitutivas, limpias, para prescindir del petróleo y del átomo; fomentamos el coche eléctrico; reciclamos nuestras basuras según su naturaleza “sin tener en cuenta que, en nuestras viviendas cada vez más pequeñas, ¿quién puede mantener cuatro bolsas de basura en la cocina?”; estamos dispuestos a hacer pequeños sacrificios.
Pero oh, que no nos retiren ninguna de las comodidades que tan duramente hemos ido consiguiendo. Que nadie nos quite nuestra calefacción y nuestro aire acondicionado; que nadie frustre al voyeur que hay en nosotros y nos prohiba utilizar Internet y todas las redes sociales que están apareciendo a nuestro alrededor; que nadie nos quite el coche, aunque sea eléctrico; que nadie nos quite el ordenador que facilita nuestro trabajo, ni la televisión que es nuestro ojo al mundo, ni ninguna de las maravillas interactivas que se anuncian para pasado mañana.
Y no pensamos en los que no tienen nuestra misma suerte. Un amplio porcentaje “aunque quizá no tan amplio” de la población, acomodados en nuestra posición privilegiada de habitantes de un país más o menos desarrollado, no pensamos en los que no tienen tanta suerte. Están lejos, no los conocemos. Podemos condolernos por la muerte de unos amigos en un accidente múltiple, cuando salían de una discoteca con la tasa de alcohol por las nubes, pero apenas prestamos atención a la noticia del tsunami de Indonesia o del terremoto de Haití: están lejos, no podemos condolernos por cada uno de los 7.000 millones de seres que pueblan nuestro mundo. Aunque, eso sí, enviaremos nuestro donativo a una organización de ayuda a las víctimas del último desastre para satisfacer nuestras conciencias, y nos haremos socios de una sociedad protectora de animales, y firmaremos todos los manifiestos que nos presenten denunciando la crueldad y el maltrato con los pobres animales.
Pero esto no es ciencia ficción
dirán ustedes. No, por desgracia, esto no es ciencia ficción: es una brutal realidad. Pero, como dijo Campbell, ningún género literario define mejor el tiempo en el que vivimos que la ciencia ficción. De modo que permítanme que haya compartido con ustedes algunas nociones, algunas ideas, sobre una serie de temas recurrentes que ocupan a menudo mi mente. De hecho, sobre todos ellos “o al menos sobre la mayoría de ellos”, he escrito algún relato a lo largo de mi vida. Y alguno de ellos me ha sido rechazado por el correspondiente editor precisamente por eso, por no ser de ciencia ficción. En lo que estoy de acuerdo con ellos. Ojalá sólo fueran ciencia ficción.
© 2011 Domingo Santos
Domingo Santos (Pedro Domingo Mutiñó), a pesar de ser un escritor de reconocido prestigio en el género (los premios Gabriel, por poner un ejemplo, toman su nombre de su novela homónima), es mucho más conocido por haber sido uno de los editores de la mitica revista Nueva Dimensión durante quince años. Es imposible exagerar la importancia que para la ciencia ficción española ha tenido este autor, que, además de escribir, ha dirigido multitud de colecciones (Superficción, Ultramar, Acervo, Jucar…) y de revistas (la última de ellas la excelente Asimov Ciencia Ficción, de Robel), a través de las cuales ha dejado su impronta de forma indeleble. ActualmenteDomingo Santos vive en Zaragoza, sigue dedicado a labores editoriales y escribe una columna en BEM on Line con el nombre de El rincón de Gabriel.