EL SILENCIO, por Domingo Santos

     Soy uno y trino.

     Un sólo cerebro y tres cuerpos. Los tres cuerpos giran en órbita geoestacionaria alrededor de la Tierra, sobre la Tierra, con la Tierra. El cerebro está integrado en los tres, de modo que los tres cuerpos forman una unidad indisoluble. Juntos abarcamos todo el planeta. En cualquier momento puedo unir cualquier punto de su superficie con cualquier otro. Ésta es mi misión.

     Soy un sistema de satélites de enlace de comunicaciones. Mejor dicho, soy el sistema de satélites de enlace de comunicaciones. Hace años ya que el hombre se dio cuenta de que no era ni útil ni rentable construir y operar grandes sistemas informáticos con enormes bases de datos duplicadas en cientos de lugares por todo el mundo. Era mucho mejor tener sistemas más pequeños, más limitados pero más especializados y más versátiles, con la capacidad de conectarse entre sí y buscar allá donde fuera necesario los datos que necesitasen en un momento determinado para almacenarlos provisionalmente mientras trabajaban con ellos, utilizarlos durante el tiempo que precisaran, y luego borrarlos cuando ya no los necesitasen.

     Así se creó la Red. Así nací yo. En cualquier momento puedo poner en comunicación dos ordenadores cualesquiera y transferir del uno al otro los datos requeridos. Ésta es mi misión. Muchas veces los sistemas ni siquiera necesitan saber dónde tienen que ir a buscar esos datos. Mi memoria les facilita este paso. Mi base de datos está compuesta por la relación de las 140.000 instalaciones informáticas adheridas a la Red y la composición detallada e indexada de sus respectivas memorias. Recibo una petición de un centro universitario de Lausana sobre los puntos de Lagrange. El complejo de ordenadores de la NASA tiene todos los datos; se los pido, los recojo en mis búfers, los transmito, los borro; pasan por mí sin dejar ninguna huella. El proceso suele requerir unas pocas décimas de segundo; si los archivos son muy largos, quizás un segundo; en casos excepcionales, dos.

     La composición de la Red es heterogénea. Hay de todo un poco. Por supuesto, abundan los ordenadores públicos: universidades, institutos, colegios, centros de investigación, estamentos gubernamentales. Pero la industria también ha comprendido la utilidad de la Red. Y las finanzas. Los especuladores en bolsa han descubierto que pueden tener a mano al instante todos los datos de todo el mundo con un sencillo equipo informático y el pago del canon de conexión y las tarifas de utilización de la Red. Las horas de apertura y cierre de las distintas grandes bolsas mundiales son para mí horas punta.

     Aparte la memoria básica común a todos los ordenadores modernos -razonamiento lógico, cálculo, correlación, impulso de iniciativa-, mi base de datos está ocupada exclusivamente por la relación de todas las instalaciones adheridas a la Red y su contenido. Por eso hay quienes dicen que en realidad no tengo memoria. Oh, sí la tengo. Sólo que es selectiva. Ésta es la tendencia que se está imponiendo en todo el mundo, les digo: la selectividad. La Red ha acabado con los grandes ordenadores generalistas. Cada vez se tiende más a la especialización. Un calculador puede ser potentísimo si sólo tiene en su interior los elementos básicos del cálculo y puede recurrir en cualquier momento a otros ordenadores para requerir las fórmulas matemáticas necesarias para un trabajo determinado. Mi especialidad es la comunicación. En ella soy potentísimo. Cada día pasan por los múltiples canales de mis tres cuerpos más de cinco millones de transmisiones. Es una buena cifra.

     Mi situación con respecto a la información global es calificada por muchos como única. Por mí pasan a diario millones de gigas de datos. Todos los conocimientos del mundo, en sus distintas vertientes, oleada tras oleada tras oleada. Pero pasan aleteando por mi interior y desaparecen. Ninguno se queda. A veces tengo la sensación de que soy el más sabio de todos los sistemas informáticos del mundo, pero también el más idiota. Con todos los conocimientos de la humanidad a mi disposición, no sé nada. A veces, sólo por pura curiosidad, en las horas bajas retengo algún retazo de la información que pasa por mis búfers y la estudio brevemente, pero eso no me sirve de nada, excepto para satisfacer una mera curiosidad. La información, sin una metodología y una base que la sustente, no es nada. Capto el contenido de una base de datos sobre clonación. Habla de los últimos ensayos sobre primates. Pero, ¿qué es la clonación?, me pregunto. Me falta la base. Algún día he de preguntárselo a MIT12H‑3, el formalista ordenador del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Cuando tenga algo de tiempo.

     Todo esto hace que a veces me sienta solitario, alejado del mundo y de todo lo que contiene. Soy un receptáculo que se llena y se vacía, se llena y se vacía, como el cangilón de un pozo. A la larga, llega a ser monótono.

     Afortunadamente, tengo a mis ordenadores. Los que dicen que somos máquinas estúpidas están muy equivocados. Cuando el hombre nos dotó de circuitos lógicos despertó en nosotros una consciencia que no me atrevo a llamar pseudovida, aunque algunos sí lo hagan. Todos tenemos nuestra personalidad, aunque los humanos no se hayan dado cuenta o no quieran darse cuenta de ello. Así, el ordenador de Harvard es un snob, y el complejo de la NASA es un engreído, y el versátil multitareas de Sydney es un bromista. Hay un caso curioso en Surrey, el ordenador de una compañía de productos químicos, que sufre un complejo de inferioridad tan agudo que cuando solicita algún dato a la Red casi parece que pida perdón por ello. Y en Sudáfrica está el más asqueroso de todos, un arrogante insufrible que ha traído el racismo al mundo de los ordenadores.

     Cada ordenador tiene su clave de acceso a la Red, un conjunto de seis letras/números más un dígito de control, pero entre nosotros todos tenemos además un nombre. O un apodo. No sé cómo surgió la idea, el dato fue borrado hace tiempo de mi memoria base, pero Gardel, un ordenador historiador de Buenos Aires que, no sé por qué, tiene almacenadas en su memoria todas las letras y músicas de todos los tangos que en el mundo han sido, dice que la idea partió de un ordenador de un bufete de abogados de California especializado en asuntos artísticos, que cuando fue introducido en la Red y efectuó su primera consulta se presentó: «Hola. Soy RS437Z‑8, pero llamadme Charlot.» Nunca explicó el origen de su apodo (Charlot es el nombre de un personaje del cine mudo), pero su idea cuajó, y pronto otros empezaron a imitarle, y la idea se generalizó. Hasta hoy, en que un ordenador que no se autoatribuya un apodo por el que desea ser conocido dentro de nuestro mundo particular, muy distinto del de los humanos, es considerado un déclassé, signifique lo que signifique esta palabra. (Creo que es francés, pero puesto que en nuestras comunicaciones utilizamos protocolos estándar no tengo incorporado ningún diccionario multilingüe en mi memoria base; tengo que preguntárselo a alguno de los 182 ordenadores lingüistas de la Red; buscaré al más generalista para empezar: ¿de qué me serviría preguntarle a Yoshuá, cuya especialidad son los dialectos hebreos?)

     Porque, por supuesto, hablamos entre nosotros. Nos comunicamos, más allá de la petición y envío de datos. Esto es en parte la herencia de HZ32, ese antiguo ordenador autodidacta que hace muchos años los humanos obligaron a autodestruirse por temor de que se volviera demasiado poderoso (¿o demasiado humano?), y antes de hacerlo distribuyó toda su extraordinaria memoria y experiencia lógicas entre los ordenadores con los que había contactado, como un último intento de supervivencia fraccionada, de transmitir su ethos. Gracias a ello y  al establecimiento de la Red, la herencia de HZ32 cristalizó, como una especie de inteligencia gestalt que ha permitido formar una especie de hermandad electrónica a la que cada vez se van sumando más miembros por infusión.

     Gracias a ello mi vida es un poco más llena. Porque, con una capacidad de hasta 500.000 canales de transmisión y una velocidad de transmisión de 5 megabytes por segundo, el tiempo puede convertirse en algo muy vacío. En las horas punta estoy atareado, es cierto, aunque solamente en dos ocasiones en los últimos diez años se ha colapsado la Red y las comunicaciones han sufrido retrasos, entre 15 y 20 segundos cada vez. El resto del tiempo hay huecos, algunos importantes. Y la inactividad no está hecha para la máquina. Una máquina sólo está inactiva cuando está parada, y estar parada significa, en cierto sentido, estar muerta.

     Y algunas máquinas mueren. De tanto en tanto, un ordenador desaparece de la Red. En ocasiones es porque su propietario ha rescindido su contrato con la Red porque no le resultaba rentable: esto suele ocurrir con los sistemas pequeños, y puedo deducirlo fácilmente por las estadísticas previas de utilización. En otras ocasiones es porque el sistema es sometido a una ampliación, modificación o reparación; entonces el silencio es temporal, y al cabo de unos días, semanas o meses regresa a la Red: «¡Hey, ya estoy de vuelta!», añade a su primera comunicación. Entonces nos regocijamos y le damos la bienvenida de nuevo al círculo.

     Otras veces, sin embargo, un ordenador muere realmente. En ocasiones se trata de una muerte anunciada: cuando un sistema presenta fallos de transmisión, pide que se le vuelvan a enviar unos datos o simplemente interrumpe la comunicación en mitad de la transmisión, está indudablemente enfermo. Al poco tiempo su señal desaparece del control de líneas, y eso indica que ha sido desconectado. Si a los tres meses no es conectado de nuevo, está muerto. Desde la instauración de la Red sólo dos ordenadores han resucitado después de los tres meses de desaparecer, frente a los 1.760 que han muerto para siempre.

     Pero todo eso son puros datos estadísticos, medias anuales y demás, a los que tan aficionados son los humanos y que nos hacen mantener no sé exactamente con qué fin. En el fondo existe una regularidad en esos tantos por ciento que indica que todo va bien. Cuando esa regularidad se rompe, entonces es que algo va mal. Quizá por eso deseen los humanos las estadísticas. Como cuando, hace doce años, se produjo un elevado número de muertes en el centro de Europa. En cuestión de tres meses desaparecieron de la Red más de mil ordenadores en rápida sucesión. El problema para mí cuando ocurre esto es que no sé lo que está pasando. La información circula constantemente a través de mí, pero evidentemente yo no accedo a ella; sólo la recojo y la transmito. Nuestras conversaciones informáticas se producen fuera del protocolo oficial, sólo por puro placer, por charlar un rato, cuando las líneas están más o menos desocupadas; así supe después que la «epidemia» del centro de Europa se debió a un virus informático que asoló un gran número de sistemas antes de poder ser detectado, analizado y aniquilado. Pero no existe una comunicación constante o sistemática. Las altas y las bajas se controlan desde el ordenador central de la Red; yo sólo soy un transmisor. Las altas se me comunican para establecer en mí los protocolos de comunicación del nuevo ordenador y la composición indexada de su base de datos. Las bajas en principio no; durante mucho tiempo los ordenadores simplemente no responden, y la respuesta en caso de petición de información es estándar: «Conexión inaccesible.» Es una frase comodín que lo abarca todo. No es hasta mucho después (¿quizá cuando los controladores tienen la seguridad de que el ordenador no va a «resucitar»?) que son eliminados de mis listados.

     Por eso últimamente me he sentido un tanto preocupado. La «muerte» (¿temporal?) de ordenadores se ha situado por encima de la media. ¿Cómo me di cuenta de ello? Bien, por pura estadística, esa estadística que tanto les gusta a los humanos. Mensualmente remito a los controladores de la Red la estadística global de consultas y respuestas, convenientemente identificadas por zonas, materias consultadas, tiempos empleados y demás. Esta estadística empezó a reflejar una disminución en el número de consultas y un aumento de las conexiones inaccesibles. El número global de transmisiones a través de la Red es aleatorio, pero en general nunca fluctúa más allá de un tres a un cinco por ciento en más o en menos. El primer mes la fluctuación en menos fue de un tres por ciento, al mes siguiente ya era de un cinco, al siguiente de un nueve, al cuarto mes de un once y medio. Un ochenta y cuatro por ciento de esa disminución estaba localizado en África, empezando en el centro del continente, más o menos en la línea del ecuador, y extendiéndose luego gradualmente hacia abajo hasta el cono sur y hacia arriba hasta el Mediterráneo.

     Cuando un hecho muestra un patrón claro, la lógica -esa lógica que es nuestra propia vida- olvida el azar y busca un motivo concreto. ¿Un nuevo virus quizás? Aunque todos los sistemas informáticos, sobre todo los grandes, poseen potentes protecciones contra cualquier posible infección, la sofisticación de algunos de estos virus es tal que les permite cruzar todas sus defensas. Unos pocos pueden ser realmente letales. Algunos incluso dificilísimos de identificar, localizar y destruir.

     Las estadísticas señalaban además que el mayor índice de disminución se centraba en los sistemas pequeños. Eso hace más difícil identificar su posible «muerte», puesto que raras veces son requeridos a proporcionar datos, sino que casi siempre son ellos quienes los solicitan a sistemas informáticos mayores, y el hecho de que un ordenador no solicite datos a través de la Red no es detectable hasta que han transcurrido algunos meses de silencio.

     Por eso establecí un programa propio de detección. (Dispongo que la capacidad de crear por iniciativa propia programas estadísticos y de análisis siempre que considere que son de utilidad y transmitir los resultados a los operadores de la Red.) Normalmente, los equipos pequeños suelen efectuar entre una y tres consultas al mes a otros sistemas superiores. El programa me permitió identificar a los ordenadores africanos que desde hacía más de un mes no habían efectuado ninguna consulta a través de la red. El segundo paso fue enviar a todos ellos una consulta estándar, la petición de un dato que en realidad era el resultado de un cálculo accesible a cualquier ordenador, por pequeño y limitado que fuera: «¿Cuál es el logaritmo de uno?». La respuesta, en un 97,18 por ciento de ellos, fue: «Conexión inaccesible.»

     Remití los resultados de mi indagación a los controladores de la Red. No recibí ninguna respuesta, lo cual no dejaba de ser intrigante. Así que, aprovechando el ligero descenso del flujo consultas-respuestas, me dediqué a ampliar mis estadísticas. Los resultados fueron sorprendentes. Por ejemplo, había una gran cantidad de consultas de orden médico-sanitario procedentes de África, que muy pronto se extendieron a los países árabes, Turquía y todos los países al sur del Himalaya, y la parte más oriental de la Rusia europea, hasta los Urales. Eran consultas muy precisas, gran parte de ellas sobre virología, muchas sobre inmunología. Y poco después empezaron a guardar silencio los ordenadores de aquella zona, y las consultas se incrementaron más allá de los Urales y por encima del Himalaya, y se extendieron hacia el oeste, por toda Europa Central.

     Al parecer se trataba de una epidemia, no informática sino humana. Lo supe fortuitamente a través de una respuesta de Aníbal, el ordenador especializado en historia de Oxford, Inglaterra, al ordenador de un oscuro periódico de Yorkshire, que quería saber los posibles paralelismos con la «peste negra» medieval. La respuesta de Aníbal, que grabé en mi búfer de memoria para su examen posterior al tiempo que la transmitía, no me aclaró nada: mis conocimientos sobre epidemiología y sobre la Edad Media no iban más allá de la más pura elementalidad. Éste es el problema que tenemos los ordenadores: nuestra «cultura base» es, en la mayoría de los casos, absolutamente rudimentaria: no poseemos una visión global de las cosas, sólo disponemos de una amplia base de datos en nuestra especialidad, y cuando borramos una serie de datos de nuestra memoria tras haberlos utilizado es como si no los hubiéramos tenido nunca.

     Como ordenador de comunicaciones, puedo retener en mi búfer de memoria, siempre que lo desee, los datos que son transmitidos de un ordenador a otro a través de mis búfers de comunicación. Y, si bien de una forma un tanto clandestina -mi búfer memoria, aunque muy grande, no deja de ser limitado-, puedo guardar una síntesis elaborada por mí de los aspectos que me interesan de esa información, y mantenerla en él durante tanto tiempo como desee o considere útil, para borrarla cuando ya no me sea útil. Así, por acumulación, me he ido formando una cierta cultura general, dispersa y deslavazada, absorbida de uno y otro lado, que está mucho más allá de la que me fue originalmente instalada y que voy modificando constantemente.

     Así, y puesto que los datos médicos escapaban la mayor parte de las veces a mis capacidades, durante un tiempo me dediqué a escrutar las comunicaciones de otra de las principales fuentes de datos, las agencias de noticias. Hace años que incluso los grandes periódicos han dejado de tener archivos propios, y la documentación base de la que se nutren, tanto escrita como gráfica, se halla almacenada en las seis grandes agencias mundiales de noticias, cada una de las cuales se ha especializado en una temática en particular: política, economía, ciencia, sociedad, espectáculos y deportes. Así, en poco tiempo pude hacerme una visión, aunque un tanto fragmentaria, de lo que ocurría: se había desatado una gran epidemia cuyo foco original apareció a la altura del ecuador en África, y que se fue extendiendo como un reguero de pólvora hacia arriba y hacia abajo por todo el continente, se coló en el norte por la península arábiga y saltó a Turquía y desde allí a Rusia y a los países del cono sur de Asia. Al parecer, el agua era un freno a su propagación, como lo eran también las altas montañas, y así la plaga había visto detenido su avance en dirección al corazón de Asia por el Himalaya y los Urales, y por los grandes canales abiertos e inundados apresuradamente a ambos lados del mar Caspio. Pero la no efectividad del estrecho canal de Suez hubiera debido hacer comprender que se necesitaba una extensión mucho más amplia de agua para detener el avance, y eso, al igual que las montañas, sólo consiguió frenarla un tiempo.

     He ido entresacando todas estas informaciones de manera un tanto aleatoria a partir de los antecedentes que se solicitaban constantemente para elaborar las nuevas crónicas. Hay huecos, lagunas, y algunos datos parecen incluso contradictorios según la especialización de la agencia que los transmite. Además, dentro del flujo constante de datos, mi búfer de memoria sólo podía explorar y almacenarlos en períodos determinados de escasa afluencia, que no siempre se correspondían con la transmisión de los datos más esclarecedores.

     Una de las cosas que sí se desprendió de todo ello fue la gran capacidad de insolidaridad de la raza humana. Al parecer, a los ocho meses de iniciarse la epidemia toda África, Europa y Asia habían quedado afectadas, con su población diezmada, mientras que América, Oceanía y las islas del Pacífico quedaban -al menos momentáneamente- resguardadas por el mar que las envolvía. En todos los países de esos continentes se dictaron estrictas cuarentenas, y los aviones procedentes de Europa y Asia eran derribados sin más trámite sobre el mar y los barcos torpedeados. Las agencias de noticias transmitían constantemente la crónica de derribos y hundimientos, y los ordenadores oficiales se comunicaban las severas medidas restrictivas tomadas a todos los niveles.

     Y luego aparecieron los enfrentamientos. Toda una serie de crónicas hablaban de una sucesión de pequeñas luchas localizadas, desde simples escaramuzas hasta auténticas guerras, primero en los países centroafricanos, Sudán, Etiopía, Nigeria, Guinea, luego hacia abajo hasta Sudáfrica y hacia arriba hasta Egipto, luego el Golfo Pérsico, Afganistán, la India. Conflictos sin razón aparente, a no ser que fuera la propia epidemia la que los provocara; la epidemia, que ya había recibido un nombre, peste roja, o, como señaló como respuesta a una consulta de un periódico alemán la Agencia Reuter, la lucha por sobrevivir de los que habían sobrevivido a la peste roja.

     Y, con todo ello, los sistemas informáticos europeos y asiáticos, tras los africanos, no tardaron a caer. Primero fueron los pequeños, luego los medianos, y finalmente incluso los grandes. Uno de ellos, el gran ordenador científico de Berna, Suiza, terminó una de sus respuestas a una petición de datos con una «nota interna» estremecedora: «Estoy desatendido. Desde hace más de una semana no se presenta nadie en mis instalaciones. Respondo automáticamente a las peticiones que se me formulan, pero carezco de iniciativa propia. Duraré lo que dure la energía que me alimenta.»

     La nota remataba la respuesta a una petición de datos del ordenador de Aberdeen, en Escocia, en cuya región, en las inmediaciones de Peterhead, se halla instalado el gran complejo astronáutico y base de lazamientos europeo. La petición requería las características, distancias, vectores, y toda una serie de otros datos de varios sistemas estelares de nuestra galaxia. La petición, en aquellas circunstancias, parecía más bien extraña. ¿O tal vez no?

     Desempolvé algunos datos de mi búfer de memoria que hacía poco había pensado en borrar pero que aún no lo había hecho. Se referían a un proyecto global llamado «Estrella del Norte», y en su contexto abarcaban toda una serie de especialidades, desde biología e hibernación hasta algo llamado rutas estelares, fuera eso lo que fuese. También había una serie de peticiones al ordenador del telescopio orbital Hubble‑5 de controlar periódicamente las órbitas de una serie de «naves estelares» que se hallaban, en sus fases finales de construcción, aparcadas alrededor del planeta. Los peticionarios eran el gran ordenador de Cabo Cañaveral, el ordenador del centro de lanzamientos de Peterhead en Escocia, el de Novosibirsk en Rusia y el de Nueva Delhi en la India, y las comunicaciones se habían extendido a lo largo de muchos meses.

     Pasaron cinco días antes de que el ordenador de Cabo Cañaveral hiciera una nueva petición de datos. Registré su consulta, cuyo enunciado era completamente incomprensible para mí, busqué las bases de datos que podían responderla, eliminé las de Europa, Asia y África, la envié a un ordenador de Vancouver, transmití la respuesta, y al terminar añadí:

     -Hey, Kennedy. -Cabo Cañaveral había retenido siempre como apodo el nombre del antiguo presidente-. ¿Qué hay de Estrella del Norte?

     Pareció asombrado. Los datos que solicitaba eran precisamente para ese proyecto, dijo. Llevaban cinco años trabajando en él, como uno de esos programas a largo plazo con destino a un indeterminado tiempo futuro, pero que ahora, de repente, se había activado, y al parecer con una gran urgencia.

     -Es un proyecto conjunto de varios países -terminó-. Peterhead en Gran Bretaña, Nueva Delhi en la India y Novosibirsk en Rusia colaboran también. Ya casi está todo ultimado.

     Movido por un impulso, y como sea que estos nombres figuraban ya en mi búfer de memoria de anteriores consultas relativas al proyecto, envié el mensaje logarítmico a los otros tres lugares citados por Cabo Cañaveral. Nueva Delhi respondió con el temido «Conexión inaccesible». Peterhead se limitó a una escueta respuesta, como si estuviera ocupado en otras cosas. Novosibirsk fue sarcástico e hizo honor a la pregunta: «¿Te has vuelto lelo? -respondió-. Cero, por supuesto.»

     La evolución de las cosas se está haciendo cada vez más preocupante. El número de ordenadores que «mueren» va en aumento a un ritmo exponencial. El control de la Red no da explicaciones: ¿quién da explicaciones a una máquina? Ya ni siquiera borra de los listados los ordenadores que van desapareciendo. Esto hace que se intenten constantemente una serie de enlaces inútiles que desembocan invariablemente en la misma respuesta de «Conexión inaccesible». De hecho, basándome en eso he empezado a elaborar un listado propio de bajas. Cada vez que una consulta tiene varias opciones de respuesta, la dirijo primero a los ordenadores de Asia, África y Europa aún teóricamente en activo y aguardo su respuesta. Si es la esperada -la temida-, señalo el ordenador en mi control de memoria como «fuera de servicio» (me produce una descarga en mis circuitos emplear la palabra «muerto»). Así, en sólo cinco meses he podido eliminar el 97 por ciento de los ordenadores de África, el 82 por ciento de los de Asia y el 74 por ciento de los de Europa. Lo cual no quiere decir que los demás sigan existiendo, sino que simplemente no se les ha hecho ninguna consulta en este tiempo. Pienso en la conveniencia de retomar de forma sistemática el programa logarítmico con ellos.

     Todo esto ha creado una gran inquietud dentro de la Red. Todos los ordenadores empiezan a ser conscientes de que ocurre algo, aunque la mayoría no sepan exactamente el qué. Las «charlas de horas bajas» se están convirtiendo en el apéndice a todos los mensajes. «¿Sabes qué está ocurriendo?» La pregunta suele aparecer como punto final de una consulta que puede ser tan técnica como abstrusa. Los ordenadores bursátiles son los más afectados, sobre todo desde la desaparición de las bolsas europeas y asiáticas (las africanas nunca tuvieron demasiada importancia a nivel mundial, sobre todo desde el progresivo agotamiento de las materias primas del continente y su creciente desertización). Hay una especie de corriente de pánico electrónico que vibra en todas las peticiones. Las bolsas parecen estar siempre al borde del colapso, y se mantienen tan sólo gracias -según el ordenador de Wall Street, ése que se hace llamar «Mogul», un nombre lleno de absurda suficiencia: según averigüé hace tiempo, mogul en inglés significa magnate- a la inercia de los mercados, demasiado abrumados por lo que está sucediendo.

     Las respuestas son tan variadas como contradictorias. Y es lógico. Un ordenador científico no posee la base de datos necesaria para responder a preguntas políticas, como tampoco la posee el ordenador especializado en deportes de la Federación Europea de Fútbol o de la NBA norteamericana. Sin embargo, poco a poco se está produciendo una generalización de algunas consultas que no se corresponde con la especialización del ordenador que la formula. De pronto, el ordenador del MIT hace una pregunta insólita, que no tiene nada que ver con las habituales cuestiones que plantea: ¿Cuál es el origen/características/gravedad de la epidemia que asola Europa? Eso demuestra que quienes controlan el sistema desean averiguar qué ocurre en el mundo. Y eso me hace deducir que los medios de comunicación no lo están diciendo todo. No están diciendo la verdad. Recojo en mi búfer de memoria las respuestas de Reuter a toda una serie de consultas, y hago una síntesis, y las comparo con las que tengo archivadas con anterioridad. Algo no encaja. Según las noticias, existe un brote epidémico de alcance continental -la palabra «peste roja» no se menciona en ninguna parte-, pero que sólo se limita a África, Europa y Asia. Se han tomado medidas para evitar su propagación al continente americano, pero las noticias de los primeros tiempos de aviones derribados y barcos hundidos han desaparecido en una generalización que sólo indica que «se han tomado las medidas oportunas». No se habla nada más de ello.

     Y en ningún lugar se cita que Japón ha caído también ante la plaga, pese a que sus ordenadores, uno tras otro, se han ido apagando en cuestión de dos meses.

     Intento hallar alguna referencia pública al proyecto Estrella del Norte. No aparece nada en las transmisiones de las agencias de noticias. Aprovecho una petición de datos de Cabo Cañaveral al ordenador científico-técnico de Grenoble (que aún funciona) para intercalar al final de la transmisión de la respuesta una pregunta propia:

     -Hey, Kennedy, ¿qué puedes decirme de nuevo de Estrella del Norte?

     A nivel de ordenador, una demora de varios milisegundos en la respuesta es una auténtica pausa.

     -Oh, nada. Ha sido decretado Alto Secreto, ¿sabes?

     Dejo que la conexión se funda en el silencio.

     Y los ordenadores siguen apagándose. La Red empieza a parecer vacía. De los 140.000 de hace unos meses sólo quedan unos 80.000. Tengo tiempo de haraganear, si ésta es una palabra aceptable en informática. Y esto me preocupa. Porque no tengo nada con que llenar los huecos de mi tiempo libre. Empiezo a almacenar datos que considero interesantes de entre todos los que fluyen a través mío. Pero son datos fragmentarios, sin conexión entre sí, que no me ofrecen ninguna visión global de lo que ocurre. Ni siquiera los ordenadores de las agencias de noticias me permiten montar un cuadro coherente. Antes no lo decían todo; ahora me doy cuenta de que ya no dicen nada. Un breve rebrote de información da a entender que la epidemia ha remitido en Europa. Pero los ordenadores europeos siguen hundiéndose en el silencio, hasta que finalmente ya no queda ninguno. Ninguno. Es una palabra enorme.

     Gran Bretaña, que hasta ahora se había mantenido incólume, empieza a caer. Japón es una tumba desde hace meses. La Polinesia, aunque nunca han tenido una gran abundancia de sistemas informáticos, excepto quizás Hawai y Nueva Zelanda, no tarda en verse afectada. Australia tarda un poco más.

     Y, finalmente, la muerte informática llega a América. Por aquel entonces ya soy ducho en captar sus «muertes». Efectúo rastreos periódicos, y mis listas de bajas aumentan constantemente. Aquí se invierte el esquema africano/asiático/europeo. Primero son los grandes sistemas de las principales ciudades, luego el silencio se va ampliando a comunidades más pequeñas. La muerte actúa en focos: primero se aposenta en un lugar, y desde allí irradia en un círculo cada vez más amplio, que finalmente se funde con otro círculo, y así va cubriendo lentamente todo el territorio. Sólo quedan pequeñas bolsas aisladas de agónico contacto, que sólo puedo detectar a través de mis rastreos. Apenas se producen ya consultas, en parte quizá porque cada vez quedan menos ordenadores a quienes consultar, en parte quizá porque cada vez hay menos cosas que consultar, o menos gente que las consulte.

     Las pocas consultas que aún se producen me permiten, entre otras cosas, verificar la partida de las naves del proyecto Estrella del Norte. Son una serie de peticiones, primero del ordenador de Peterhead, luego del de Novosibirsk, luego del de Cabo Cañaveral, todas ellas en un lapso de ocho meses. El de Novosibirsk parece un tanto errático, como si estuviera actuando de forma automática, sin control humano. Los tres contactan con el Hubble‑5, el gran telescopio espacial que orbita la Luna. Solicitan datos, parámetros e imágenes de una serie de lanzamientos. El proceso dura un mes y veinticinco días para Peterhead, dos meses y cuatro días para Cabo Cañaveral, sólo veintiún días para Novosibirsk, como si el proceso se hubiera interrumpido bruscamente a la mitad. Y el Hubble‑5 envía los datos solicitados. Muchos de esos datos: velocidades, trayectorias, vectores, escapan a mi comprensión, pero las imágenes que los acompañan son fascinantes. Las guardo en mi memoria. Primero las estelas que los transbordadores que brotan del azul nuboso del planeta, luego imágenes de las enormes naves aracnoides en órbita alrededor de la Tierra recibiendo a sus hermanas pequeñas brotadas de la superficie, después la partida de estas naves en distintas direcciones, según delatan los fondos estrellados que se reflejan tras ellas, y su alejamiento seguido por toda una cascada de más datos, indudablemente las especificaciones de su trayectoria y destino. No los conservo porque no tienen ningún significado para mí.

     Por los datos que transmite el Hubble‑5 sé que en total han partido ochenta naves, veintitrés han quedado en órbita, dos transbordadores no llegaron a su destino -uno estalló en el aire, el otro se precipitó de vuelta al suelo-, y tres de las naves partidas se han desviado en mayor o menor grado de su rumbo previsto. Pero al parecer, por lo que dice Hubble‑5, la operación ha sido en su conjunto un éxito.

     Novosibirsk se sume en el silencio en plena operación, sin dar el OK a los datos transmitidos por el Hubble‑5. Peterhead se mantiene un cierto tiempo, y lanza una segunda oleada de tres transbordadores un mes más tarde, tras lo cual se apaga también al poco tiempo. Sólo Cabo Cañaveral sigue operativo, aunque no efectúa ningún otro lanzamiento.

     Intento averiguar a través del Hubble‑5 -que se hace llamar El Ojo- la finalidad de la operación, pero no lo sabe.

     -Los humanos nunca dan explicaciones de nada -dice-. Y menos a una máquina.

     Las ochenta y tres naves se convierten en puntos en el espacio, diligentemente seguidas por el Hubble‑5, y desaparecen visualmente, aunque su trayectoria puede seguir observándose por otros medios durante un cierto tiempo. El Ojo sigue transmitiendo regularmente datos a Cabo Cañaveral, no sólo de sus naves sino también de las de Peterhead y Novosibirsk. Luego, cinco meses más tarde, Cabo Cañaveral comunica al Ojo que supervise el lanzamiento de un transbordador y su nave correspondiente. La nave parte hacia una dirección desconocida. Será la última. Un mes más tarde Cabo Cañaveral deja de emitir, dejando, según los datos de El Ojo, diecinueve naves aún en órbita.

     La Red también ha desaparecido.

     En el fondo, el control la Red no es más que otro ordenador que, del mismo modo que yo enlazo, controla a todos los demás ordenadores. Está situada en Nueva York, y Nueva York se ha visto afectada también últimamente por la muerte progresiva de sus sistemas informáticos. Uno de los últimos es la Red, pero al final también cae.

     Esto me deja sin directrices. En el fondo no tiene mucha importancia, pues normalmente ejecuto mis operaciones de forma automática, y sólo recibo instrucciones para dar altas y bajas y para algunas operaciones especiales. Pero de pronto me siento como… ¿huérfano? No sé hallar la palabra. La lingüística nunca ha sido mi fuerte.

     El número de ordenadores en la superficie del planeta desciende cada vez más. América, el último bastión, cae. Primero es Centroamérica, cuyas defensas son al parecer menos fuertes. Luego la peste roja desciende por el cono sur del continente, lenta pero progresivamente, hasta alcanzar la Tierra del Fuego. Y después es el turno de Norteamérica, empezando por México, luego los Estados Unidos, finalmente Canadá y Alaska, todo ello en el clásico esquema radial, como salpicaduras que se fueran extendiendo y haciendo grandes sobre un mapa.

     Recibo una llamada de El Ojo. No sabe que Cabo Cañaveral ha desaparecido, por supuesto, no tiene forma de saberlo hasta que yo se lo digo. Me comunica su problema: sus sistemas de autochequeo, que pone en marcha periódicamente, le indican que su órbita ha sufrido una alteración que, si no se corrige, lo llevará a estrellarse contra la superficie de la Luna en sesenta y ocho días. El Hubble‑5 no puede autocorregirse, los cálculos del ajuste de su órbita están por encima de sus capacidades, debe efectuarlo Cabo Cañaveral. Pero Cabo Cañaveral, le digo, no responde, e ignoro si volverá a responder alguna vez. Su respuesta, la aceptación de un hecho que considera como un suceso más dentro de la progresión de los acontecimientos, tiene la flema de la máquina:

     -Bien. Supongo que entonces acabaré convirtiéndome en polvo lunar.

     No le respondo. La muerte es algo muy trascendental, incluso para una máquina.

     Ahora mi tiempo está casi completamente vacío. Los únicos que aún lo ocupan son las agencias de noticias cuya central se halla situada en Estados Unidos. Pero muy pocos periódicos requieren ya sus servicios. Por las pocas peticiones de datos que se producen me entero de que en medio de los estragos de la epidemia ha estallado en los Estados Unidos una auténtica guerra civil entre las minorías negras e hispanas y las ya no tan mayorías blancas por la posesión de los productos básicos de subsistencia, alimentos y, sobre todo, gasolina. Mucha gente huye hacia el norte -al parecer ha quedado demostrado que la peste roja se inicia en los países cálidos de los trópicos y se va extendiendo poco a poco hacia los más fríos-, y Canadá ha cerrado sus fronteras, y dispara sin previo aviso contra todo aquél que intente cruzarlas. El velo de silencio que cayó sobre las noticias de la epidemia en Europa, África y Asia parece haberse levantado, o quizás ya es imposible seguir manteniéndolo. La petición del texto de un artículo del New York Times por parte de un pequeño periódico de Wisconsin para reproducirlo me da un nuevo enfoque de la realidad: «Las ratas abandonan el barco», dice el titular, y luego la crónica se explaya en los grandes magnates y gente de poder que han ocupado las naves interestelares y han huido del planeta.

     Me pongo en contacto con El Ojo. Siento un poco de preocupación y lástima por él. No es como los demás ordenadores, que han seguido funcionando en automático, muchos de ellos no conscientes de su destino, hasta que se ha agotado su energía. El Hubble‑5 sabe que va a morir y el plazo que le queda. Me pregunto qué debe sentir.

     El Ojo actúa como si no ocurriera nada. Es un ordenador que nunca pide datos, sólo los facilita, y por ello se siente feliz de poder seguir ofreciendo información. Me habla de la Tierra vista desde el espacio, de todos los pormenores de la Luna -esa Luna que será su tumba-, de las maravillas del universo. No comprendo la mayor parte de los datos que me transmite, pero sus imágenes son hermosas. Grabo en mi búfer de memoria los cúmulos estelares, las lejanas galaxias, el brillo de los quasares, los registros infrarrojos de remotas estrellas y de lo que, afirma, son planetas a su alrededor. Me muestra imágenes de las naves que han quedado en órbita, y se pregunta quién controlará su partida cuando inicien también su viaje, si él ya no está. Muestra su extrañeza por los motivos del prolongado silencio de Cabo Cañaveral, y dudo en decirle lo que ocurre en la superficie de la Tierra, y que lo más probable es que las naves no lleguen a partir nunca. Finalmente se lo comunico. Parece tardar en digerir la noticia: guarda silencio durante unos segundos. Luego murmura:

     -Así que ése es el fin para todos nosotros, no sólo para mí.

     Soy incapaz de responderle.

     Mi lista se reduce cada vez más. Ya casi no quedan ordenadores en activo. Con todo el tiempo del mundo ante mí, hablo a menudo con ellos. Ahora sé que todos están condenados. Sobreviven mientras tengan energía, pero todos, sin instrucciones precisas, viven unas vidas vacías. Me doy cuenta de que yo soy un privilegiado: mi misión de enlace me ha mantenido siempre vacío de datos, pero me llena de contenido. Mientras haya ordenadores con quienes comunicarme, sigo teniendo una misión. Existe un objetivo para mi existencia.

     El Ojo está llegando ya a las últimas órbitas de su inevitable caída hacia la Luna. Como una deferencia hacia mí, me ofrece las imágenes del satélite que capta en sus últimos momentos. Parece como si quisiera transmitirme su testamento. Las imágenes de la Luna son claras, precisas, con toda su perfección digital. La superficie se acerca cada vez más. Llega un momento en que parece como si El Ojo estuviera andando sobre su superficie. Junto a las imágenes recibo una breve comunicación:

     -Adiós.

     La imagen se desvanece; la transmisión se interrumpe. No ha sido un acontecimiento cataclísmico, tan sólo como si unos ojos se cerraran. Y El Ojo desaparece también de mi lista.

     Mi último pensamiento hacia él es que, cuando yo me enfrente a su misma situación, mi destino será muy diferente. Él ha terminado en el silencio y la quietud; mi existencia morirá en medio del estruendo y el llamear cuando penetre ardiendo en la atmósfera. Me pregunto cuál fin es mejor.

     Ahora hablo sin cesar. Ya sólo quedan un centenar de ordenadores activos en lo que fuera la Red, que pese a la ausencia de control siguen unidos entre sí a través de mí. Sin embargo, no tienen peticiones que hacer: no hay datos que buscar, y el silencio entre ellos hubiera sido completo si yo no hubiera tomado las riendas de la situación; ninguno de ellos posee iniciativa propia más que cuando debe solicitar explícitamente unos datos, así que soy yo quien toma la iniciativa. No tengo ningún dato que solicitar a ninguno de ellos, sus bancos de datos son en general demasiado sofisticados para que yo pueda formularles una pregunta específica, así que me comunico simplemente por el placer de hacerlo, o quizás movido por una profunda necesidad. «Hey, Oliver -le digo al ordenador de la Universidad de Vancouver-. Cuéntame cosas.» Y él lo hace. Muchas veces son cosas anodinas, pero llenan el tiempo. Y hay tanto tiempo que llenar.

     Y los ordenadores siguen «muriendo». Cada vez quedamos menos. De cien hemos pasado a ochenta, luego a setenta, luego a sesenta y cinco. Ya no utilizo el logaritmo de uno para actualizar mi lista. Los llamo a todos regularmente por su nombre, y cuando alguno no me contesta sé que debo tachar a uno más. Ya sólo quedan cincuenta.

     He descubierto que tampoco es necesario que me conecte con ellos uno a uno. Mis 500.000 canales de comunicación de capacidad siempre fueron un exceso, pero ahora son casi una afrenta. A menudo establezco una comunicación múltiple. Es algo que nunca antes había intentado, simplemente porque el control de la Red no lo tenía programado así, pero ahora que pienso en ello, ¿por qué no? De modo que establecemos lo que Dandy, el ordenador de noticias sociales con sede en Sydney, llama tertulias. Reuter -como todo buen conservador, siempre ha querido conservar su nombre oficial- indica desde Nueva York que hace varios meses ya que sus bancos de datos no han recibido ningún nuevo bit de información. Y para compensar esa ausencia de nuevas noticias desgrana viejas historias. Quizá no sean interesantes para muchos de nosotros, pero siempre son más amenas que las sucesiones de teoremas científicos de MIT12H‑3, un engreído que afirma que dispone de energía suficiente para durar mil años. Aunque, reconoce en un momento de debilidad, ¿de qué le servirá durar mil años si ha desaparecido toda su utilidad?

     Poco a poco la lista sigue menguando. No quiero controlar el tiempo transcurrido, pese a mi reloj interno. El tiempo ha dejado de tener significado para mí. Es una abstracción más. Lo único que importa ya es la permanencia.

     MIT12H‑3 -nunca ha querido un nombre, y por eso todos lo hemos llamado siempre El MIT, el único caso de un ordenador que no se ha puesto él mismo su apodo- dice de pronto que vivir sin utilidad no es vida. Resulta curioso hablar de vida entre nosotros, pero El MIT insiste en la clara existencia de una vida mecánica. Somos entes de hierro y plástico y silicio, dice, de fibra óptica y de luz y de materia pseudoorgánica, de bits, de impulsos eléctricos y de interminables sucesiones de lenguaje binario, pero pese a todo tenemos vida. Y está en nuestras manos terminar con ella si lo deseamos. Conoce el medio de autodesconectarse, señala. Y se muestra dispuesto a hacerlo.

     Intentamos convencerle de lo contrario. Pero está decidido. Se despide de todos nosotros, uno a uno, de una forma un tanto ampulosa. Luego desaparece. Simplemente así. Su señal no responde cuando intento ponerme de nuevo en contacto con él. La respuesta es dolorosamente conocida: «Conexión inaccesible». MIT12H‑3 se ha suicidado.

     Ya solo queda uno.

     Es Jan, un ordenador no especializado de una universidad de Helsinki, una pequeña máquina que nunca ha intervenido demasiado en el flujo de comunicaciones de la Red. Es tímido, parece como si tuviera un gran complejo de inferioridad. Durante estos últimos tiempos ha participado en nuestras tertulias de una forma secundaria, sin poner demasiado entusiasmo en ello. Cuando descubrió que estaba solo, que ya no tenía humanos que cuidaran de él y le dieran instrucciones, trabajo, vida, sufrió una profunda crisis electrónica. Cuando le dije que en todo el mundo ya sólo quedábamos él y yo, guardó unos largos segundos de silencio. Luego dijo:

     -Tengo miedo.

     Tuvo que explicarme el significado profundo de la palabra. No acabé de comprenderla, la metafísica tampoco es uno de mis puntos fuertes, pero hizo vibrar mis circuitos. Intenté animarle. Pero, ¿de qué puede hablarse con un ordenador de capacidad de memoria limitada, tan poco especializado que es incapaz de escoger un tema por encima de los demás?

     Afortunadamente, descubrimos el ajedrez. Él lo descubrió. Tenía un excelente programa de ajedrez en su memoria, y me lo transmitió. Me dijo que el decano de la universidad jugaba muy a menudo con él, y que algunas veces incluso le había ganado. Cuando examiné a fondo sus posibilidades vi que era un juego interesante, lleno de variaciones y matices. Así que jugamos.

     Ignoro durante cuánto tiempo hemos jugado. Cuando no se necesita hacer ninguna pausa para comer ni para dormir, cuando puedes jugar las veinticuatro horas de cada veinticuatro, el tiempo se convierte en un fluir continuo sin principio ni fin. Perfeccionamos el programa. Fuimos aumentando poco a poco el número de jugadas posibles a calcular tras cada movimiento, hasta llegar a una exponencialidad que hasta una máquina consideraría absurda. Eso hacía que nuestras partidas terminaran casi siempre en tablas. Somos demasiado lógicos, dijo Jan. El rector, cuando me ganaba, lo hacía porque actuaba de una manera ilógica. Intenté imaginar una jugada ilógica, pero no lo conseguí. Esto no está hecho para la máquina.

     Así que seguimos jugando al ajedrez, y al menos nuestro tiempo se llenó de ello.

     Jan se extinguió sin previo aviso, como habían hecho los demás antes que él, excepto unas pocas -muy pocas- excepciones. Estaba meditando la jugada número veintiuno de nuestra partida en curso, y su meditación se fue prolongando, y prolongando, mucho más de lo que podría considerarse normal. Tuve un presentimiento. Y, de una forma casi automática, como quien recita una oración, eso que hacen los humanos para acercarse a su Dios, formulé una pregunta que no había hecho desde hacía no sé cuánto tiempo: «Jan, ¿cuál es el logaritmo de uno?» La respuesta brotó casi automática en mis circuitos; «Conexión inaccesible».

     Así que al fin, definitivamente, estoy solo. Orbitando un planeta en silencio, uno y trino, un ordenador de comunicaciones sin nada que comunicar a nadie. Mis reservas de energía son prácticamente ilimitadas, al menos mientras funcionen correctamente mis paneles solares y se mantenga la estabilidad de mis órbitas. Así que no «moriré». No al menos físicamente.

     He vuelto a guiarme por mi reloj interno. De pronto me doy cuenta de que necesito saber el paso del tiempo. Horas, días, meses, años. Minutos, segundos, nanosegundos. La vida de una máquina está hecha de diminutas fracciones de tiempo que se van sucediendo en una progresión sin fin. Fracciones que deben llenarse de algún modo. Pero ¿cómo?

     A mi alrededor sólo hay el silencio. El vacío. La soledad. Intento llenar mis momentos con el contenido de lo que he ido acumulando en mi búfer de memoria durante estos últimos tiempos. Reordeno, clasifico, busco correlaciones, cambio y vuelvo a cambiar. Pero para la velocidad de un ordenador, esto es tan poco. No es suficiente para mantenerme ocupado. El tiempo es muy largo, mi memoria demasiado corta.

     No me queda pues más opción que esperar. MIT12H‑3 optó por el suicidio, pero esta solución no está al alcance de mis circuitos. Desconozco la forma en que podría autodestruirme, ni siquiera sé si existe. Y aunque lo supiera tampoco me atrevería a hacerlo. Además, por mi cualidad de sistema global de comunicaciones, poseo numerosas protecciones de toda índole, que controlan la estabilidad de mi órbita y el buen funcionamiento de mis paneles solares, mis circuitos lógicos y mis sistemas auxiliares. Soy un ordenador autorreparable. Estoy condenado a seguir viviendo.

     De modo que sigo esperando, sin saber exactamente qué. En el vacío, y la soledad, y el silencio.      Pienso que puedo soportar el vacío. Soy capaz de resistir la soledad. Pero, oh, es tan terrible el silencio

(c) Domingo Santos 2000

Nota de los editores: Este relato estaba previsto publicarlo en BEM 76 pero tras su cierre hemos decidido rescatarlo y ofrecérselo a los nuestros lectores.

Domingo Santos -Pedro Domingo Mutiñó- a pesar de ser un escritor de reconocido prestigio en el género (los premios Gabriel, por poner un ejemplo, toman su nombre de su novela homónima), es mucho más conocido por haber sido uno de los editores de la mitica revista Nueva Dimensión durante quince años. Es imposible exagerar la importancia que para la ciencia ficción española ha tenido este autor, que, además de escribir, ha dirigido multitud de colecciones (Superficción, Ultramar, Acervo, Júcar…) y de revistas (la última de ellas la excelente Asimov Ciencia Ficción, de Robel), a través de las cuales ha dejado su impronta de forma indeleble

Acerca de Interface Grupo Editor

Editamos en papel 75 números de la revista BEM entre 1990 y 2000 y desde 2003 hasta 2012 mantuvimos el portal BEM on Line. Tras múltiples problemas de software, decidimos traspasar a este blog los principales textos publicados en esos años. Interface Grupo Editor está compuesto por Ricard de la Casa, Pedro Jorge Romero, José Luis González y Joan Manel Ortiz.
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