Una vez Juanjo Aroz (Espiral CF) me dijo una frase que, desde entonces, he aplicado a rajatabla en todo lo que escribo: “Por mucho que te disguste hacerlo, elimina todo lo que no aporte valor a la historia.”
En «Nina d’aigua» me dejé la piel, primero escribiéndolo, y luego “desescribiéndolo”.
Originalmente su extensión era justo el doble de lo que es ahora, no sé si todo lo que quité era superfluo o no, lo que sí que sé es que ahora, que podría haber recuperado parte de lo escrito para su publicación en BEM Online, no lo he hecho.
Como dedicatoria del cuento me apropio (con permiso) de unas pocas palabras de una canción de un gran amigo, un hermano, como dicen ellos “ayá” en Buenos Aires. Palabras que me gustan: orilla, agua, abandono, perder, belleza. Esta canción, estrellada contra un muro, zumbó en mis oídos insistentemente durante todo el tiempo que le estuve dando vida a mi niña de agua.
Y a orillas del agua
quedó abandonada,
perdió para él
su belleza.
(“Voz de sombra”, Fernando Rabih)
Y más todavía, después.
Luis Astolfi
NINA D’AIGUA
de Luis Astolfi
Ilustrado por Pedro Belushi
Llovía como si se hubiera roto el cielo.
Los enormes ventanales del restaurante a pie de playa derramaban lágrimas desde arriba hasta abajo como tortuosas carreteras descendentes. Salpicados tan densamente que apenas se veía el otro lado del cristal, componían una absorbente danza, similar en su magnetismo irresistible a las llamas de una hoguera, en la que las minúsculas gotas parecían atraerse unas a otras, para unirse en cuanto se tocaban formando una mayor, aumentando con ello su velocidad de descenso y el proceso de absorción de las otras gotas que el creciente riachuelo se encontraba de camino, hasta perderse en el suelo, donde se extendía en charcos que ya cubrían la totalidad de las baldosas blancas y rojas que tapizaban el paseo marítimo. En el cielo las oscuras nubes impedían el paso de los escasos rayos del sol que en aquella tarde de marzo aún se hubieran atrevido a bajar a tierra, antes de caer en el olvido del crepúsculo. De tanto en tanto, una filigrana de luz parecía sumergirse en las aguas grises, casi negras, justo al lado de las agrestes rocas de la isla blanca, un par de millas mar adentro.
Me serví con mano temblorosa otra copa de vino, que bebí despacio posando la mirada sobre las aguas que saltaban, encabritadas de espuma blanca, más allá del paseo y de la playa de arena, dorada al sol durante el día y que ahora era gris oscura, como cemento de obra. Miré al trasluz la botella, ya sólo quedaba para media copa más, así que la vacié del todo, teniendo la precaución de dejar sin servir los últimos centilitros, plagados de residuos naturales, tan típicos en la producción artesana de buen vino. Miré la playa a través de la copa y del cristal mojado de las ventanas. Me costaba un poco fijar la vista, pero no me preocupaba sentirme algo mareado, ya que había comido bien (un delicioso arroz con conejo y setas) y no tenía previsto moverme de allí hasta la noche, cuando llegara el momento de embarcar, según había acordado por teléfono con el patrón del pesquero que iba a llevarme hasta la isla blanca.
Apuré el vino y llamé a la camarera, Cris, una chica rubia vestida con pantalones y camiseta negros, alta, muy delgada y de aspecto desgarbado, con un rostro peculiar en el que destacaban sus ojillos cansados y una gran nariz. No tuve que decirle nada, miré la botella vacía y rápido me entendió. No entró en discusiones acerca de la conveniencia o no de seguir bebiendo, solamente me trajo otra botella, la descorchó, me cambió la copa usada por otra limpia y volvió a lo suyo, que era atender a un grupo de ruidosos parroquianos que jugaban al dominó unas mesas más allá de la mía, en el interior del salón.
Eran casi las ocho de la noche cuando me puse en pie. Hacia ya tiempo que los jugadores se habían marchado, mientras que la camarera seguía tras la barra atendiendo a los transeúntes de paso que se tomaban un vino o una caña para entonarse antes de cenar. Fuera estaba todo en penumbra, con el paseo solamente iluminado por las farolas que se esforzaban por conseguir que su luz atravesara la niebla a la que había cedido el paso la lluvia. El mar tronaba más allá de la playa negra, pero lo único que se veía eran destellos blancos de espuma, brincando con furia. No me sentía mareado en absoluto, a pesar de todo el vino ingerido, lo cual me hizo lanzar un saludo de admiración y respeto a la botella que, con su contenido casi agotado, reposaba sobre la mesa. “Qué vino tan bueno, que no emborracha y ni siquiera hace olvidar…” Me acerqué a la barra junto a la entrada, pedí la cuenta, me puse la gorra y me marché, caminando despacio bajo el frescor húmedo de la noche, hacia el puerto.
El día anterior había llegado a Bellaguarda, antiguo enclave defensivo en el siglo XIV a unos setenta kilómetros de Valencia, un pueblo pequeño, perdido y todavía prácticamente escondido entre naranjos, después de un largo viaje de más de ocho horas durante el que me había detenido, para calmar los nervios a base de tilas, prácticamente en cada área de descanso de la autovía.
Eran pasadas las tres de la tarde cuando aparqué frente al edificio de apartamentos de ocho plantas, en primera línea de playa, el mismo donde mi padre tenía a bien pasar todos los meses de septiembre, desde que nací hasta que cumplí los siete años, verano aciago durante el que sucedieron los hechos terribles que me alejaron de allí, pensaba yo que para siempre. Aún me quedé largos minutos en el coche mirando al frente, sin valor para moverme, temblando de pies a cabeza y sintiendo cómo el sudor chorreaba por mi rostro. Al rato, con las manos empapadas, abrí un poco la ventanilla, permitiendo que el aire salobre penetrara en el habitáculo. Inspiré un poco, cautelosamente, pero el efecto fue instantáneo: una arcada trajo de vuelta a mi garganta los restos de las tilas, por lo que tuve que abrir la puerta y lanzarlo todo fuera para evitar ahogarme, con la consiguiente sobredosis de aire marino, que en unos segundos se comportó en mi organismo de un modo parecido al cloroformo, haciéndome perder el sentido sobre el volante.
Fue Cris, la camarera del restaurante Las sisellas, en los bajos del edificio, quien acudió al oír el insistente claxon. Me espabiló con unas cuantas bofetadas y, cuando abrí los ojos, me brindó sus manos para ayudarme a salir del vehículo. Yo estaba más que aturdido cuando llegó, y en ese momento casi cometo el error de agarrarme a ellas, de ofrecerle, sin darme cuenta, las mías para que tirase de mí. Por fortuna mi instinto de toda la vida me hizo darme cuenta un segundo antes, limitándome al final a ofrecerle mis antebrazos. Me miró un tanto sorprendida por mi reacción, pero no dijo nada; me sacó del coche y, aún atontado, me acompañó hasta su local, refrescándome el cráneo con un paño de agua fría y animándome con un trago de algo que me calentó por dentro pero que no acabó de asentar mi estómago.
Estuve allí bastante tiempo, sentado en un banco de madera frente a la barra del bar, apoyado el rostro en las manos con los codos sobre las rodillas, respirando lo suficientemente rápido como para no asfixiarme pero lo más despacio posible para evitar que entrara en mi cuerpo demasiada salinidad. La chica, que volvió a su barra una vez que vio que yo sobreviviría, me miraba de vez en cuando, pendiente de lo suyo y de mi estado al mismo tiempo. Me preguntó si quería comer algo, lo que rechacé cortésmente, y luego que si necesitaba a un médico, pero cuando le aseguré que lo que me ocurría era algo “normal”, pareció tranquilizarse y olvidarme. Sólo cuando me puse en pie, algo tambaleante todavía, volvió a mi lado y me acompañó hasta el ascensor que me subiría hasta el apartamento que había alquilado, en el octavo y último piso del edificio.
Una vez dentro, me tumbé vestido en la cama, mientras todo me daba vueltas alrededor y el ruido de las olas del mar, aun a distancia, me golpeaba en los recuerdos igual que lo hacía más allá, contra los farallones de la isla blanca.
De no haber sido por las pesadillas, jamás me hubiera vuelto a acercar al mar.
Ya caída la tarde bajé a la playa y me senté en un banco del paseo, frente al mar. Ahí, sintiéndome protegido por el murete de separación, permanecí un buen rato, forzándome a mirar las olas yentes y vinientes, a escuchar su murmullo persistente y, sobre todo, a respirar el nauseabundo olor a pescado y salitre que se me pegaba a la piel. Era un tormento, pero necesitaba pasar por ello. Por eso elegí ese lugar, tan próximo, tan aterradoramente próximo al mar, con la vista omnipresente de las rocas blancas en el horizonte, para habituarme, y ser capaz de caminar hasta mi destino sin desmayarme. Suspiré. No me estaba yendo nada mal desde que había bajado del coche, a pesar de todo. Cuando sentí que había llegado el momento, pisé decidido la arena y caminé hasta la orilla dando pasos cortos y fuertes, marchando rápido, estirado y dignamente, con valentía, igual que los mozos caminan sobre las cenizas aún candentes de las hogueras, con su chica a cuestas, durante la noche de San Juan. Una vez allí me agaché y, sin pensar metí las manos en el agua durante unos pocos segundos; luego me di la vuelta y retorné al banco, controlando el pánico. Lo había conseguido, había permitido que el océano, de nuevo, me lamiera las manos. Después me limpié a conciencia, subí a mi habitación, me abrigué y salí a la terraza, donde me senté en un sillón de mimbre para, a oscuras, contemplar el mar. Habíamos hecho progresos, él y yo, como dos viejos amigos que hubieran tenido un terrible encontronazo que los separase, y cuyas vidas vuelven a cruzarse cuando ya todo es diferente, cuando ellos son ya muy diferentes. Fijé la vista en el lejano horizonte y dejé a los recuerdos que volvieran, desde el fondo de mi memoria.
Recordé los barquitos que, por aquel entonces, navegaban por un precio módico hasta el islote deshabitado para visitar el viejo faro abandonado y contemplar el mar rompiendo con furia contra los riscos, ya que otra cosa no había en aquella islita pelada. Recordé aquel día de septiembre, cuando embarcamos rumbo a la isla blanca, donde poco después atracamos en el artesano embarcadero de madera. Recordé bajar del barco de la mano de mi padre, mientras mi madre, tocada con un pañuelo de flores en la cabeza para evitar despeinarse con el aire, se afanaba por guardar el equilibrio, detrás. Fue un minuto, lo que tardó mi padre en soltarme, ayudar a mi madre y volver a mí, pero yo ya había desaparecido. Recordé mi carrera hacia las rocas, donde la espuma del mar hacía gala de poder. Recordé la voz grave de mi padre llamándome a gritos. Recordé mis pasitos inestables por las mojadas y resbaladizas peñas, hasta vislumbrar el mar, que me atraía hacia sí irresistiblemente. Recordé asomarme, estirando el cuello, recordé el frescor empapándome la cara, recordé la sombra blanquecina y transparente flotando en el mar, recordé un ruido acuoso, recordé la sombra saltando hacia mí, y luego el silencio, sumergido en el mar, cayendo a plomo hacia el fondo, incapaz de ascender por más que braceaba y pataleaba, como si algo se hubiera aferrado a mis pies, hundiéndome en aquellas aguas agitadas, heladas, oscuras y profundas.
Y ahí terminaba mi recuerdo; nunca conseguía, despierto, ir más allá.
Estaba agotado, y a pesar del malestar y del incontrolable temblor de todo mi cuerpo, me dejé llevar por el sueño. Pronto la memoria inconsciente evocó todo lo que había olvidado, imágenes borrosas que eran una representación visual de diferentes sensaciones, escenas distorsionadas por la percepción infantil y por el paso del tiempo que había difuminado los recuerdos, convirtiéndolos en mortificantes pesadillas.
Un ruido, un golpe, un tirón y casi un grito antes de la caída al agua. Y después la sensación de sofoco, conteniendo la respiración para evitar inhalar el agua que me rodea, luego la de asfixia cuando ya no puedo más, estallando dentro de mi cuerpo como una llamarada, haciéndome patalear y agitarme en vano, luchando por escapar de esa jaula densa que me oprime, y en seguida el desvanecimiento que se lleva el horror pero que sólo dura un segundo, porque uno no se puede morir conteniendo voluntariamente la respiración, el despertar repentino, los ojos saliéndose de las órbitas, la mandíbula desencajada y el trago desesperado buscando el aire, y la desesperanza al sentir el agua fría colmando mi boca y mi garganta, inundando mis pulmones. Es el final, y aún en la inocencia de mis siete años, sé que mi vida se ha terminado. Luego, como en un sueño dentro del sueño, la falacia de respirar el agua, de sentir como discurre por mis bronquios, espesa y fría, devolviéndome la lucidez necesaria para ver a la niña frente a mí, que me mira con interés, envolviéndome con su fulgor pálido.
Una niña, sí, porque de alguna manera, sé que el pequeño ser brillante que se sujeta ingrávido ante mis atónitos ojos, sólo agitándose un poquito, es una niña. En teoría yo me estoy ahogando, pero no me falta el aire, ni siento la necesidad de salir de allí, ni tengo miedo. Es como si con su cercanía me aportara el fluido vital que necesitaba mi cuerpo para no morir. Quiero tocarla, pero en cuanto comienzo el movimiento se remueve y se aleja un poco, a toda velocidad. Bajo mi mano y se vuelve a aproximar, comenzando un baile a mi alrededor que es una provocación, una incitación al juego. De pronto se sitúa frente a mí, pegada a mí, con su rostro alargado muy cerca del mío, tanto que me puedo ver reflejado en sus ojazos todo turquesa. Siento algo en el pecho, me está palpando suavemente; luego sube hasta mi cara y me tantea con más decisión, explorando mis rasgos como haría un ciego. Yo me dejo tocar, muy quieto, intrigado. Entonces, bruscamente, el abrazo. Noto su fuerza, noto las punzadas y su influjo frío circulando por mi interior. Me siento bien. Insoportablemente bien.
Luego, tan de improviso como me había abrazado, la niña me suelta. Se aleja medio metro y me rodea velozmente varias veces, casi rozándome, dando vueltas en torno a mí. Y entonces, sin más, se va.
Ya no me siento bien. Ahora sólo hay pena y soledad. Estoy inmerso en una realidad tan imposible como mi capacidad para respirar bajo el agua, otra alucinación creada por mi cerebro, que se está consumiendo, apagando, muriendo por la falta de oxígeno. Estoy bajo el agua, solo y aterrado, inmóvil, flotando a poca distancia de la superficie, agitada por las brazadas desesperadas de mi padre, que llega hasta mí, y me recupera, y me remolca hasta tierra, y me hace escupir a base de golpes en el pecho la muerte que atesta mis pulmones, y me da besos de vida hasta que respiro aire de nuevo, y me recoge en su regazo, y me abraza y llora abrumado por la angustia, por el terror de lo que casi pasa. Mi padre me abraza y me besa la cara y los ojos; siento sus lágrimas en mi piel, su calor, el sollozo que se va convirtiendo en un gemido leve, sedante, hasta que al fin llega la risa que crece y me llena con su alivio. Yo no le presto atención, me incorporo y me vuelvo hacia el mar, que ahora es mi enemigo, y veo a la niña, remolineando, que sin palabras me dice “hasta nunca”, o “hasta siempre”, o “hasta pronto”, y desaparece bajo el agua, y mi padre me besa otra vez cuando rompo a llorar, y se pone en pie conmigo en brazos mientras oigo llegar a mi madre gritando mi nombre. Y al despertar, sudando y desamparado, en lugar de sentir el respiro que sigue al escapar de una pesadilla, solamente me queda la sensación de agonía y amargura insoportables, y las lágrimas, lentamente, vuelven a deslizarse por la vigilia real de mi vida vacía.
Mis padres siempre me contaron que cuando al poco me llevaron otra vez hasta la playa para distraerme, me resistí, grité, arañé y pataleé hasta que me alejaron de la orilla. A ellos les pareció lógico que me mostrara asustado después de lo ocurrido y no insistieron, pensando que se me pasaría con el tiempo. Pero no fue así; ya nunca más pude acercarme al mar, porque dentro de mí era miedo lo que sentía, ese miedo irracional e indomable que se sufre frente a las cosas que no se entienden, que no se pueden controlar.
Pronto me di cuenta de que mi vida, a los siete años, había dejado de ser normal de golpe. Se había convertido en un recipiente vacío, y vivirla empezó a ser el único medio posible de llenarlo, siempre husmeando algo que echar dentro de ella, como un perro famélico que come lo que encuentra sólo para dejar de sentir hambre. Por desgracia, los inesperados y desagradables cambios fisiológicos que comenzaron a transformar mi cuerpo a medida que fui creciendo no me lo pusieron fácil, dificultando enormemente, en cada etapa de mi desarrollo, mi relación con las demás personas. Primero lo intenté con los otros niños, enfrentándome al rechazo instintivo y cruel que les causaba mi aspecto, más tarde con los adolescentes, intentando encajar en un lugar donde, entre risas y desprecio, nadie quería encajarme, y así hasta que llegó el inevitable y traumático descubrimiento de las chicas, las cuales cambiaban nada más verme el curso de sus pasos con el único objetivo de evitar que se encontraran con los míos. Fue en aquel tiempo, a los dieciséis años, cuando un día memorable conocí a una compañera del colegio, Ana, una exuberante pelirroja de larga melena naranja y piel blanca salteada de pecas. Fue tremendo, aquel hallazgo. Ana era guapísima, siempre sonreía, y desde que nos vimos por primera vez se mostró casi amable conmigo. Al igual que todas las demás, se alejaba de mí en cuanto podía, pero ella lo hacía de un modo discreto, no ostensible, como si le importara, además de poner tierra entre nosotros, que yo no me sintiera herido. Naturalmente, yo lo malentendí todo y me enamoré de ella.
Un día sucedió que nos quedamos solos en una de las clases del colegio. Ana no se había dado cuenta de que yo seguía allí, en mi mesa del fondo, observándola, y cuando dos de sus compañeras con quienes había estado remoloneando se marcharon, fue como si en ese preciso momento fuera consciente de mi presencia. Se volvió sorprendida, me miró, tragó saliva sonoramente cuando me puse en pie, me sonrió con una sonrisa complicada, y cuando balbuceó “Hola, no te había visto”, pensé que era mi oportunidad y me acerqué rápidamente a ella. No tuvo tiempo de reaccionar, la pobre. Yo estaba animado e iba a por todas, y no tardé ni un segundo en ponerme a su altura y tomarle sus manos entre mis manos. No hizo nada por soltarse, no podía, estaba paralizada por la repulsión que le provocaba mi contacto. Ya perdido todo intento de cortesía, permaneció inmóvil, rígida, con sus manos atrapadas, sin siquiera respirar, mientras yo me acercaba más a ella, buscando sus labios con mi boca. Sus ojos verdes estaban fijos en mi rostro, era puro terror lo que mostraban. Hasta que, justo antes de que la besara, sus pupilas se dilataron por completo, volviéndose totalmente negras. Yo me sobresalté y dejé en el aire mi tentativa de beso, retirándome unos centímetros para verla mejor. En ese momento su rostro se relajó, soltó todo el aire contenido en forma de un prolongado suspiro, parpadeó varias veces y, sonriendo, entreabrió su boca y la juntó con la mía, acariciando mis labios con su lengua húmeda e inquieta, abrazándome con fuerza.
Después de aquello, Ana ya no se despegó de mí. No le amilanaron las risas de sus compañeras primero, ni sus burlas después, ni la ignorancia total que finalmente le demostraron. Para mi sorpresa primero, y mi felicidad después, Ana siguió conmigo sin importarle lo que pudieran decir de mí, o de ella, buscándome a todas horas, como si no pudiera respirar si no me tenía cerca.
Lamentablemente, el mismo día que me hizo descubrir el sexo, también se hizo audible, dentro de mí, el ansia.
El ansia era el vacío, una reminiscencia en mi memoria de aquella sensación bajo el agua que era tristeza y pérdida absoluta, desesperanza, la carencia total de una mínima ilusión, por nada. Con los años la había integrado en el conjunto de mis emociones, por lo que no pensaba en ella, del mismo modo que no se nota un continuo ruido de fondo, como el murmullo de un motor, hasta que se detiene, hasta que llega, repentinamente, el silencio. De este modo, con Ana escuché el ruido de mi alma, porque estando con ella, éste se apagaba. A su lado el ansia se aplacó por primera vez desde el incidente bajo el mar, pude sentir que se apaciguaba la ansiedad del alma, la sed que sólo se saciaba bebiéndomela a ella cada día, con cada cosa que compartimos, con cada intimidad que vivíamos el uno junto al otro.
Pero la calma no duró mucho tiempo, y cuando el sexo, que en su momento fue la placentera respuesta a las preguntas incontestadas de mi espíritu, dejó de servir a su propósito y el ruido en mi cabeza se hizo tan fuerte que creí volverme loco, tuve que tomar una amarga decisión.
Después de varios y dolorosísimos episodios de lamentos y súplicas, supe finalmente que no estaba bien y que su familia había decidido alejarla de todo lo que le recordara a mí. Curiosamente, nadie intervino, nadie me preguntó, nadie intentó convencerme de nada. En realidad, yo no era más que un crío, y un adulto no negocia con un crío…
No volví a saber de ella. Nunca jamás.
Yo no llegué a comprender la pasión de Ana por mí, su devoción. No lo entendía, y la eché de mi lado para siempre sin darme a mí mismo una oportunidad para entenderlo. Pero eso fue porque Ana fue la primera. Ana, mi pobre y preciosa Ana, fue mi primer amor y quizá por ello la primera víctima del maldito don que la naturaleza había tenido la dudosa gracia de concederme, aunque aún tardé dos o tres chicas más en darme cuenta de que bastaba con que tocase a una mujer, antes de que huyera de mí, para que ésta desarrollara una dependencia adictiva de mí. No importaba lo inteligente, o bella, o deseable que pudiera ser, o incluso que ya estuviera comprometida; en cuanto yo la tocaba pasaba a ser de mi propiedad y a no desear otra cosa salvo que volviera a tocarla, consumida por un intolerable síndrome de abstinencia que sólo se le pasaba con mi contacto.
Una vez consciente de ello, pronto aprendí a controlar ese poder, tanto para obtener lo que me interesaba de las mujeres, como para evitarlas cuando me convenía. No tardé en perder la cuenta del número de damas sometidas por mi influjo, pero la relativa paz que les robaba era cada vez menos calma y me duraba menos, hasta que ya no fui capaz de soportar a ninguna más de una noche seguida. Luego, cuando ya una mujer sola empezó a ser insuficiente para satisfacer mi impulso interior, comencé a probar con dos a un tiempo, y luego con tres, y luego más, en orgías detestables que cuanto más intensas eran más intensidad me obligaban a experimentar después. Ni siquiera me sirvieron de ayuda las drogas cuyo efecto era incrementar mi capacidad de sentir los estímulos, como si fueran arañazos sobre la piel achicharrada. Mi existencia se había convertido en una sinfonía a la que le faltara la última nota, el acorde final de resolución, siempre deseando más, siempre anhelando más, siempre esperando algo que no acababa de llegar. Fueron años de insatisfacción, de búsqueda atormentada, captura sin piedad y consumo voraz para volver a empezar con hambre al día siguiente, en un deambular sin inicio ni final similar al ciclo de vida del pequeño colibrí: volar para buscar comida, comer para poder volar.
Pero no encontré lo que necesitaba, así que un día, en un ataque de sentido común, dejé de buscar. Y como siempre ocurre, lo que no se busca, se encuentra sin querer.
Se llamaba Elisa.
Elisa, siempre Is en mi boca, era una mujer de edad muy próxima a la mía, menuda y delicada, bella y sobrecogedoramente triste, cuya vida, haciendo un quiebro pavoroso, había cambiado su derrotero mucho tiempo atrás, cuando a causa de un accidente había perdido a su familia. Quizá a causa de ello, y a diferencia de tantas otras veces, nunca la consideré una opción, por eso me sorprendió que la atracción por mí surgiera antes de que le llegara a poner las manos encima; cuestión de gustos, supongo. Is era a la vez exigente y agradecida, demandante y complaciente, y se entregó a nuestra relación apasionada con naturalidad y confianza, convirtiéndose en la primera y la única mujer que a lo largo de toda mi vida había estado conmigo por lo que yo era y no forzada por mis anómalas circunstancias. En su compañía, por una vez, encontré la paz interior y fui indiscutible y sinceramente feliz. Estuvimos juntos más de un año, viviendo con ilusión un tiempo sublime durante el que de verdad llegué a convencerme de que mi vagar por el desierto había terminado.
Pero no pudo ser.
Creí en ello, pero la vida tenía otros planes para mí. Y una mañana, al despertar y verla dormir a mi lado, el vacío que acechaba agazapado esperando la ocasión volvió a echárseme encima, sin previo aviso, desgarrándome por dentro y empujándome con violencia hasta llevarme, en pocos días, al puerto final de la despedida, donde me arranqué de su vida con la misma delicadeza con que le hubiera arrancado la costra de una herida. Is se estremeció, sacudida por un escalofrío, y al mirarme solamente me dejó ver en sus ojos los desgarros de una decepción suprema que, seguramente, nunca había dejado de temer.
Tendría que haber adivinado lo que iba a suceder, pero no me molesté ni en intentarlo. Amándome, Is había exhalado su último aliento de esperanza, y extenuada, ya no tenía fuerzas ni para pelear por mí. A veces la vida da segundas oportunidades, pero no más, y cuándo me quise dar cuenta de ello fue demasiado tarde y mi verdadero amor ya se había desangrado por su reabierta herida.
Mi desesperación fue tan devastadora y la certeza de que no podía seguir por ese camino tan clara, que la única opción posible fue la que por sí sola se impuso. Tenía que salir de ese infierno destructivo, tenía que parar, no podía dejar que el precio de mi vida siguiera siendo la vida de los demás. Nada de lo que había intentado me había librado del vacío absoluto, y la certeza de saber que nada iba a cambiar para mí hiciera lo que hiciera, fue precisamente lo que, después de perder a Is, me dio la fuerza necesaria para renunciar a un poder que no había traído a mi vida, y a la de tantos otros, más que desgracias. Esa fue mi metadona: la desesperanza total. Con el tiempo aprendí a vivir con ello; como un dolor crónico, no me dejó de doler, simplemente dejó de importarme que me doliera, y algunos años más tarde casi llegué a pensar que podría vivir en soledad con mi conciencia y sin tener que cargar a mis espaldas con más daño inocente.
Pero me equivocaba, porque de repente, justo cuando me sentía casi bien, comenzaron las pesadillas, que desembarcaron en mis noches como un bajel pirata, abordando el inestable navío de mi existencia con una ferocidad que nunca hubiera podido esperar. Y esas pesadillas, con su llamada apremiante, fueron las que me habían arrastrado, otra vez, a este puñetero pueblito de pescadores, el origen único y primigenio de todas mis desdichas.
Media hora más tarde, con la noche ya cerrada y el sabor del vino jugueteando todavía con mi lengua, enfilaba el espigón de piedra del puerto. La oscuridad, tupida, sólo se diluía unos metros merced a unas cuantas farolas municipales y a los fanalillos de los pesqueros cuyos patrones preparaban los aparejos para la faena del día siguiente. El edificio rosado de la lonja, coronado con una gran torre de reloj, ya se había quedado mudo, una vez finalizado el trajín de la subasta de pescado que había durado toda la tarde.
El Sierra Aitana, de casco azul y cuerpo blanco, aguardaba ronroneando unos metros más adelante, cabeceando ligeramente bajo las luces amarillas del puerto. El eco de mis pasos alertó a Joaquín, el capitán de la barcaza, que se afanaba con sus redes sentado en cubierta. Era un viejo conocido de mi padre, de los tiempos en que veraneábamos allí, y hacía días habíamos hablado por teléfono para concertar el viaje. Al oírme detuvo lo que estaba haciendo, levantó la cabeza y, al divisarme, soltó lo que tenía entre manos, se incorporó y se aproximó a estribor, esperando mi llegada, recibiéndome. La luz del barco dotaba al pescador de un fulgor fantasmal, pero en nada intranquilizador. Sonreí al verle; su figura imponente, de pie esperándome, me calmaba, no sentía ningún temor frente a lo que estaba a punto de hacer.
Su rostro, moreno y curtido, se estremeció al tenderme la mano para ayudarme a subir a bordo por la escalerilla. Mi don no tenía efecto alguno sobre los hombres, de lo cual, casi siempre, me había alegrado, así que, sin miedo, me afiancé a ella, salté dentro y la estreché con fuerza. Me miró a los ojos con ojos brillantes de emoción, y sin soltarme la mano, tiró de mí y me abrazó, pronunciando mi nombre. Palmeó con energía mi espalda, me dio dos besos en las mejillas, y me preguntó cómo se encontraba mi padre. Joaquín se acordaba de mí de niño, “un ninó espabilado e inquieto”, y con voz cascada de tabaco me habló de sus recuerdos, y me dijo que había sentido mucho lo que me había ocurrido, que se acordaba bien porque se había hablado de ello durante días en el pueblo. Me dijo también que se había alegrado cuando le llamé, y que estaba muy contento de verme otra vez. Puso una mano tremendamente áspera en mi mejilla y, con una luz especial en la mirada, me dijo que confiaba en que encontrara lo que había ido a buscar a la isla blanca. Nos miramos sonriendo unos segundos más, hasta que con un gesto me invitó a sentarme en un lateral de cubierta, donde me quedé en silencio, asustado pero sintiéndome cada vez mejor, hasta que llegamos al abandonado embarcadero. Antes de desembarcar, confirmé que la recogida sería por la mañana, e insistí en que volviera a tierra. No quería que la presencia del pesquero diera al traste con mis planes. Joaquín se encogió de hombros con disgusto, pero no trató de convencerme. Le estreché de nuevo la mano, y sintiendo una extraña congoja me di la vuelta, iluminando con una linterna el sombrío camino por delante de mí.
Todavía tardé unos minutos en oír acelerar los motores del Sierra Aitana, alejándose.
No me fue complicado encontrar el lugar. Del mismo modo en que de niño había llegado hasta allí atraído por algo que no eran sonidos, ni imágenes, ni ningún otro estímulo captable por los sentidos, en esta segunda ocasión mis pasos encontraron por sí solos el lugar. Era de noche, la única luz era la de mi linterna, pero creo que me hubiera dado igual no llevarla. Llegué al límite de las rocas y me detuve. Apagué la luz y la oscuridad se hizo absoluta. Respiré profundamente, el olor del mar ya no me daba asco, su sabor no me producía arcadas, y sentir los latigazos de la espuma en mi rostro, ya no me hacía daño. Agucé el oído: tan solo el persistente ruido de las olas. Me quité la ropa, la dejé a un lado sobre las rocas, y esperé, desnudo, de pie.
No sé cuánto tiempo esperé. Minutos, horas. Inmóvil, aguantando imperturbable con la fuerza del que está ante su última oportunidad, viendo que ya no hay camino de vuelta, que sólo es hacia adelante, nada más que adelante…
Un ruido, un resbalón y un suspiro al caer al agua. Contuve la respiración, esperanzado, hasta que la apnea me impulsó irracionalmente hacia arriba; pero justo antes de llegar sentí la tenaza sujetándome, arrastrándome hacia el lejano fondo, mientras en mi pecho ardía el ahogo, obligándome a patalear para zafarme precisamente de lo que buscaba, de lo que estaba esperando, de lo que al fin había reencontrado. Pero el instinto de supervivencia era más fuerte, y la vida tiraba de mí hacia arriba, mientras algo igual de fuerte tiraba de mí hacia abajo. Miré hacia la superficie, la oscuridad era total, no sabía si podría alcanzarla aunque me liberase, o si estaba tan lejos que ya todo iba a dar igual. Aún así, me revolví una vez más agotando con ese postrero esfuerzo la última partícula de aire. Sentí que el cepo de mis pies se abría, liberándome, pero en ese preciso instante, con la reserva de oxígeno agotada, el reflejo automático me traicionó y, como hacía en mis sueños, aspiré sin querer una bocanada de mar, que inundó mis pulmones.
Como en aquella ocasión, di por hecho que todo había terminado.
Entonces, ocurrió. Otra vez. Ya no era un sueño, ya no era mi pesadilla, la falacia de respirar el agua.
Lo estaba haciendo.
En ese momento volví a verla, brillante y luminosa, estática frente a mí, inmóvil en el aire del océano helado y negro, mirándome insolente.
La niña.
La niña que me esperaba, pulsando intermitentemente con una claridad pálida, fosforescente, iluminando nítidamente un par de metros a su alrededor y manteniéndose a la distancia justa para impedir que mis dedos extendidos la rozaran. Estaba examinándome, me pareció. Ella no había cambiado nada, pero había pasado mucho tiempo desde nuestra primera cita, un tiempo que había dejado huella en mí. Tal vez no me reconociera…
Yo respiraba. Sin duda alguna lo estaba haciendo. Sentía el frío del líquido llenando mi boca, mi garganta, mis pulmones, esparciéndose por mi pecho. No quería, no podía pensar en ello, sabía que era imposible, temía que volviera a estar soñando; pero no, esta vez no, todo era real, estaba en el agua, ahogándome, pero respirando agua mientras un ser inconcebible que parecía haberme estado esperando me escudriñaba con curiosidad y descaro sumos, manteniéndome con vida con su mera presencia.
De pronto pareció aumentar sutilmente de tamaño, y fue como si se convenciera, como si abandonara su resquemor, como si estuviera segura de que me conocía, de que yo era, aún con una envoltura diferente, el mismo niño que cayó en su mar, muchos años atrás.
El niño al que llevaba tanto tiempo esperando.
Y entonces, con un único movimiento, se deslizó velozmente hasta mí y me abrazó.
Un abrazo te lo da todo, y también te lo quita todo. Porque en un abrazo quienes se abrazan ponen todo de sí mismos, y ambos toman, a la vez, todo del abrazo. Lo mejor de la vida se vive enredados en un abrazo: se da un beso, se hace el amor o simplemente se suspira. También lo más triste, pues el consuelo siempre llega con el abrazo de alguien querido. El abrazo sella la alegría y calma la tristeza, acentúa el placer y aminora el dolor. Se da un abrazo en una despedida, pero también en un reencuentro.
Y la niña, al reencontrarme, me abrazó de nuevo.
Y como aquella vez, el suyo no fue un abrazo convencional, sino un abrazo que era más como si me envolviera, como cuando mi madre me empaquetaba con una toalla enorme al salir del baño tiritando, inmovilizándome como si fuera un faraón niño embalsamado. Toda ella me abrazaba, completamente, con muchos puntos de presión punzante, como finísimas agujas clavándose de arriba a abajo de mi cuerpo, en el rostro, en el pecho, por la espalda, vientre, piernas… Un abrazo absoluto, que se llevó mi agonía y me trajo el descanso al fin. El dolor se fue. El bienestar, la alegría, la felicidad total, volvieron.
Con su abrazo finalizó mi periodo de abstinencia, se esfumó el ansia provocada por mi dependencia de ella, que era la misma dependencia que la de las mujeres por mí. El veneno penetrando otra vez en mi cuerpo al abrazarme. Mi veneno penetrando en ella con mi abrazo, serenando su locura, satisfaciendo al fin su inhumana necesidad de volver a tocarme y recuperar así lo que era suyo, lo que no me había dado, sino prestado, lo que yo me había llevado por error y que no le pude devolver porque nunca había vuelto a su mar.
Inmóviles ambos, mis brazos rodeándola, ella entera rodeándome a mí con su abrazo enfermizo en torno a mi cuerpo desnudo, el feroz abrazo con el que un día me lo dio todo, y con el que ahora, por fin, mi niña lo recuperaba todo.
Mi niña… Que me suelta tras volcar sobre mí una sombra de furia irracional y satisfacción inmensa, y yo contemplo impotente cómo se aleja veloz mientras su luminiscencia se apaga y se pierde en las profundidades donde mi vista no alcanza, y soy consciente de que se va, lúcidamente consciente de que esta vez es para siempre.
Ya sólo siento la paz de la liberación, inequívoca y definitiva. Ya no veo nada, no hay nada más que oscuridad conmigo. Y el olvido, la aceptación final, empieza a arrastrarme hacia el fondo del abismo negro y frío.
Y de repente, el estruendo sobre mi cabeza, una áspera y dura telaraña que me envuelve, unas manos sumergidas que forcejean por agarrar la red, tirando de ella, tirando de mí, siendo izado con fuerza, dejando atrás aquel segundo abrazo, que ya era el último, cayendo al fin desmadejado sobre la cubierta del Sierra Aitana, tosiendo y escupiendo el agua que anega mis pulmones.
“Vamos, ninó, respira, que la nina d’aigua ya se llevó lo suyo.”
Era Joaquín, que no había vuelto a tierra y que haciendo caso omiso a lo que yo le había pedido se había quedado cerca, vigilando, cuidando de mí.
Afortunadamente.
El viejo me zarandeó y me sacudió un par de bofetadas, pero sonrió cuando me vio abrir los ojos e incorporarme. “Ninó…” repitió en un susurro, y me hizo una caricia en la cara. No añadió más y, poniéndose en pie, Joaquín me lanzó mi ropa, agarró el timón y, acelerando con premura, enfiló hacia la costa. Ya en el puerto bajó a tierra conmigo, ayudándome sin soltarme, y me preguntó si me encontraba bien. Luego me echó una manta ruda sobre los hombros, me dio un ligero puñetazo en el pecho con el dorso de la mano y, antes de volver a subirse a su barquito, me dijo, con sus ojillos azules crecidos y destellando de sabiduría: “No vuelvas, ninó. Ya no le debes nada.” Antes de zarpar me miró otra vez, soltó una risotada y me gritó: “¡A revore, colibrí, saluda a tu padre de mi parte!” y sin más, se marchó navegando hacia algún otro lugar.
Aunque vestido con ropa seca me sentía empapado por dentro, estaba tiritando y helado, pero el hecho de notar el agua de mar mojando mi cuerpo no me hacía mal. No estaba contento, menos aún dichoso, pero curiosamente el malestar no era una de mis emociones predominantes.
La noche cerrada se había puesto muy fría, así que me arrebujé en la manta y caminé a paso ligero hacia mi apartamento. Me di una larga ducha muy caliente y me fui a dormir. Por la mañana, muy descansado después de una noche sin sueños, recogí mis cosas y bajé al restaurante. Desayuné tranquilamente un rico café con tostadas, mirando al mar sereno. Luego me acerqué a la barra donde pagué la cuenta e informé a Cris de que volvía a casa, y cuando me tendió la mano diciendo “Bueno, pues hasta la próxima” se la estreché, delicada pero decididamente, mientras nos mirábamos a los ojos, sonriendo. Cuando aflojé la presión y recuperó su mano, regresó a sus quehaceres en la barra. Mientras salía por la puerta me volví una vez más para mirarla; ella me dedicó otra bonita sonrisa y me dijo adiós con un gesto de su cabeza, y yo me fui de allí, no sabía si para siempre, pero casi feliz.
© Luis Astolfi, 2011por el relato.
© Pedro Belushi, 2012 por la ilustración.
Luis Astolfi nació en Madrid, el 3 de agosto de 1963, en pleno siglo XX, y es informático de estudios y profesión. Comenzó a escribir a la temprana edad de nueve años, y aunque nunca abandonó el gusto por la escritura, no fue hasta 1992 cuando comenzó a publicar sus trabajos, principalmente en la revista BEM (hasta su cierre en 2000) escribiendo, entre otras cosas, comentarios sobre libros clásicos de ciencia ficción y fantasía. También realizó alguna colaboración esporádica en la informativa de Augusto Uribe, Kembeo Kenmaro y Pórtico. Ha publicado relatos en Kernel BEM (la versión electrónica de BEM), Axxon, Ciberpaís, Nitecuento, Espiral, Artifex y Visiones (publicación de la AEFCFT).
Pedro Belushi, ilustrador y guionista. Ha trabajado en multiples proyectos de ilustración y comic. Entre sus obras estánMelquiades y El Genio ( Dibujo y guión. Ed. Sulaco 2000) y Mighty Sixties ( Guión y diseño, junto a Carlos Vermut. Amaniaco Ed. 2001). Ha hecho diversas exposiciones de su obra gráfica dentro del Circuito de Jóvenes Creadores de su comunidad. Actualmente colabora con BEM on Line y otras revistas de CiFi haciendo ilustraciones para relatos y portadas, así como guiones para otros ilustradores como Carlos Vermut, Nando o Pablo Espada (con quien hizo Clon 27, una de las primeras tiras seriadas en internet).