ZVI MIGDAL, de Sergio Gaut vel Hartman

Feigue metió una mano temblorosa en la cartera y sacó un paquete de Particulares.

—¿Fumás eso? —dijo la Negra—. Son petardos. —Hizo una mueca, desaprobando, pero la Polaca se encogió de hombros. Entendía poco castellano, pero eso lo había entendido. No le importaba.

—Ale shmutzike… —susurró la Polaca. Extrajo un cigarrillo del paquete y se lo puso entre los labios; estaba torcido.

—¿Qué decís? —La negra empezaba a pensar que Feigue, además de todo, estaba un poco loca—. Sabés que no te entiendo cuando hablás en ese idioma de mierda.

—Yo no habla bien —dijo Feigue—. In meine shtetl… —Pero no siguió.

La Negra ya sabía qué era shtetl, el pueblito del que había venido la Polaca. La llamaban la Polaca porque Feigue les sonaba raro y sabían que un kaftán la había traído engañada de Europa… de una aldea de Polonia; no era la primera. Pero casi ninguna de las pupilas de Madame Tatou la soportaba demasiado. La Negra frotó el fósforo de papel contra la caja de Ranchera y el resplandor arrancó brillos filosos de los ojos húmedos de la Polaca.

—No llores, Polaca —dijo la Negra. Adelantó la mano y rozó el pelo rubio, casi blanco. Estaba sucio y Feigue se dio cuenta. Pasó los dedos entre los mechones y repitió casi la misma palabra.

—Shmutze. Lavar.

—Era eso. Mirá vos, polaquita, voy aprendiendo tu idioma de mierda. Smusique…

Parece música. —Se rió sin ganas. De un momento a otro la llamarían para que le hiciera un servicio a un tendero viejo… sucio. Iba entendiendo. Los inmigrantes que aún no habían podido traer a sus familias de Europa tenían necesidades, eran casi seres humanos. El pensamiento, rabioso, se trepó a las gruesas volutas que exhalaba Feigue y trató de huir del prostíbulo, pero no tuvo éxito.

—¡Feigue! —llamó Madame Tatou—. Es tu turno, Polaca. Don Lázaro te espera. —El discreto código de nudillos percutiendo la madera indicó la habitación a la que tenía que dirigirse. Feigue aplastó el cigarrillo contra el paño del sillón, ignorando el cenicero, y se levantó con aire de princesa ofendida.

—Va a ser corto, Polaca —dijo la Negra—. Don Lázaro seguro que liquida el asunto en cinco minutos. ¿Sabés quién es?

Feigue movió la cabeza. No sabía quién era don Lázaro y en realidad no le importaba. Uno, como tantos, como todos esos viejos de mierda.

Salió al pasillo débilmente iluminado por dos quinqués de cada lado y se movió hacia la tres, donde seguramente la esperaba un anciano inmundo que, en el mejor de los casos, olería a cebollas. Empujó la puerta y trató de acostumbrar los ojos a la oscuridad. El cliente manda, se dijo, y si quería hacerlo con la luz apagada, cosa de él…

—Kom, Feiguele. Zay guezundt.

Feigue movió la cabeza, aunque sabía que Don Lázaro no podría ver su gesto. No le importaba la bendición del viejo; dentro de un momento estaría dentro de ella sacándole el jugo al dinero gastado. ¡Cerdo! Aunque de todos modos era raro; los que venían al prostíbulo no bendecían a las chicas antes de tener sexo con ellas.

—Der guelt, po’ fabog. La plata. —Había aprendido a decir por lo menos eso, der guelt, el dinero, el papel moneda que, soñaba, algún día le iba a permitir comprar su libertad.

—Sheine, linda muchacha —dijo el viejo en un castellano sin acento, algo tan raro que fue perceptible hasta para ella, que apenas comprendía el idioma. Respingó sorprendida; ¿había dos personas distintas en la habitación oscura?—. Ahora te doy la platita, linda. ¿Sabés quien soy?

—¿Lázaro? No.

El viejo emitió una risa descascarada, una risa de costras terrosas que se le quebraron en la garganta para rodar hacia el abismo del estómago.

—¿Soy Lázaro? ¿Cómo saberlo? Si por lo menos estuviera escrito en alguna lápida del cementerio, en la tumba que espera mi cuerpo, ¿no te parece?

Demasiadas palabras, pensó Feigue. ¿Por qué no le hablaba en yiddish, si tenía ganas de hablar? Después de todo, sin mucho esfuerzo podría hacerle recordar al dzeide que, si no se había muerto en esos meses, estaría cortando leña para el próximo invierno… Se detuvo ¡Qué estúpida! Era invierno en ese momento. Casi extrañaba la sensación de cristales clavándose en la carne como agujas. El frío. ¿Nunca hacía verdadero frío en Buenos Aires?

—¿Te quedaste muda? Vení, acercate. Te voy a contar una historia. No te quiero tocar.

—¿Historia?

—No sabés nada, Feiguele, pajarito. Te sacaron del nido antes de que aprendieras a volar.

—Ij nij fashteit…

—No entendés, no importa. Estas palabras las vas a recordar, ya habrá tiempo de entenderlas más adelante. Vení, acercate.

Feigue dio dos tímidos pasos, pero el viejo le empezaba a dar miedo. Al final sería mejor que se la entrara en ella y listo, que le diera la plata y se fuera.

—No haga mal… malo —dijo articulando lo mejor que pudo. Pensó que si le hablaba en castellano el viejo se iba a confundir u olvidar lo que había ido a hacer al prostíbulo. Si lo tocaba un poco dejaría de hablar y…

—¿Malo? ¿Por qué te haría daño? ¿Lastimaría a la que me va a liberar, al final del camino, donde la eternidad se convierte en una esquina de un barrio cualquiera? No seas tonta. Vení. Tomá.

Feigue extendió la mano y sintió el contacto de unas yemas ásperas, apergaminadas, unos dedos fríos y secos le tocaron las venas de la muñeca y reptaron por la piel del antebrazo. Pero las serpientes, a su paso, como si se tratara de un trazo de hielo, habían abandonado el dinero en la palma de la mano. Y Feigue supo, sin contarlo, que era mucho más dinero del que jamás hubiera imaginado. Tanto dinero, si eso era posible, que tal vez hasta pudiera comprar su libertad, ya, ahora mismo.

—Mi no entiende… ¿Far bus…?

—No es gratis, chiquita —dijo el viejo, y ahora la voz tuvo la cualidad de la piedra, de guijarros que ruedan por la ladera de una colina—. Esto es parte del trato. —La garra se cerró sobre la carne y el cuchillo floreció y creció en un segundo.

—¡No! —suplicó Feigue—. ¡No quiero!

—¿Por qué no? Nadie te va a culpar de nada. Cuando claves ese cuchillo exactamente… aquí, me convertiré en un montón de cenizas. Todos pensarán que me fui en silencio. Le darás unos pesos a Madama Tatou, sólo lo que corresponde y te guardarás el resto, que es mucho, mucho dinero. Podrás volver al shtetl…

—¡No! —El dinero y el cuchillo cayeron al suelo sin hacer ningún ruido, flotando hacia atrás en el tiempo, como si hubieran ido al encuentro de un riguroso designio. Feigue respiró en el pasillo el humo de querosén de los quinqués y sin pensar en nada dio un salto, desplegó las alas, voló y cruzó el océano de regreso a casa.

© Sergio Gaut vel Hartman 2012

Puede leer el texto de despedida de su columna aquí.

ghvh110Sergio Gaut vel Hartman además de ser un gran escritor, dirige una de las columnas en este portal: «Entre Ushuaia e Irún» en la que entrevista  y presenta un relato a otro escritor. Sergio ha nacido en la Argentina en 1947 y desde hace muchos años desarrolla una gran actividad sobre la ciencia ficción a través de Internet.  Ha publicado relatos a partir de un ya lejano 1970, fue finalista de los Premios Minotauro y UPC, ganó el Ignotus en la categoría ensayo en el 2007 y compiló varias antologías, además de manejar varios blogs de microficciones y el sitio Sinergia, una versión web de su revista de la década de 1980.  Su actividad a través de Internet promocionando el género es inagotable.

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Editamos en papel 75 números de la revista BEM entre 1990 y 2000 y desde 2003 hasta 2012 mantuvimos el portal BEM on Line. Tras múltiples problemas de software, decidimos traspasar a este blog los principales textos publicados en esos años. Interface Grupo Editor está compuesto por Ricard de la Casa, Pedro Jorge Romero, José Luis González y Joan Manel Ortiz.
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