LA GUERRA DE LA FELICIDAD, de Pedro P. Enguita

PRESENTACIÓN DE «LA GUERRA DE LA FELICIDAD»

 

Las guerras se libran por motivos muy diferentes pero, en resumidas cuentas, siempre hay algo en disputa. En este relato lo que hay en disputa es precisamente la fuente de la felicidad y la humanidad ha optado por conseguir ese recurso por la fuerza de las armas. Los ejércitos terrestres aplastan una y otra vez a cuanta especie alienígena se interpone a la felicidad humana y, poco a poco, nuestra civilización se vuelve más y más militarista.

En este escenario pocos se atreven a criticar la política terrestre, pues es ni más ni menos que la felicidad de toda la humanidad la que está en juego. Sin embargo, en un lejano e inhóspito planeta, una excéntrica científica critica el imperialismo terrestre. El ejército envía a un agente para que acalle esas peligrosas ideas.

La Guerra de la Felicidad

Texto de Pedro P. Enguita Sarvisé

Ilustrado por Pedro Belushi

 

El coronel Singh examinó el campo de batalla. A su alrededor, los buques de desembarco seguían trayendo soldados. Poderosas máquinas bélicas se movían en el lodazal que ellas mismas habían contribuido a crear. En medio de un aire impregnado de amoniaco, patrullas de cazas sobrevolaban la zona. Más allá, en la órbita del planeta, imponentes buques hiperespaciales bloqueaban el acceso al enemigo.

El coronel Singh tenía que reconocer que los querrys se habían empleado a fondo en la guerra. Aunque su flota no fue rival para los humanos, sus misiles biológicos sembraron el pánico entre los terrestres. Los querrys no habían sido muy duchos en el ataque, pero había que admitir que su defensa había sido tenaz. Sus colonias se habían rendido sólo tras duros asedios e implacables bombardeos orbitales. Pero, como no se podía esperar de otra forma, los querrys habían planteado su resistencia más feroz en los planetas productores de lomgardos.

Ahora, cuando Singh pisaba el segundo y último planeta productor de lomgardos de los querrys, se daba cuenta que la Tercera Guerra de la Felicidad estaba a punto de acabar. Aún quedaban comandos de querrys que resistían en las montañas aunque, completamente aislados, no constituían un peligro serio. Pero lo realmente interesante era que con las reservas de lomgardos bajo control humano, ninguno de los dos bandos tenía motivos para seguir luchando.

Singh se detuvo frente al cadáver de un querry. La armadura de combate había sido volatilizada por una microbomba de fusión y los pululentos fluidos internos del extraterrestre todavía resbalaban por su piel. Sin la armadura los querrys sólo parecían un amasijo de tejidos elásticos y correosos. Singh los había visto en las negociaciones que habían precedido a la guerra, arrastrándose por el suelo mientras intentaban luchar contra la gravedad con su cuerpo deshuesado. Sintió desprecio por esa repulsiva especie, aunque al mirar detenidamente el cadáver le pareció que sonreía. Resultaba extraño que fuera capaz de interpretar esa emoción en una especie tan diferente como los querrys pero pronto comprendió a qué se debía: los lomgardos.

–Coronel, hemos encontrado una de las reservas de lomgardos –le dijo un sargento.

–Bien. ¿Cuál es su estado?

–Ha sufrido daños importantes, tardaremos algunos meses en reanudar la producción.

–Quiero ir a verlo.

–Señor… –quiso contravenirle el sargento.

–Ahora –exigió Singh. Él era el experto en lomgardos, así que era él quien tomaba las decisiones aquí.

El sargento señaló su dosímetro. Había cambiado su coloración y exhibía ahora un cautelar amarillo. Una lástima que los lomgardos se alimentaran en estado salvaje de radiactividad. Singh miró también su dosímetro y, con desdén, lo arrancó de un tirón.

–Ahora –repitió.

El coronel Singh salió del cohete cuando éste aún expelía incandescentes vaharadas de gas por sus toberas. Tenía prisa, quería ver el estado de las zonas productoras de lomgardos, el único motivo por el que humanos y querrys habían librado esa sangrienta guerra.

Era una zona de fumarolas volcánicas. Singh miró su visor y leyó las múltiples advertencias que le lanzaba: sulfuro de hidrógeno, radón, monóxido de carbono… Apagó el visor y suspiró en la seguridad de su escafandra. Caminó por un barro multicolor que se quebraba al pisarlo. Charcos humeantes burbujeaban por todas partes. Singh divisó una chimenea que escupía incesantes vaharadas de vapor y se dirigió hacia ella mientras el sargento le seguía torpemente el paso.

Al llegar junto a la chimenea vio lo que esperaba. Montones de bichos se aferraban a sus empinadas laderas, meciéndose con cada vaharada de los géiseres sulfurosos. Había montones de unos seres que parecían una coliflor verde, algo que recordaba una gran araña negra y… Singh se acercó más para distinguirlos, sí, allí estaban, unos insignificantes gusanos amarillos.

Lomgardos.

–Mire –le dijo al sargento.

–Parece que los querrys no se atrevieron a practicar una política de tierra quemada.

–Sabían que no les convenía –ironizó Singh con una sonrisa pérfida–. En la Segunda Guerra de la Felicidad los javrasis arrasaron su planeta productor de lomgardos justo cuando iba a caer en nuestras manos y ya ve de qué les sirvió.

–Lo sé: en represalia arrasamos todas sus colonias hasta los cimientos.

–Los querrys sabían que sólo queríamos los lomgardos. Una vez obtenidos, la guerra terminará.

Ambos hombres miraron los lomgardos con cara de satisfacción.

El coronel Singh estudió durante semanas los ecosistemas de los lomgardos. Mientras aún se veían columnas de humo donde los últimos querrys luchaban con denuedo, los ingenieros, constructores y biólogos del ejército pusieron todo su empeño en preparar el planeta para producir lomgardos en cantidades industriales. Las fumarolas volcánicas fueron arrasadas sin compasión y su lugar ocupado por instalaciones prefabricadas donde los lomgardos serían criados en probetas. Residuos nucleares de los mundos humanos empezaron a llegar al planeta para servir de alimento a estos seres. En poco tiempo el planeta estaría generando cien veces más lomgardos que cuando estuvo ocupado por los querrys. Esa era la eficiencia que caracterizaba el progreso humano, pensó Singh.

Singh sabía que su importancia relativa allí iría disminuyendo. Conforme se fuera pacificando el planeta y la producción de lomgardos alcanzara la cuota establecida, la presencia de alguien tan encopetado y rígido como él sería cada vez menos útil. Por eso el Ejército estaba siempre moviéndole de un lado a otro: le enviaban, redactaba un informe y el Ejército se encargaba de tomar las medidas pertinentes. Cuando la situación ya no requería su presencia se le encomendaba una nueva misión. Por eso a Singh no le extrañó recibir un nuevo pliego de órdenes. Sólo que esta vez sería diferente: lo que debía evaluar no era un planeta, sino una persona.

 

La Guerra de la Felicidad. Ilu. P. Belushi

 

 

 

2 La Traidora

El coronel Singh aguantó estoicamente las náuseas causadas al salir del hiperespacio. Antes de que el capitán confirmara a los pasajeros que todo estaba en orden, Singh ya había mirado por la ventanilla y lo había comprobado por sí mismo. Se reconfortó al comprobar que el resto del convoy seguía junto a ellos. Más allá, los cazas patrullaban el perímetro, asegurándose de que no hubiera enemigos a la vista.
Pero Singh sabía que era difícil que hubiera combates. Tal y como era de prever, una vez los humanos habían tomado los dos planetas con los que los querrys se autobastecían de lomgardos, la guerra no iba a prolongarse más allá de unas semanas. Las conversaciones de paz ya se habían iniciado.

Al igual que en la I y en la II, los humanos obtendrían la victoria en la III Guerra de la Felicidad.

Así pues, Contraespionaje había decidido que, con la guerra prácticamente ganada, iba siendo hora de centrarse en otras cuestiones. Y era precisamente una de esas cuestiones la que había llevado al coronel Singh a los confines del espacio humano. Lo que Singh no entendía era por qué Contraespionaje le enviaba a espiar a una científica de Crepúsculo.

A través de la ventanilla, el coronel Singh pudo ver el destino de su viaje: el planeta Crepúsculo. Desde el espacio no parecía tan inhóspito como decía todo el mundo, claro que Singh no conocía ninguna colonia humana que revelara su auténtico carácter desde órbita.

Quedaba media hora para la reentrada. Singh suspiró y repasó los informes. Por lo que sabía el asunto trataría sobre los lomgardos en sí mismos, así que, a pesar de ser un reconocido experto en la materia, Singh decidió refrescar su memoria.

Casi todos los humanos sabían perfectamente que la colonización de infiernos como Crepúsculo no hubiera sido posible sin una cosa: los lomgardos.

Los lomgardos eran unas criaturas muy curiosas. Su aspecto no resulta muy impresionante, en realidad no son más que colonias de protozoos y, en el caso de que se vean a simple vista, no parecen más que pequeños gusanos amarillos. Pero esos bichitos tendrían una importancia capital en la historia de la galaxia. Los encontró de casualidad una expedición trasiana (aunque los shanutrios también reclaman el mérito del descubrimiento) hace unos diez millones de años. Comprobaron que en algunas especies animales los líderes de la manada no eran necesariamente los más fuertes sino, sorprendentemente, los que estaban infectados con lomgardos. Al investigar al respecto hallaron el motivo: los lomgardos otorgaban felicidad. Lejos de parasitar a su huésped aumentaban los niveles de endorfinas. Eso se traducía en más actividad, más búsqueda de alimentos, más sagacidad y más ímpetu reproductivo. Se convertían así en simbiontes. Los lomgardos eran expulsados a través de la respiración, por lo que podían infectar nuevos anfitriones.

El descubrimiento no hubiera pasado de ser una mera curiosidad científica de no ser porque los trasianos descubrieron que ellos también podían ser infectados por los lomgardos y, con ello, obtuvieron la fuente de la felicidad. Otras especies fueron inmediatamente detrás, descubriendo variedades que eran capaces de beneficiarlas a ellas. Al cabo de poco tiempo media galaxia estaba haciendo expediciones al mundo natal de los lomgardos, explotándolos en tales cantidades que casi llegaron a exterminar a la especie. Pero, tras las primeras escaseces, se hizo evidente que era necesario utilizar el recurso de forma sostenible. Se instituyeron mecanismos de control y se crearon reservas en otros planetas. Durante millones de años la cantidad de lomgardos de la galaxia fue creciendo de forma lenta, pero suficiente para satisfacer las necesidades de la población.

Pero hubo dos problemas, el primero es que la reproducción de los lomgardos es extraordinariamente complicada, de tal modo que sólo unos pocos cientos de planetas en toda la galaxia son capaces de generarlos.

El segundo problema fueron los humanos.

Los humanos no se conformaron, como el resto de las especies, con colonizar mundos aceptables. No, quisieron instalarse en cualquier cosa con tal de mantener su alocada expansión. Esa expansión y lo inhóspito de sus nuevos mundos se unieron para hacer que la demanda de lomgardos por parte de la humanidad no conociera límites.

Entonces estallaron las Guerras de la Felicidad.

Singh suspiró y pasó al asunto de verdad.

–Drouala Grey –pronunció–. Licenciada en biología por la Universidad de Nueva Delhi, la Tierra. Doctorada por la Universidad de Huygens, Titán. Seis libros de divulgación publicados sobre exobiología, cincuenta y dos publicaciones en revistas científicas… –saltó unos párrafos con cuestiones técnicas que no le interesaban–. Ha estado trabajando para las Fuerzas Armadas desde que estalló la Tercera Guerra de la Felicidad y ha encontrado vacunas para tres armas biológicas que han usado los querrys contra los mundos humanos. En la última se estima que sus descubrimientos salvaron la vida a más de sesenta millones de personas… –bufó impresionado, no entendía por qué Contraespionaje había insistido tanto en vigilarla. Lo que merecía era una medalla, no una investigación de poca monta.

Singh se detuvo, desalentado. Entonces notó cómo su lomgardo se activaba y le daba nuevos bríos. Con el ánimo devuelto volvió a la carga. Dejó de lado la carrera de la tal Drouala Grey y se centró en su vida privada.

–Casada y divorciada con Lorena Brast. Tuvieron un hijo, que parió ella. El hijo murió en el asedio de Volcánica, durante la Segunda Guerra de la Felicidad… –empezó a pasar las líneas sin mucho interés hasta que encontró una frase que le trastocó completamente–. No tiene lomgardos.

Singh parpadeó, incrédulo. ¿Qué clase de persona no tendría lomgardos? ¿Quién renunciaría a la felicidad?

Singh releyó el informe. No era posible, había muy poca gente que no tuviera lomgardos y casi todos ellos eran fanáticos religiosos. Drouala no lo era, entonces ¿por qué?

Los de Contraespionaje tampoco se lo creían porque repitieron la frase para dejar claro que no era un error.

No tiene lomgardos.

No tiene lomgardos.

Contraespionaje tenía claro qué clase de persona no tendría lomgardos: un traidor.
Sintiendo el palpitar de sus sienes, Singh avanzó por las páginas del informe de Contraespionaje. Como Drouala Grey era sospechosa en seguida se inició un seguimiento de sus actividades. Y las pruebas en su contra no tardaron en llegar.

Drouala creía que los lomgardos estaban siendo esclavizados por los humanos y pretendía crear una asociación para defenderlos.

Inaceptable.

Antipatriótico.

Peligroso.

Traición.

El coronel Singh miró por la ventanilla. Las imponentes nubes de Crepúsculo se alzaban hacia la estratosfera. El piloto informó a los pasajeros del inicio de la reentrada.

Singh dudó antes de bajar por la escalerilla. Diluviaba. La inhóspita atmósfera de Crepúsculo le saludó con una ráfaga de viento que le pareció una bofetada en la cara. El cielo era oscuro y amenazante. El aire olía a ozono y el ambiente estaba tan cargado de electricidad que el coronel notó cómo se erizaban los pelos de su nuca.

Alrededor del transbordador los operarios examinaban la estructura antes de dar el visto bueno para meter la nave en la seguridad de los hangares. Embozados en impermeables que ondulaban con el vendaval, se agarraban a cualquier objeto que les pudiera servir de apoyo contra la inclemencia. El coronel Singh veía cómo sus bocas se abrían pero era incapaz de oírles por encima de las rachas de viento.

Más allá, la terminal y los potentes focos de la pista de aterrizaje convertían a este puerto espacial casi en normal. Sólo el hecho de que no hubiera transbordadores en la pista sino que en seguida enfilaran al refugio de los hangares subterráneos advertía de los furiosos vientos.

El coronel Singh bajó la vista. Incluso los soldados que le acompañaban, muchos de ellos curtidos en las batallas de las Guerras de la Felicidad, se quedaron petrificados ante lo que veían. Singh había visto varias colonias humanas y siempre se repetía la misma historia: cuando no era un calor infernal era una atmósfera irrespirable y, si no, un diluvio perpetuo. Pero en Crepúsculo, cuando sentía el continuo temblor del suelo causado por los truenos, Singh se dio cuenta que nunca había visto un lugar tan inhóspito.

Era por planetas como Crepúsculo que la humanidad había librado ya tres Guerras de la Felicidad. Crepúsculo a duras penas se podía considerar habitable. En el planeta no existía el ciclo día-noche, un hemisferio apuntaba siempre a la estrella y el otro quedaba sumido en una noche perpetua. Mientras en el lado diurno la temperatura llegaba a ser tan alta que hacía hervir el agua en el nocturno el frío era tan extremo que había zonas en las que el aire se volvía líquido. Sólo una estrecha franja de terreno ubicada entre la luz y las sombras era apta para los humanos, aunque estuviera permanentemente barrida por vientos huracanados y furiosas tormentas. Cuando los primeros humanos se asentaron los tornados, relámpagos y huracanes causaron tantas muertes como los suicidios. La situación llegó a ser tan grave que se consideró evacuar el planeta. La situación sólo mejoró tras la II Guerra de la Felicidad, cuando los primeros cargamentos de lomgardos llegaron a la ansiosa población de Crepúsculo.

Singh se dio cuenta de que estaba desvariando. Aterrorizados, los pasajeros seguían sin atreverse a bajar por la escalerilla. Finalmente, mientras la tripulación intentaba convencer a los marines de que iniciaran el descenso, el coronel tomó la determinación de bajar.

–¿El coronel Singh? –le preguntó una mujer a pie de pista.

No le costó determinar que se trataba de Drouala. Tenía una belleza indómita, pero no de esas que son tan habituales en los marines, sino algo más sensual. Frente a todos los militares que achicaban frente a la furia del viento, ella era la única que se enfrentaba a él con el uniforme reglamentario. Las gotas resbalaban por las doradas insignias y su cabello recogido como si no le importara. Unos grandes ojos oscuros esperaron pacientemente a que Singh aclarara sus pensamientos en medio de la tormenta.

–Sí. ¿Y usted? –preguntó como quien no quiere la cosa– Nombre y rango.

–Teniente Drouala Grey –contestó ella, cuadrándose ante un superior–, del Instituto Biológico Planetario.

Es un placer conocerle, he leído mucho sobre usted.

–¿Sobre mí?

–Bueno, es usted uno de los mejores expertos del Ejército en ecosistemas lomgardos –aseveró ella, mostrando su admiración.

–Usted también los ha estudiado.

–En realidad sólo de refilón –reconoció ella mostrándole el camino a seguir.

Así que esta es la tal Drouala Grey que ponía tan nerviosos a los chicos de Contraespionaje, pensó Singh.

–¿Siempre hace este ambiente por aquí? –preguntó Singh.

–No, a veces hace mal tiempo –dijo ella, soltando una risotada que quedó ahogada por un poderoso trueno.

Drouala caminó como pudo hasta un monorraíl que les esperaba a pie de pista. Se introdujeron en él, conectó el vehículo y dejó que el ordenador de a bordo asumiera el mando. El monorraíl aceleró por la vía que corría paralela a la terminal y se dirigió a la valla metálica que separaba el puerto espacial del resto del planeta. Allí les esperaba el control de seguridad pero los guardias, tras mirarles con ademanes rutinarios, les dejaron pasar. Y en el exterior, nadie. Para ser un planeta en el que las plagas diseminadas por los querrys acababan de matar a cinco millones de personas esa tranquilidad resultaba inquietante. Singh había esperado ver un montón de gente apiñada alrededor del puerto espacial, suplicando una oportunidad para escapar del planeta, pero no había nada de eso.

–Parece que todo está muy tranquilo.

–Creía que habría disturbios ¿verdad?

–Bueno, cinco millones de muertos…

–No son cinco –replicó ella, con un destello de furia– sino veinte. Yo misma redacté el informe y al final el Gobernador puso la cifra que le dio la gana.

–Veinte millones… –susurró él, impresionado.

–Si esperaba encontrarse con un planeta al borde de la rebelión, mire –exhortó, señalando hacia el cielo.

El coronel no vio al principio nada y se arrimó al cristal del vehículo, entornando los ojos hasta que, finalmente, un nuevo relámpago iluminó el cielo.

–Por Shiva el destructor… –musitó Singh. Había al menos tres tornados en el horizonte–. No me extraña que no tengan ganas de salir de casa. Si no fuera por los lomgardos no sé si podríamos mantener este planeta.

–Lo más probable es que no.

–Pero usted no tiene lomgardos… –dijo él, mirándola de arriba a abajo como si fuera una rareza.

–Los lomgardos nos regalaron la felicidad y nosotros les hemos pagado con la esclavitud.
Singh comprendió que los informes de Contraespionaje no exageraban. La mujer era un peligro. Volvió la vista hacia el exterior, al oscuro paisaje que se deslizaba junto a ellos. Día tras día sumidos en ese crepúsculo, azotados por los elementos, asolados por las armas biológicas que habían lanzado los querrys. ¿De qué otra forma podrían haber sobrevivido los humanos en Crepúsculo si no era con los lomgardos?

–No los esclavizamos, hacemos lo mismo que otras especies –aseguró él.

Drouala se permitió una sonrisa sardónica.

–Sé quién es usted. No me malinterprete: admiro su trabajo como investigador de los ecosistemas lomgardos, pero el uso que hace el Ejército de esos estudios…

–¿Se opone a ello? ¿Acaso no quiere que todo ser humano tenga un lomgardo?

–Los lomgardos son usados al menos por dieciocho especies en la galaxia, pero hay una diferencia crucial entre la forma en la que lo hacen el resto de especies y la nuestra. Mientras las demás buscan planetas adecuados para su desarrollo y permiten que se críen libremente, nosotros los criamos en fábricas, encerrados en tubos de ensayo como si fueran ganado.

–Por eso generamos cien veces más lomgardos por cada planeta –le recordó él con satisfacción.

–Por eso los estamos esclavizando –repuso ella.

Singh se detuvo. No convenía forzar la situación más de la cuenta. Miró por la ventana del monorraíl.

–Estamos en la estación de tormentas ¿verdad? –preguntó, intentando cambiar de conversación.

–No, esta es la estación seca.

El coronel sonrió y miró a Drouala a los ojos esperando que fuera una broma. Pero no lo era. El coronel apartó incómodo la mirada. Ella no se movió un ápice, la estupidez de los terrestres ya no le causaba ningún efecto.

El monorraíl llegó a su destino: la residencia del Gobernador del planeta. Ésta se había diseñado según la usanza terrestre, a pesar de lo evidentemente erróneo de colocar tan amplios ventanales en un planeta en el que la luz natural no es precisamente abundante y donde los vendavales convierten a cualquier objeto en un arma voladora.

El Gobernador era un hombrecillo rechoncho, relegado a arrastrarse en una colonia de segunda categoría debido a un escándalo de faldas nunca aclarado. Adornaba las paredes de su residencia con murales de plasma que evocaban luminosos paisajes de su añorada Tierra. Al ser avisado de la llegada del coronel Singh saltó de su sillón y le dedicó una cálida bienvenida que delataba su desesperación.

–¡Coronel Singh! ¡No sabe cuánto me alegra su visita! Siendo usted todo un experto en la producción de lomgardos, podrá decirme cuándo empezarán a llegar los nuevos envíos.

Singh miró al patético hombrecillo que creía gobernar el planeta. Desde que habían estallado las Guerras de la Felicidad ese perfil de débil tecnócrata había ido desapareciendo de las estructuras de poder, sustituyéndose por militares capaces de poner en marcha la cada vez más engrasada maquinaria de guerra terrícola. Singh no dudaba que el gobernador de Crepúsculo sería de los siguientes en desaparecer de escena.

–¿Han tenido escasez? –se interesó Singh, incluso a él le costaba a veces separar la realidad de la propaganda oficial.

–El 20% de la población del planeta no los tiene –terció Drouala con ironía.

–Vaya –carraspeó el coronel con incomodidad–. Pero eso ahora se va a arreglar. Con la nueva producción de lomgardos podremos hacer frente a la demanda.

–Y cuando nos volvamos a quedar cortos de lomgardos empezaremos otra guerra –espetó Drouala Grey que, situada frente a una ventana, contemplaba el repiqueteo de las gotas de lluvia.

Ni el Gobernador ni el coronel Singh estaban acostumbrados a que les hablaran en ese tono.

–¿Cómo ha dicho? –preguntó el coronel.

–Vamos, coronel –bregó Drouala–. ¿A quién quiere engañar? Esta es la Tercera Guerra de la Felicidad. ¿Cuándo será la Cuarta? ¿Qué especie pagará por nuestro insaciable apetito por los lomgardos? ¿Los moradores de las ciénagas, los espúleos, los sanazazis, los arácnidos…?
Singh espiró profundamente, notando como se abrían sus fosas nasales.

–¿Sugiere que debemos volver a la etapa anterior, cuando existían divorcios, suicidios, psicólogos, asesinatos y toda clase de calamidades?

–Creo que esta discusión es innecesaria, Drouala Grey es una de nuestras mejores científicas, salvó a millones… –intentó terciar el Gobernador.

–Eso ya lo sé. Pero la traición es un delito muy grave.

–Traición. Esta sí que es buena. Después de haber inventado la vacuna que salvó la vida a medio planeta…

–Salvó a medio planeta de morir a manos de los querrys –reconoció Singh en tono severo–. Pero tal vez eso no sea suficiente para salvarla a usted.

3 Lomgardos

El coronel Singh se tomó su tiempo para asediar a Drouala. Sabía que ella no sería rival. A duras penas había intentado entablar contacto con otros colegas para crear su asociación pro-lomgardos. Y, por las comunicaciones que le habían interceptado, se sabía que no había tenido precisamente éxito: nadie la apoyaba en sus ridículas hipótesis sobre unos lomgardos esclavizados.

Singh decidió registrar el despacho de Drouala. Una fiera tormenta sacudía los vidrios de la ventana. Singh sopesó la situación: Drouala Grey estaba sola, nadie le hacía caso. Se empezó a preguntar qué hacía entonces allí. Una sola persona no podía constituir un peligro serio para el sistema. En el peor de los casos bastaría con apartarla de la investigación científica para convertirla en inofensiva.

¿Entonces qué? ¿Por qué le habían enviado allí?

Drouala entró en su despacho. No aparentó sorpresa cuando vio a Singh allí, rebuscando entre sus papeles. Hizo un mohín, colgó un chaleco empapado y se sentó en un sillón con las piernas cruzadas, como si tuviera todo el día hasta que Singh se decidiera.

–Me preguntaba cuánto tiempo tardaría en venir –dijo finalmente con tristeza.

–Oh, no teníamos prisa. No es usted tan importante.

Singh cogió un microscopio con una manifiesta despreocupación de las normas de seguridad. Jugueteó un rato con él hasta que, saboreando su presa, dirigió una socarrona mirada a la científica.

–¿Servirá de algo si intento hablar con usted? –probó ella.

–Lamentablemente Contraespionaje ya ha decidido que usted es un peligro.

–¡Pero usted es un científico! Tiene que entenderlo –suplicó ella, perdiendo la dignidad que tanto se había esforzado en conservar.

–Le aseguro que no hay nada que entender –replicó él, mostrando en la pantalla del ordenador la imagen de un lomgardo–. No tienen más de dos milímetros de longitud ¿por qué se esfuerza tanto en defenderlos?

–¡Mire! –insistió ella, abalanzándose sobre él para mostrarle los datos que había ido recopilando a lo largo de los años– No sólo son mis datos, sino los de otros científicos. Publicados en las más prestigiosas revistas científicas. Si usan nuestra red neuronal para generarnos felicidad es porque pueden interactuar con ella. Y todo apunta en la misma dirección: los lomgardos son capaces de sentir.

–Todas sus –se detuvo, no quería resultar demasiado ofensivo– ideas ya han sido rebatidas una y otra vez.

Vea, por ejemplo, el famoso artículo de Svardovsky et al de Neural Physiology por el que le dieron el Nobel. Allí se demuestra fehacientemente que los lomgardos no piensan, son sólo un catalizador de endorfinas.

–Svardovsky miente –aseguró Drouala.

–¡¿Qué?!

–¡Todos mienten! –exclamó ella, presa de una furia mesiánica– Los militares han manipulado los datos. Lo hacen por el interés general ¿verdad? Para asegurar que los humanos consigamos la felicidad.

–¿De verdad cree eso? –preguntó Singh sin poder contener sus carcajadas– En tal caso Contraespionaje me ha hecho perder el tiempo. No hay nada de eso ¡nada! Los militares no hemos manipulado los datos.
Singh se levantó y comenzó a recoger sus papeles sin abandonar esa sonrisa de superioridad.

Definitivamente Drouala estaba peor de lo que había imaginado. Sus ideas conspirativas no tenían el menor fundamento, nadie le haría caso.

Pero ella insistía.

–¡Es imposible que tantos científicos eminentes hayan podido cometer errores de este calibre! ¡Mire! –gritó exasperada, mostrándole gráficos, tablas y datos que Singh no comprendía–. ¡Los lomgardos son inteligentes! ¡Merecen un respeto!

–Lo siento. Su carrera acaba de terminar aquí. No puede pretender que usted tenga razón frente a todos los demás científicos –pronunció Singh que, de repente, mostró más humanidad–. Váyase a casa. Descanse un poco. No lo empeore más. Y póngase un lomgardo, se sentirá mejor.

–Un lomgardo…

–Sí. Saldrá ganando.

–No pienso esclavizar a un ser inteligente.

–Haga lo que quiera, pero mírelo de otro modo: ellos también se han beneficiado de nosotros. Gracias a los humanos hay ahora cien veces más lomgardos en la galaxia.

Ella se detuvo.

Él se detuvo.

Ella intentó decir algo.

Él cogió su pistola y le disparó. Se oyó el petardazo del arma y Drouala, con un círculo rojo en la cabeza, se desplomó en el suelo.

Singh se acercó al cadáver y se preguntó qué había hecho. Algo no cuadraba allí, sus órdenes no habían sido matarla, sino interrogarla. Hacía un momento él estaba manteniendo una conversación pacífica con ella. Entonces…

Recordó las últimas palabras que había pronunciado: “ellos también se han beneficiado de nosotros. Gracias a los humanos hay ahora cien veces más lomgardos en la galaxia”. Y Drouala, posiblemente la única bióloga que no usaba lomgardos, había sido también la única que se había dado cuenta de que eran inteligentes.

Singh se quedó petrificado y dejó que la pistola se deslizara entre sus dedos hasta que cayó al suelo. Ahora recordaba. Entre esa frase y el momento en el que había empuñado la pistola había cruzado por su mente la idea de que el destino de la humanidad estaba siendo manipulado por aquellos escurridizos seres.

Notó algo en su cerebro que entraba en acción, era su lomgardo.

Singh sintió la felicidad y olvidó el asunto.

© 2008 Pedro P. Enguita Sarvisé, por el texto.
© 2008 Pedro Belushi por la ilustración.

 


 

Pedro Pablo Enguita SarviseNombre y apellidos: Pedro Pablo Enguita Sarvisé
Fecha y lugar de nacimiento: 09-11-1975, Barcelona
Currículo: Licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad de Barcelona, actualmente trabajo en el sector informático.
Literatura: Hasta el momento he publicado dos cuentos. El primero, «Máquinas de matar», salió en Nuevo Mundo (nº8) y el segundo, «Copyright», aparecerá en breve en Axxón. Tengo, además, un par de novelas en la recámara.

 

 

Foto de Pedro BelushiPedro Belushi, ilustrador y guionista. Ha trabajado en multiples proyectos de ilustración y comic. Entre sus obras están Melquiades y El Genio ( Dibujo y guión. Ed. Sulaco 2000) y Mighty Sixties ( Guión y diseño, junto a Carlos Vermut. Amaniaco Ed. 2001).

Ha hecho diversas exposiciones de su obra gráfica dentro del Circuito de Jóvenes Creadores de su comunidad. Actualmente colabora con BEM on Line y otras revistas de CiFi haciendo ilustraciones para relatos y portadas, así como guiones para otros ilustradores como Carlos Vermut, Nando o Pablo Espada (con quien hizo Clon 27, una de las primeras tiras seriadas en internet)

Acerca de Interface Grupo Editor

Editamos en papel 75 números de la revista BEM entre 1990 y 2000 y desde 2003 hasta 2012 mantuvimos el portal BEM on Line. Tras múltiples problemas de software, decidimos traspasar a este blog los principales textos publicados en esos años. Interface Grupo Editor está compuesto por Ricard de la Casa, Pedro Jorge Romero, José Luis González y Joan Manel Ortiz.
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