MANZANAS EN EL PARAÍSO, por Joan Antoni Fernàndez

Hace muchos años que BEM y yo nos conocemos, habiéndome llevado siempre la mejor parte en dicha relación. He sido ferviente lector de la revista y he tenido la suerte de tratar en persona a sus editores, gente en verdad encantadora. Hoy, una vez más, salgo beneficiado de esta peculiar simbiosis y veo publicado un relato mío dentro de su nueva aventura editorial. Ojalá no sea la última vez, señal de que el éxito les ha alcanzado.

Para la ocasión nada mejor que un relato insustancial. La historia de «Manzanas en el Paraíso» está tratada como un puro divertimento. No nos engañemos: el tema de la manipulación genética es complejo, aunque yo le he dado un enfoque liviano al mismo. ¿Un defecto? Puede. O tal vez no. El humor es un arma poderosa, capaz de traspasar las barreras de las convenciones. ¿Insustancial he dicho? El aire también lo es, pero sin su presencia no existiríamos. Y es que a veces lo superficial puede tener raíces profundas.

J.A.F.

 



Ilustraciones: Pedro Belushi

 

Apenas eran las doce y media de la noche cuando sonó el maldito videófono. Yo acababa de meterme en la cama después de un día de trabajo infernal, así que suspiré con resignación. Mi número no aparecía en la guía y, dejando aparte a mi anciana madre, tan sólo era conocido por mi jefe, el inquietante doctor Melquíades.

Por supuesto no se trataba de mamá. El rostro apergaminado y macilento del director del Departamento de Prevención del CSIC llenó la pantalla de plasma del aparato mirándome con malevolencia.

Roque, ven enseguida a mi despacho –la voz de Melquíades, rasposa como una lija del siete, tronó en los altavoces hiriendo mis tímpanos. No pude objetar nada, pues la pantalla quedó en blanco al ser interrumpida la comunicación.

Maldiciendo el día en que se me ocurrió ingresar en el CSIC con la vana idea de tener un sueldo fijo y poco trabajo, me vestí con rapidez y abandoné mi apartamento rumbo al despacho de mi superior.

Diez minutos más tarde aparcaba mi vehículo frente a la sede central del Consejo Superior de Investigaciones Científicas donde prestaba mis servicios desde hacía tres años. Un vigilante uniformado, con aspecto de tener incluso más sueño que yo, me dejó entrar después de verificar mis credenciales en el ordenador. Bostezando de forma ostensible me introduje en la cabina de uno de los ascensores y apreté el botón de la planta séptima, donde estaban situadas las oficinas del inefable doctor Melquíades.

El vestíbulo se encontraba a oscuras, así que tuve que avanzar casi a tientas. Por fortuna conocía muy bien el camino y no tardé en hallarme ante la puerta del despacho del insigne científico. Entonces golpeé con los nudillos sobre la madera al mismo tiempo que hacía girar la manecilla y me introducía en la estancia. Tan sólo avancé un paso antes de detenerme con desconcierto en medio de las sombras.

A mi alrededor todas las luces estaban apagadas y los contornos de los muebles apenas eran visibles bajo la escasa penumbra que penetraba a través de las vidrieras de los ventanales. Sorprendido, hice vagar la mirada por entre las sombras sin llegar a captar ningún movimiento.

-¡Jefe! –llamé en voz alta -. ¿Dónde diablos se ha metido?

-¡Shhh! –un furioso siseo llegó procedente del escritorio que se alzaba a pocos pasos frente a mí -. ¡Cállate de una vez y cierra la puerta con el seguro!

Cada vez más intrigado por el desconcertante comportamiento de mi superior, me apresuré a obedecer y eché el pestillo. Entonces una silueta se alzó junto al escritorio y corrió las cortinas, sumiendo toda la estancia en una densa oscuridad. Un instante después las potentes luces halógenas del techo iluminaban el lugar y ante mí surgió la esquelética figura del doctor Melquíades, quien parpadeaba con nerviosismo mientras inspeccionaba todos los rincones de la sala como si temiera ver surgir desde alguno de ellos a un ejército de atacantes.

-¿Qué sucede? –inquirí sintiéndome dominado por la curiosidad, pues semejante proceder no era muy propio de personaje tan austero.

-¿No te ha seguido nadie hasta aquí? –preguntó él a su vez mientras observaba mi rostro con atención.

-No que yo sepa –respondí cada vez más asombrado -. Pero, ¿va usted a decirme de una puñetera vez qué está pasando?

-Tengo un visitante –Melquíades habló en voz baja -, el hijo de mi hermana que ha venido a contarme una historia extraordinaria.

En efecto, al otro lado del escritorio permanecía inmóvil un individuo de cuya presencia yo no me había percatado hasta aquel momento. Se trataba de un hombre joven y flaco, casi depauperado, quien me miraba con el triste aspecto de un perro apaleado. A pesar de las enormes bolsas que abultaban bajo sus ojos así como de la tez sin afeitar que ocultaba la palidez de su semblante no tuve dificultad en reconocerle. Se trataba de Fidel Bravo, el joven biólogo que había estrangulado a su esposa horas antes y a quien la policía de medio país intentaba dar caza infructuosamente.

-Vaya –dije por decir algo.

-Supongo que sabrás quién es él –Melquíades habló con rapidez -, pues su foto ha aparecido en todos los diarios. Ni que decir tiene que el pobre Fidel es inocente del crimen del que se le acusa.

-Desde luego –asentí retrocediendo lentamente hacia la puerta.

-¡Quieto ahí, Roque! –mi jefe gritó inmovilizándome por completo -. Cuando yo digo que mi sobrino es inocente lo hago con pleno conocimiento de causa, ¿entendido? Fidel no ha matado a su esposa, los culpables de dicho asesinato han sido unos esbirros a sueldo de Montonsa.

-¿Montonsa? ¿Quiere decir Montonsa? –silbé por lo bajo a la vez que miraba al presunto criminal, quien me dirigió una grimosa sonrisa.

-En efecto, la multinacional Montonsa –Melquíades asintió enfático -. Fidel y su esposa trabajaban para ellos, pero ambos tuvieron la desgracia de realizar un extraño descubrimiento que han pagado muy caro. Los matones de la empresa prepararon la muerte de la pobre Thelma, quien sabía demasiado y se había vuelto peligrosa para ellos, culpando del crimen a Fidel para desacreditarle ante la opinión pública.

-Desde luego –convine muy serio mientras asentía con la cabeza.

-¡Roque, que te la juegas! –Melquíades se acercó amenazador hacia mí -. Me conoces demasiado bien para saber que yo no te contaría semejante historia si no estuviera seguro de su veracidad. Tal vez ignores que ambos esposos realizaban investigaciones genéticas para dicha multinacional en un laboratorio de biotecnología aplicada a la agricultura, cultivando plantas transgénicas mediante la consabida técnica de reacción en cadena de la polimerasa.

-¡Cierto, cierto! –el sobrino de Melquíades intervino en la conversación con voz chillona -. Supongo que usted debe de conocer el proceso. Algunas bacterias contienen, además de su propio patrimonio genético, moléculas circulares de ADN llamadas plásmidos, los cuales se reproducen de forma independiente. Nosotros extraemos el plásmido de la bacteria e introducimos en él un gen modificado que ha sido adaptado para funcionar en un organismo distinto al suyo de origen. Entonces introducimos de nuevo el plásmido modificado en la bacteria y se contagia con ella células del tallo y de la hoja de la planta que se quiere modificar. Y ya tenemos una nueva planta transgénica.

-Fidel, muchacho –mi jefe interrumpió al otro antes de que se embalara en su disertación -, Roque Santoro es un experto en el tema. No olvides que trabaja para mí.

-Por… supuesto –el tipo enrojeció como una grana y guardó silencio.

-Lo cierto –prosiguió Melquíades – es que ambos se toparon con un fantástico descubrimiento: Montonsa está desarrollando infinidad de alimentos transgénicos con las propiedades modificadas que incorporan en su ADN vacunas y medicamentos, los llamados nutracéuticos. Eso no te sorprenderá, pues ya se ha conseguido patentar cierta leche de ovejas transgénicas que produce hasta 300 miligramos por litro del Factor IX, una proteína coagulante que previene y controla las hemorragias en los pacientes hemofílicos. La eritropoyetina o la insulina son ejemplos de hormonas cuyos genes han sido introducidos en diferentes microorganismos que las fabrican a gran escala.

-Todo eso está muy bien –me atreví a interrumpir con un sonoro bostezo – y la misión de nuestro departamento consiste en vigilar para que las empresas privadas no utilicen mal dichos hallazgos. Pero, ¿qué tiene que ver este asunto con el asesinato de la mujer de su sobrino?

-Fidel y Thelma descubrieron que en Montonsa se estaban ensayando ciertos alimentos transgénicos un tanto especiales. Al parecer, ya han logrado secuenciar el ADN humano casi por completo y saben qué genes potenciar para aumentar o disminuir los niveles de serotonina o testosterona, por poner un par de ejemplos sencillos. ¿Comprendes las implicaciones de lo que te estoy diciendo?

-¿Insinúa usted que son capaces de cultivar alimentos que pueden influir sobre nuestro propio comportamiento?

-En efecto –Melquíades asintió sombrío -. Un simple bocado a una manzana y acabas de tragarte un gen incorporado que inhibirá o fortalecerá ciertas reacciones en tu cerebro. Serás un hombre apocado o un valiente sin miedo, incluso llegarás a desear o detestar lo que ellos quieran: cierto tipo de alimento, un sabor determinado, incluso un olor especial. Se trata, en suma, de la manipulación más perfecta, la manipulación genética de los gustos y sensaciones del ser humano. Cualquier gobierno totalitario pagaría una fortuna por lograr condicionar a sus súbditos, aplacando sus deseos libertarios y trastocándolos en seres temerosos y obedientes.

-Fantástico –murmuré sintiéndome desfallecer.

-Ahora comprendes por qué digo que Fidel es inocente. Cuando mis sobrinos descubrieron el asunto, los secuaces de Montonsa mataron a su esposa, tendiéndole a él una trampa para desacreditarle. Sabía demasiado.

-Pero ¿qué podemos hacer nosotros? –pregunté temiendo la respuesta.

vas a introducirte esta noche en el laboratorio de Montonsa y conseguirás pruebas reales y palpables que demuestren semejante manipulación genética. Entonces podremos ir a la policía y desenmascarar a esos criminales.

-Fantástico –repetí desmayadamente.

Recuerdo un axioma de mi viejo profesor de Genética: “Si no existe, puede hacerse”. Ciertamente, dicha idea había resultado una verdad como un templo. Aquella noche no existía la menor posibilidad de que yo me introdujera a altas horas de la madrugada en los laboratorios de la empresa Montonsa, sorteando todos sus sistemas de seguridad sin llamar la atención. Ergo podía hacerse.

El vigilante parpadeó tras la verja mientras observaba mi figura embutida en una chaqueta de color rojo chillón. Por fin accionó el dispositivo de apertura y me franqueó el paso hasta su garita. Yo avancé con aire resuelto portando en perfecto equilibrio una caja de cartón cuadrangular.

-¡Pizza para el doctor Stupid! –canturreé alegremente -. Una cuatro estaciones sin anchoas, un refresco y una bolsa de palomitas de regalo. ¿Por dónde?

-¿Doctor qué? –el fulano parpadeó con mayor nerviosismo mientras rebuscaba en su lista de personal.

Pobrecito. Me dio lástima, así que le puse a dormir. Abrí el precinto de la bolsa de palomitas y un potente gas somnífero brotó silbando desde el interior, dejándole inconsciente en menos que canta un gallo.

Un minuto más tarde yo recorría los pasillos del recinto embutido en las holgadas ropas del vigilante, mientras éste dormía en paños menores sobre el suelo de su garita utilizando una pizza cuatro estaciones como almohada.

Fidel me había explicado con todo lujo de detalles los entresijos del edificio, así como las alarmas que yo debía evitar. Gracias a ello no tardé en encontrarme ante una compuerta que facilitaba el acceso a los invernaderos. Tras marcar el código de seguridad pude penetrar en un inmenso recinto que debía tener la superficie de un par de hectáreas. El lugar estaba dividido en varias pequeñas secciones, todas ellas con idéntica estructura: un esqueleto de madera recubierto por una doble capa de plástico que lo aislaba del exterior. Bajo el suelo eran perceptibles sensores que controlaban de forma automática la humedad y temperatura del ambiente, así como el riego hidropónico de las plantas que crecían cultivadas ya fuera alrededor de palos o bien colgando de soportes transversales. Extasiado, pude contemplar una inmensa variedad de tomates, pimientos, pepinos, calabacines, manzanas e incluso plátanos de aspecto enorme.

Estremeciéndome ante la baja temperatura reinante, ya que el efecto de inversión lograba un clima más frío que en el exterior, me acerqué directo hacia un grupo de frutas que lucían lustrosas ante mis ojos. Por suerte, sabía con exactitud qué era lo que estaba buscando. Ansioso, tomé entre mis manos un plátano enorme y lo partí del racimo. Entonces un ruido sonó a mis espaldas.

-¡Quieto donde está, amigo! –una voz preñada de amenaza tronó tras de mí.

Me volví con lentitud, tieso como un poste y sintiendo que un sudor frío bañaba mi espalda. Ante mí había un par de individuos que me observaban con fijeza. Uno de ellos era de corta estatura y aspecto enclenque, el cual vestía una impoluta bata blanca que casi arrastraba por el suelo. Una nariz aguileña apuntaba desafiante hacia mi persona mientras su barbilla puntiaguda temblaba dominada por una intensa emoción. El otro fulano era fornido, casi más ancho de alto, y parecía a punto de hacer estallar el uniforme de vigilante que a duras penas cubría la montaña de músculos que deformaba su cuerpo. En su rostro plano como un plato un par de ojos de cerdo me miraban con una intensidad aterradora. Tragué saliva y sonreí de forma estúpida.

-¡Hola, hola! –comenté fingiendo una alegría que estaba muy lejos de sentir -. ¿Podrían indicarme dónde está el lavabo? Me temo que me he perdido.

-¡Cuidado! –el tipo que parecía un armario ropero detuvo al de la bata con un ademán imperioso -.¡Está armado, tiene un plátano!

-¡En efecto! –reaccioné con rapidez y les apunté con la fruta, sintiéndome un tanto ridículo -. ¡No se acerquen o disparo!

-¡No sabe nada! –el de la bata hizo un gesto de fastidio -. Coge a ese fulano antes de que destroce algo.

Aquello no era lo que yo había esperado, así que eché a correr antes de que Musculitos me echara la zarpa encima. Aullando como un condenado correteé por el invernadero esquivando a duras penas las plantas y los sacos de turba que se cruzaban en mi camino mientras sentía tras de mí la respiración agitada de mi perseguidor. Empecé a sudar pensando lo que le podía pasar a mi ilustre persona si aquel engendro hipertrofiado lograba atraparme.

Entonces, como surgiendo de la nada, apareció ante mí el tipejo de la bata, quien parecía haber avanzado en línea recta para lograr interceptarme. Tal vez si hubiera practicado las pesas en un gimnasio durante cinco años seguidos lo hubiera logrado, pero con su físico actual lo único que consiguió fue que yo le lanzara un puñetazo en plena jeta, lanzándole por los suelos como si fuera un muñeco de trapo.

Pero el leve tiempo que perdí en la confrontación fue suficiente para que mi otro perseguidor lograra alcanzarme y cayera sobre mí con la virulencia de un huracán.

Sintiendo como si una tonelada de ladrillos se hubiera desplomado sobre mi espalda caí hacia delante, golpeándome en la cabeza con uno de los postes de madera. Al instante todo se volvió negro y perdí momentáneamente el conocimiento.

Cuando recuperé el sentido me encontré tumbado en el suelo del invernadero mientras dos figuras se alzaban ante mí discutiendo entre feroces cuchicheos.

-¡Se nos está yendo de las manos! –decía Musculitos -. ¡Hay que avisar a los de arriba antes de tomar una decisión!

El pequeño de la bata replicó algo con tono siniestro, pero era tan fuerte su siseo que no me enteré de nada. Entonces se volvió hacia mí, inclinándose para observarme mejor.

Yo también le miré y me estremecí. Mi puñetazo le había saltado un par de dientes y mostraba los labios hinchados como si se los hubiera infiltrado con colágeno. No parecía abrigar una gran amistad hacia mi persona y me miró con odio a través del único ojo bueno que le quedaba.

Te va a enterá –dijo con rabia -.Te va a comé una mansana.

-¿Perdón?

El fulano no aclaró nada más y se abalanzó sobre mí intentando meterme en la boca una manzana roja que había sacado de uno de sus bolsillos como por arte de magia. Musculitos lanzó un grito de rabia y se apresuró a separarle de mí justo cuando yo ya comenzaba a ahogarme con aquella fruta atravesada en la boca. Entonces el de la bata se revolvió furioso contra su compañero, golpeándole como un poseso.

Tosiendo por el esfuerzo, escupí la manzana de la boca y miré a mi alrededor. A pocos pasos de distancia se encontraba el plátano que yo me había agenciado y que mis captores debían haberme quitado mientras estaba inconsciente. Mi cerebro trabajó a toda velocidad. Aquellos sujetos se habían asustado cuando me vieron con la fruta en la mano y ahora habían intentado hacerme tragar otra pieza distinta. No lo pensé más, me lancé sobre aquella enorme banana y la pelé con rapidez, lanzándole un terrible bocado.

Tenía buen sabor, era casi tan dulce como un auténtico plátano de Canarias. Tragué el pedazo de mi boca y mordí otro trozo paladeándolo con fruición.

-¡Se está comiendo el plátano! –Musculitos chilló aterrado tras de mí mientras le lanzaba un potente derechazo a su oponente, tirándole al suelo con violencia.

Yo me levanté del todo y sonreí. Me sentía bien, increíblemente bien. Avancé un paso hacia ellos y Musculitos retrocedió con el terror pintado en su rostro mientras el tipo de la bata se levantaba dando tumbos y mirándome con expresión idiotizada.

-¡Bu! –grité lanzando una risotada.

Y los dos fulanos echaron a correr como si acabaran de ver a un fantasma. Reí alocadamente mientras me golpeaba el pecho y acababa de comerme el plátano. Cada vez me sentía mejor, más poderoso, más alegre. Entonces algo pareció estallar dentro de mi cerebro y perdí la noción de la realidad.

Cuando volví a recuperar el control de mí mismo ya era de día. El sol surgía por el este atravesando la neblina que impregnaba el aire de la mañana y sus tímidos rayos iluminaban el descampado donde me encontraba tendido de bruces. A lo lejos se alzaba una densa columna de humo y el sonido estridente de varias sirenas rompía el silencio del entorno. No tuve que forzar mucho la vista para comprender qué estaba pasando. Los laboratorios de la multinacional Montonsa estaban ardiendo por los cuatro costados.

Un extraño desasosiego se apoderó de mi persona. Vagamente me pareció intuir que yo era el responsable de semejante incendio. Imágenes confusas de carreras, destrozos y fuego se entrecruzaban en mi maltrecho cerebro. ¿Era posible que la ingestión de aquel maldito plátano hubiera provocado en mí un cambio de personalidad tan terrorífico, convirtiéndome en una especie de sádico gamberro? Ahora comprendía por qué mis dos captores habían huido pies en polvorosa. Sin duda ellos debían saber las consecuencias y habían optado por apartarse de mi camino antes de que yo estallara.

Me alcé del duro suelo donde descansaba sintiéndome dolorido. Comprobé con sorpresa que llevaba una manzana en uno de mis bolsillos y suspiré aliviado. Al menos podía demostrar que Montonsa manipulaba genéticamente los alimentos con propósitos inconfesables. Algo más calmado, aunque todavía sintiéndome confuso, me encaminé de regreso al despacho de Melquíades.

El vigilante de la entrada resultó ser otro fulano con idéntica somnolencia que su predecesor de la noche, aunque me dejó pasar con mayor rapidez pues le estaba tirando los tejos a una de las mujeres de la limpieza. De aquella forma accedí sin dificultad a la séptima planta y avancé por un pasillo bien iluminado gracias a los rayos de sol que penetraban por los ventanales. Por fin me detuve ante el despacho de mi jefe y golpeé alegremente sobre la puerta a la vez que abría y penetraba en la estancia.

Nada parecía haber cambiado allí dentro desde que yo me había ido horas antes. Las cortinas continuaban echadas y la luz encendida mientras Melquíades recorría la sala a grandes zancadas y su sobrino le observaba en silencio desde el mismo rincón donde le había dejado. Los dos se sobresaltaron y se volvieron con rapidez ante mi presencia. Yo cerré tras de mí y me encaré con Melquíades.

-Jefe, el asunto está que arde y no sabe usted hasta qué punto.

Rápidamente le hice una sucinta explicación de los hechos de la pasada noche y acabé mostrándole mi trofeo de guerra, la rolliza manzana que llevaba conmigo.

-¡Bien, bien! –Melquíades se relamió como un gato -. No hay nada perdido, aquí tenemos la prueba evidente de las manipulaciones de Montonsa. Sin duda la policía podrá analizar la manzana y descubrir que ha sido alterada genéticamente para producir adicción en los consumidores. Eso bastará para reforzar nuestro caso y…

-Perdón, quiero que me den esa manzana enseguida.

Melquíades y yo nos volvimos con rapidez y contemplamos a Fidel Bravo, quien nos apuntaba con una pistola mientras tendía suplicante una mano hacia la fruta.

-¡Fidel! –su tío abrió los ojos de par en par cogido por sorpresa.

-Lo siento, tío –el otro bajó algo la vista pero no dejó de encañonarnos con el arma -. Realmente fui yo quien mató a Thelma y no un sicario de Montonsa como te hice creer. La verdad es que ya no la aguantaba más, era un petardo de mujer que sólo sabía mandar y gruñir. Por otra parte hay cierta peluquera en mi barrio que… ejem, bueno ya me entiendes.

-Pero entonces… la manzana, los experimentos…

-Bueno, esa parte es cierta – Fidel se animó un tanto mientras se apoderaba de la fruta y retrocedía un paso -. Aunque ni Thelma ni yo descubrimos nada, éramos demasiado mediocres para hacer algo tan complicado. Ya sabes que nuestra familia nunca se ha distinguido por su genialidad. Somos buenos operarios, eso es todo.

-¡Ejem! –Melquíades enrojeció con violencia -. Entonces, ¿a qué viene semejante pantomima? ¿Por qué querías que te trajéramos un fruto de sus invernaderos?

-Yo sabía que Montonsa estaba ensayando la manipulación genética de ciertos vegetales, así que pensé en robarles una muestra y huir al extranjero, a Brasil u otro lugar sin tratado de extradición. Allí puedo hacer una fortuna entablando conversaciones con alguna multinacional de la alimentación, la cual sin duda estará interesada en promocionar un producto que pueda crear adicción hacia su marca. Si todo sale bien, puedo retirarme a vivir como un pachá el resto de mis días. Luego llamaré a mi lado a la peluquera y seré el hombre más feliz de la Tierra.

-¡Estás loco! –Melquíades se sulfuró haciéndome temer por su tensión arterial.

-¡No lo creas! –Fidel rió -. Tu subordinado me lo ha dejado todo en bandeja de plata. Si es cierto que ha quemado las instalaciones de Montonsa, tal vez en estos momentos yo tengo la única fruta transgénica que queda. Si me doy prisa en patentar el invento, antes de que la empresa pueda rehacer sus cultivos, seré millonario.

-No quisiera importunar –me atreví a interrumpir -, pero ¿qué hay de nosotros? ¿Podemos irnos ya?

-Desde luego –el tipo sonrió de una manera que no me gustó nada -. Pero primero se comerán un pedacito de manzana.

-¡Oh, no me apetece a estas horas! –deseché su ofrecimiento con una sonrisa -. Aunque le agradezco el ofrecimiento, de veras.

-No es un ofrecimiento, es una orden –el otro me devolvió la sonrisa con expresión torva mientras se encaminaba de espaldas hacia las cortinas, las descorría y abría una de las cristaleras -. Esta fruta tiene la particularidad de anular la voluntad de quien la ingiere, haciéndole susceptible a todo tipo de órdenes. Entonces sólo tendré que sugerirles que salten por la ventana y todas sus preocupaciones volarán, por así decirlo.

El tipo sacó de su bolsillo una pequeña navaja y se la tendió a Melquíades para que cortara dos trozos de la manzana. Mi jefe, con los ojos desencajados, obedeció en silencio y me tendió uno de los trozos, el más pequeño como era de esperar.

-Ahora coman –la pistola volvió a apuntarnos con firmeza.

Entonces salté. Supongo que todavía me duraban los efectos estimulantes del plátano y desprecié el peligro. Fidel Bravo gritó asustado y disparó a bocajarro, pero el muy burro no había quitado el seguro del arma, así que llegué hasta él sano y salvo, lanzándole un tremendo sopapo que le hizo soltar la pistola. Entonces ambos nos enzarzamos en una especie de combate pugilístico junto a la ventana abierta.

Los puños frenéticos de mi adversario golpearon sin fuerza en mi rostro, enervándome más todavía. Entonces lancé un potente derechazo que conectó en el mentón del otro, haciéndole trastabillar hacia atrás. El fulano tropezó con el alféizar de la ventana y perdió el equilibrio cayendo fuera del ventanal. Su rostro congestionado me miró con profundo terror mientras sus manos se removían inquietas como queriendo asirse en el aire. Por fin, lanzando un aterrador grito de miedo, el tipo se desplomó hacia el exterior y desapareció por completo de mi vista.

Todavía estupefacto por las consecuencias de mi pelea me acerqué hacia la ventana y asomé la cabeza. Entonces miré hacia abajo y tuve que apartar la vista con rapidez, retrocediendo y volviéndome hacia Melquíades.

-Lo siento, jefe –comenté a media voz -. Si no tiene ninguna corbata negra, ya le dejaré yo una.

Pero mi superior no parecía haberme oído. Había cogido la pistola del suelo, le había quitado el seguro y me apuntaba con ella mientras me miraba con expresión meditabunda.

-Manzanas capaces de crear adicción hacia un alimento concreto, incluso hacia una marca –el hombre habló en voz baja como si estuviera debatiendo consigo mismo -. Cualquier multinacional pagaría una fortuna por algo así. La potencialidad de clientela sería inagotable… Mm…

-¿Jefe? –pregunté sintiendo un sudor frío por todo el cuerpo.

-Roque, amigo mío –Melquíades pareció despertar de un profundo sueño y me miró con aire apacible -, creo que te vas a comer un pedazo de manzana.

El resto ya es historia.

Para la policía Fidel Bravo se suicidó arrojándose por la ventana al no poder convencer a su tío de que le ayudara a escapar. Yo fui acusado por la multinacional Montonsa de vandalismo y sabotaje, cosa que no negué. Bajo los efectos del trozo de manzana que Melquíades me obligó a comer llegué a firmar una confesión, aduciendo que trabajaba para una empresa rival cuyo nombre desconocía. Me cayeron cinco años de cárcel y el descrédito oficial.

Desde mi prisión, gracias a la prensa que recibía, pude enterarme que el doctor Melquíades había abandonado su cargo en el CSIC, entrando a trabajar para una multinacional de la alimentación. Precisamente dicha multinacional había desarrollado un nuevo producto basado en extracto de manzana que causaba furor en el mercado.
Pronto la figura del doctor Melquíades se hizo habitual en determinados sectores financieros. Al parecer había cedido los beneficios de una patente secreta a cambio de un precio exorbitante, forrándose de por vida. Después abandonó toda actividad, compró una mansión señorial en la costa y se casó con una atractiva peluquera mucho más joven que él.

Ni que decir tiene que el tipo nunca vino a verme a la cárcel. Ni tan siquiera me mandó una manzana como regalo.
Mucho me temo que Melquíades ha resultado un verdadero mierda.

Aunque no sé por qué me extraño.

Después de todo, somos lo que comemos.

© Joan Antoni Fernàndez 2004
© Pedro Belushi 2004 por las ilustraciones.

Joan Antoni Fernàndez nació en Barcelona el año 1957, actualmente vive en Argentona y trabaja en una caja de ahorros. Escritor desde su más tierna infancia ha ido pasando desde ensuciar paredes hasta pergeñar novelas en una progresión ascendente que parece no tener fin. Ha sido ganador de premios fallidos como el ASCII o el Terra Ignota, que fenecieron sin que el pobre hombre viera un duro. Inasequible al desaliento, ha quedado finalista de premios como UPC, Alberto Magno, Espiral, El Melocotón Mecánico y Manuel de Pedrolo entre otros. Ha publicado relatos y artículos en Ciberpaís, Nexus, A Quien Corresponda, La Plaga, Maelström, Valis, Dark Star, Pulp Magazine, Nitecuento y Gigamesh, así como en la web NGC. Que la mayoría de estas publicaciones hayan cerrado es una simple coincidencia… según su abogado. También es colaborador habitual en todo tipo de antologías, aunque sean de Star Trek. Hasta la fecha ha publicado tres libros: Reflejo en el agua, Policía Sideral y Vacío Imperfecto. Su madre piensa que escribe bien, su familia y amigos piensan que sólo escribe y él ni siquiera piensa.

pedrobelushiPedro Belushi, ilustrador y guionista. Ha trabajado en multiples proyectos de ilustración y comic. Entre sus obras están Melquiades y El Genio ( Dibujo y guión. Ed. Sulaco 2000) y Mighty Sixties (Guión y diseño, junto a Carlos Vermut. Amaniaco Ed. 2001). Ha hecho diversas exposiciones de su obra gráfica dentro del Circuito de Jóvenes Creadores de su comunidad. Actualmente colabora con BEM on Line y otras revistas de CiFi haciendo ilustraciones para relatos y portadas, así como guiones para otros ilustradores como Carlos Vermut, Nando oPablo Espada (con quien hizo Clon 27, una de las primeras tiras seriadas en internet)

Acerca de Interface Grupo Editor

Editamos en papel 75 números de la revista BEM entre 1990 y 2000 y desde 2003 hasta 2012 mantuvimos el portal BEM on Line. Tras múltiples problemas de software, decidimos traspasar a este blog los principales textos publicados en esos años. Interface Grupo Editor está compuesto por Ricard de la Casa, Pedro Jorge Romero, José Luis González y Joan Manel Ortiz.
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