ESTOS ZAPATOS DE LOS QUE OTROS HAN MUERTO, de Bruce Holland Rogers

Ilustraciones de Pedro Belushi

Traducción de Luis Fonseca

1942 fue el primer verano de la campaña de bonos de guerra. Después del noticiario y antes de la película, un anuncio gubernamental mostraba a un soldado japonés atravesando a un bebé chino con su bayoneta. La voz superpuesta repetía una y otra vez. “Compre un bono. Mate un Japo. Compre un bono. Mate un Japo.”

El rifle con su bayoneta subía y volvía a bajar. Desde entonces, la gente me mira al abandonar la sala, un hombre joven lo bastante mayor para afeitarse. Algunos me preguntan sin ambages por qué no me he alistado.

“Seré lo bastante mayor en Septiembre,” les digo

Cuando la sala se vacía, barro los pasillos y entonces me siento en una de las butacas centrales, las más populares incluso en las noches flojas y en las matinales. Cierro los ojos, y me aferro a los brazos de madera. Bajo mis palmas noto la alegría y el temor y la ira y el alivio que otros han sentido en esta sala, guarecidos en la madera como en una madriguera, removiéndose.

“Compre un bono. Mate un Japo”.

Sentimientos hechos un nudo que no hay manera de deshacer.

“Mate un Japo. Sea un Japo,” le digo a la pantalla detrás del telón.

La casa en la que vivo ahora está construida según mi diseño en la ladera norte de un cañón donde los árboles crecen densos y oscuros.

La primera planta está medio enterrada para que la segunda no asome por encima de los árboles y no delate fácilmente la presencia de la casa. Para llegar hasta ella, hay que seguir un camino de servicio que se desvía de una pista de grava cinco millas más allá. Si no se sabe dónde mirar, el camino queda oculto por los matojos. Suelo permanecer recluido allí todo el invierno. Durante cinco meses al año, la nieve entre la casa y la carretera se mantiene virgen.

En la segunda planta hay una habitación rinconera sin ventanas. Hay un aviso de alta tensión en la puerta y un candado. En su interior, una bandera nazi de combate cuelga de una pared rodeada de fotos de los campos. Fotos en blanco y negro de los vivos y de los muertos. El extremo más alejado de esa pared lo adornan pósters de japoneses dentudos del tiempo de la guerra. También hay una foto mía, tal y como era en 1943, un recluta recién acuñado, posando con la bayoneta calada y mirando a la cámara como si el objetivo fuese el mismísimo Tojo.

Compre un bono. Mate un Japo.

La guerra, mi guerra se limita a esa pared. Las otras paredes están empapeladas con fotografías de cráneos apilados en Camboya, cuerpos hinchados al sol de Burundi o Ruanda, fosas comunes abiertas como fruta madura que derrama su simiente. Algunos de los recortes de periódico han amarilleado. Otros son muy recientes.

Nina, mi agente, ha visto la puerta cerrada, pero nunca me ha preguntado que hay al otro lado. Tiene otras cosas en la cabeza. “Búscate un estudio en Boulder o en Denver,” me insiste dos veces al año. “Estarás más cerca de las galerías. Todo sería mucho más fácil.”

Quiere que deje las montañas. Si tuviera un ataque al corazón o me diera una apoplejía, nadie se enteraría a menos que yo mismo consiguiera pedir ayuda por radio. La Partida de Salvamento de los Parques del Condado debería seguir las mismas roderas que negocia el camión alquilado por Nina, en primavera y en otoño, para llevar mi trabajo a las galerías.

“Puedo cazar ciervos desde el porche de mi casa., “ le digo. “¿Podría hacer eso en Denver o en Boulder?”

En el armario de la habitación cerrada, guardo los zapatos, las botas, los uniformes.

Los zapatos están aplanados, agrietados por el sol – un zapato derecho encontrado entre la maleza en El Salvador, uno izquierdo que robé en Bergen-Belsen, otro derecho que excavé del fango putrefacto de Camboya.

Algunas de la botas están como los zapatos – picadas, con sus costuras reventadas. Las otras pertenecen a los uniformes, botas acharoladas, embetunadas y enlustradas-hasta refulgir como cristal negro.

Muchos de los uniformes son sencillos: ropa de fatiga de las fuerzas de seguridad de Uganda, de los Jemeres Rojos, o de tropas brasileñas o chilenas asignadas a deberes domésticos. El caqui puede intercambiarse con el habano, con el gris, con el azul.

Sin embargo, es el uniforme negro el que valoro por encima de los demás. Es el negro el que me pongo para mirarme al espejo. En la pared de la II Guerra Mundial, hombres jóvenes con uniformes como éste sonríen sonrisas casuales.

Ensayo sus sonrisas frente al espejo, sintiendo lo que es inevitable sentir en un uniforme así. Invencibilidad. Orgullo. Los rayos gemelos que adornan el cuello tienen todo y nada que ver con la Historia. La calavera de la banda que adorna la gorra no tiene edad.

A mi reflejo sonriente, le pregunto, “¿Qué vamos a hacer contigo? ¿Qué debe hacerse?” No se trata de ninguna abstracción. Es una cuestión práctica. Es la misma pregunta que me hago cada día antes de empezar a tallar.

Hoy, sin embargo, es más práctica que nunca.

Abajo en mi sofá hay un hombre joven, atado y amordazado.

¿Qué voy a hacer con él?

La insignia de la calavera plateada brilla.

Cuelgo el uniforme y me visto para trabajar.

La nieve cubre las vistas desde el estudio. Las sombras son suaves, profundas, y azules.

Antes de encender las luces, mis manos recorren el bloque aun por labrar.

Con cada nueva pieza, las primeras horas de trabajo suponen siempre una lucha, incluso cuando puedo sentir el interior de la madera y sé exactamente qué voy a sacar de ella.

La madera se resiste. Los formones resbalan sobre ella, las hojas de sierra se deforman como si intentaran abrirse camino a través de granito. Cada vez he de superar la misma prueba, he de lograr hacerme con los ecos del grano de la madera.

Entonces, una vez la figura está embastada, el corazón de la madera se suaviza, cede, y me invita a profundizar. Mis hojas la funden y penetran en ella como si estuviera tallando mantequilla. La madera guía las herramientas, y la cara, el hombro, la mano emergen.

Con de la pieza en la que trabajo hoy, esa primera etapa dura más que de costumbre. La madera está verde. Normalmente, curo la madera antes de trabajar con ella, pero en este caso no dispongo del tiempo. La resina se pega a mis herramientas.

Tras dos horas de trabajo en el estudio, me sacudo el serrín del guardapolvo y bajo a echarle un vistazo. Sus ojos están muy abiertos, pero es difícil decir si es temor lo que veo en ellos. Es joven, pero lo bastante mayor para afeitarse. Colgados cerca de la estufa, donde los he puesto a secar, están sus tejanos negros, su camiseta negra y sus botas de motorista. Ahora lleva puestos los tejanos y la camisa de trabajo con los que lo he vestido, todo una talla demasiado grande.

Sus manos, atadas, descansan en su regazo. Los nudillos de sus manos están tatuados. F-U-C-K puede leerse en los de la izquierda, K-I-L-L en los de la derecha. Aunque sus pies también están atados, ha logrado hacer caer los libros de uno de mis estantes, el único daño que puede permitirse hacer. Shirer, Arendt, Camus. Historia y Filosofía en un pequeño montón a sus pies.

“Sólo te falta una cerilla a mano, ¿no?,” le digo

Me atraviesa con la mirada. Lo veo respirar.

Me asalta la sensación de que todas las caras de madera presentes en la habitación también se fijan en él – los rostros de teca arrebatados en el momento del grito, las expresiones angustiadas en pino o abeto o ébano. Todos esos ojos huecos lo estudian.

Quitarle la mordaza es como romper una presa. Las obscenidades brotan de él como el agua.

“No hubiera tenido que amordazarte,” le explico, “si mostraras una lengua más civilizada.”

“Que te jodan.”

Le recuerdo que le he salvado la vida.

“Que te jodan también por eso,” replica. “Hubieran vuelto a buscarme.”

“Ya te lo he dicho antes. No hay señales nuevas en la nieve. No han vuelto a por ti.”

“Que te jodan,” repite, pero debe conocer a sus colegas, debe saber que es verdad lo que le cuento.
“Ahora estarías hecho un témpano sin mi,” le digo,” así que cualquier cosa que haga contigo es mejor que eso, ¿no es cierto? Mejor que estar muerto.”
Le coloco de nuevo la mordaza antes de que pueda contestar. Si no lo hago gritará hasta que le estallen los pulmones y no seré capaz de concentrarme.
Vuelvo a mi trabajo.

Gano más dinero para Nina que todos sus demás representados juntos. Si se preocupa por mi salud es sólo por eso.

No es que no tenga compasión, es que alguna de las cosas que ha hecho para mí la han endurecido. La viga de Auschwitz fue una de ellas.

Concedo pocas entrevistas. ¿No debería hablar mi trabajo por sí mismo? Pero algunas veces una entrevista puede traer una sorpresa. Una vez me lamenté de que no quedara madera de Auschwitz para que yo pudiera tallarla. Un mes después de mis palabras, Nina recibió una llamada del gobierno israelí. Hubieran preferido un artista judío, pero nadie más consigue mis resultados.

La viga provenía de uno de los barracones derruidos después de la guerra. Durante un tiempo, había servido para sostener el tejado de una granja polaca.

Cuando me llevaron a verla, no pregunté como había ido a parar a Israel, a un almacén donde permanecía en la caja de un camión militar como si fuera un misil.

El ministro de Cultura, cuadrado frente al camión agitaba algunos papeles bajo mis narices. Lo ignoré y fui a tocar la madera. Incluso después de cuarenta años, estaba repleta de espectros.

“Se la daremos,” dijo, “con la condición de que sea cortada en dos partes y dé origen a dos obras acabadas, una de las cuales se nos enviará de vuelta. Para el memorial.”

Estuve de acuerdo.

No podían saber cómo de densamente estaba poblada la madera de caras torturadas, de gestos de dolor y desesperación. De vuelta en los Estados Unidos corté la viga en dos. Después dividí cada mitad longitudinalmente y tallé cuatro piezas en lugar de dos. Dejé que los israelíes se imaginaran lo mucho que tuve que labrar su mitad para que afloraran las imágenes que les envié. Dejé que pensaran que la madera que faltaba cubría el suelo de mi estudio en forma de virutas y serrín.

Las cuatro piezas acabadas mostraban un nudo intrincado de víctimas.

“No puedes vender las piezas adicionales,” me advirtió Nina. “Te delatarás si lo haces.”

“Las venderemos,” le dije. “Subastas cerradas. Subastas secretas. Enviaremos diapositivas a Hauptmann para que las haga circular entre los clientes potenciales.”

Nina estaba cruzada de brazos. “Ni hablar de Hauptmann. No volveré a recurrir a Hauptmann nunca más. Tan sólo hablar con él por teléfono me hace sentir sucia.”

“Escríbele entonces. Mándale por correo las imágenes.”

“Pero los postores que él puede conseguir…”

“Es lo que quiero, Nina.”

“Es la última vez que me haces recurrir a Hauptmann.”

No dije nada. Nadie conoce a la gente que Hauptmann conoce.

Un mes más tarde, Nina me arrojó una lista a la cara. “¿Eres consciente de dónde vienen esas ofertas? ¿Supongo que lo sabes?”

Recogí las hojas desperdigadas por el suelo, eché un vistazo a los nombres y a las cantidades. “Ésta,” dije y señalé una oferta de El Salvador. “Sólo puede ser el mismísimo Rosado. No es la puja más alta , pero quiero que se la vendas a él.”

“Si no estuviéramos usando la lista de Hauptmann, podría encontrar a otros, “ dijo Nina. “Algún coleccionista. Un inversor que la guardará en una cámara de seguridad para sus herederos. Será una mejor venta, y …”

“Véndesela a Rosado.”

“En nombre de Dios, ¿por qué? Dijo Nina. ¿Por qué quieres que alguien como él la tenga?”

“Si soy afortunado,” le contesté, “la pondrá encima del cabezal de su cama.”

Nina se quedó pálida.

“Véndesela, Nina. Ya es suya en cierta manera.”

Después escogí la otra oferta, una que tampoco fue del agrado de Nina.

La última talla la vendimos abiertamente al Museo de Arte Moderno.

Una o dos veces al año, viajo en busca de árboles a los campos de exterminio. Algunos campos son viejos. Otros son nuevos. Vago entre sus árboles, tocando los troncos, sondeando sus ecos. Entonces dirijo la tala de los que serán enviados a los Estados Unidos, y transportados en camión de Denver a la casa y el estudio en la montaña.

Normalmente, las fuentes de aprovisionamiento más recientes son las de acceso más difícil. Aunque no siempre. No siempre.

Una carretera maderera discurre paralela a mi cañón al otro lado de la cadena. Si alguna vez tengo visitas no bienvenidas es de ahí de donde proceden.

La noche que encontré a mi huésped, estaba leyendo. Oí el disparo de un rifle.

Apagué las luces y desconecté el generador.

Estaba nevando. Durante horas había estado cayendo un polvo fino, el tipo de nevada que se prolonga, tozudamente, durante todo el día y parte del siguiente.

Cuando salí afuera, pude oír sus voces en lo alto del risco.

Sonó otro disparo. Risas juveniles. Voces que se alzaban.

Luego se hizo el silencio.

Cuando por fin escuché de nuevo una voz, no había diversión en ella. Palabras indistintas. Luego otra voz, suplicante.

De nuevo, el silencio. Silencio prolongado.

Esperé largo rato antes de ir a buscar mi linterna de queroseno y ponerme las botas. Botas corrientes. Sorels. No tenía forma de saber que algo especial me aguardaba en la cima del risco.

Iluminando mi camino con la linterna fui progresando por la pendiente hasta llegar a un pequeño claro. La nieve recién caída no había ocultado todavía los casquillos vacíos y las botellas de cerveza que aparecieron en el circulo de luz amarilla de la linterna.

Una sombra me llamó la atención, y enfoqué la linterna en su dirección. Sobre nieve ensangrentada había estirado un cuerpo. Su cabeza calva estaba descubierta. Vaho de respiración se elevaba desde su rostro. Los ojos estaban cerrados.

Un hombre mayor, pensé. La luz de linterna puede llevar a error. Me costó un momento darme cuenta de que no, de que su cara no tenía arrugas. Era una cara joven. Al acercarme pude ver las esvásticas tatuadas en el brazo. Cuando me agaché a mirar su rostro, mi mano se apoyó en el tronco y me detuve, asimilando todo.

Mi primer atisbo de lucha fue en el otoño del 44, en el Bosque Hürtgen. Los árboles del Hürtgen todavía eran sólo árboles para mí. Mis sentimientos hacia ellos eran los mismos que los de cualquier soldado de infantería. Cuando proporcionaban cobertura al avance de mi unidad, los amaba. Cuando las bombas alemanas explotaban entre sus copas, por encima de nuestras cabezas, nos llovían ramas pesadas como piedras, astillas cortantes como metralla. Derribábamos árboles con granadas para limpiar el camino de bombas trampas y para apañar puentes improvisados sobre marañas de alambre de espino. Los árboles eran obstáculos. Los árboles nos eran útiles. El olor punzante a resina fresca llenaba el aire.

Solía prestar más atención a los alemanes.

Mirados de cerca, mientras sorteaba sus cadáveres, los alemanes muertos del Hürtgen podrían haber sido mis primos. Incluso después de las noticias sobre Malmédy, no los odiaba. Entendía lo que debía hacerse. Y lo hacía.

Compre un bono. Mate un Japo.

Mate un Jerry. Un nazi.

Las esvásticas tatuadas en el brazo del chico tienen los bordes definidos y son muy negras. No las lleva desde hace tiempo.

“¿Sabes lo que estoy pensando?” le digo. No le he desamordazado esta vez. Sus ojos me atraviesan.

“Creo,” le explico, “que cuando no se encuentra una víctima a mano, es necesario fabricar una. ¿Estoy en lo cierto?”

Sus ojos se estrechan. Su mirada se desvía al rifle de cazar ciervos que hay junto a la puerta, pero aunque pudiera desatarse mientras yo estoy en el piso de arriba, descubriría que está descargado.

“Estoy de suerte de que tú y tus amigos no supierais que estaba aquí – un hombre anciano viviendo solo. Un artista con estantes repletos de libros de Historia. Hubiera sido una víctima de lo más interesante, ¿no crees? Hubiera sido perfecto. Ahora mismo podrías estar bebiendo una cerveza con ellos, recordando, riendo. En cambio, te han dado una pequeña sorpresa. Como la sorpresa de Röm. Sabes lo de Röm, claro, lo que le sucedió. Tú ya sabes todo acerca de las vueltas que puede dar la vida.”

Sus labios se mueven bajo la mordaza, pero sólo está tratando de tragar. No hay preguntas en sus ojos, no hay entendimiento.

“Ah. Nunca has oído hablar de Ernst Röm. Bueno. Es una vieja, vieja historia. Realmente, te sorprendieron tus amigos, tus colegas, ¿no?”

Él no asiente, pero emociones contrapuestas le recorren la cara como sombras. Sí, está sorprendido. Todavía no lo entiende.

“Verás, vuestra fuerza es que podéis hacer todo.” Bajo la voz y me inclino hacia él.

“Todo.” Sonrío. “Pero ese es el problema también. ¿Lo entiendes? Hitler purgaba a sus colaboradores. Deberías saber eso. Deberías saber lo que la Historia puede enseñarte de ti mismo.”

De los libros del suelo, selecciono Auge y caída de Shirer. “Podríamos empezar por aquí,” digo sopesando el grueso volumen. “¿Te leo un capítulo? ¿Debemos empezar por el principio?”

Oh, el odio asoma en sus ojos.

“No,” digo. “No es la historia adecuada para ti. Necesitas algo a medida, ¿no? Algo más personal, más adecuado a tu situación actual. Probemos con algo del género criminal ambientado en el invierno del 44. La historia de un crimen. Un rompecabezas. Yo te explico el crimen. Tu me explicas el motivo.”

La capa de nieve es gruesa, y en ciertos lugares el viento la ha amontonado haciéndola más gruesa todavía. Aquí y allí, prácticamente me cubre hasta la cintura.

Llevo el fusil cruzado en los brazos y dejo unos buenos tres metros entre mi prisionero y yo. No creo que intente arrebatarme el arma –tan lejos de su propias líneas, que se repliegan de nuevo hacia Alemania—pero los soldados de la SS son de lo más gallito.

Ojalá hubiera unas roderas por las que poder caminar. Aun con mi prisionero abriendo el camino, progresar a través de la nieve me está agotando y aun nos queda un buen trecho para llegar al Centro de Mando.

Me llega a los oídos, como una plegaria satisfecha, el sonido de unos motores. Un par de jeeps surgen del bosque y giran hacia nosotros. Las marcas que sus ruedas van dejando me invitan, y pienso, ¡Aleluya!

“Quieto. Detente,” digo al prisionero con intención de esperar el paso de los jeeps.

Una explosión me hace doblarme por la cintura como un golpe a traición. Caigo al suelo, pero el alemán sigue en pie, sus manos aun cruzadas tranquilamente detrás de la nuca. Me dedica una sonrisa de suficiencia.

“Nur eine Landmine,” me dice con una voz con la que podría estar explicando el trueno a un niño. “Nichts befürchten.”

La memoria juega malas pasadas. Es probable que no fuera eso lo que dijo. No aprendí alemán hasta después de la guerra.

Uno de los jeeps ha quedado panza arriba, y la explosión ha limpiado de nieve varios metros a la redonda. Me pongo en pie y apunto enfáticamente al alemán mientras me sacudo la pechera de mi chaqueta con la mano libre.

A nuestro alrededor los árboles se balancean con el viento.

“Muy bien,” digo con tanto aplomo como puedo reunir. “¡Camina!”

Un tercer jeep ha aparecido detrás de los otros dos pero ahora recula en busca de ayuda médica.

Corriendo por la otra ladera del valle, y apartando la nieve como un arado, se acerca corriendo uno de los nuestros desde la trinchera donde estuviera apostado. Lleva al hombro la bolsa de sanitario.

No tengo que apresurar a mi prisionero. Sigue adelante resueltamente, como si estuviera ansioso por llegar allí.

Uno de los ocupantes del jeep, un hombre de infantería, yace boca abajo en el cráter. No tiene piernas. Otro está tendido junto al tronco del árbol contra el que ha salido despedido, y nada, salvo su boca se mueve. “Jesús , dulce Jesús,” repite una y otra vez.

El tercer hombre, un teniente, ha quedado medio sepultado bajo el jeep. El sanitario se acurruca junto a él para comprobar si respira.

No lo hace.

Chasqueando la lengua al pasar, mi prisionero dice, y de esto estoy casi seguro, “Dab ist also das Kriegsglück”

El sanitario levanta la vista. Luce en el hombro la insignia de la 82 Aerotransportada. “¿Qué ha dicho?”

“No lo sé,” reconozco. “No hablo alemán.”

Desde el otro jeep, alguien comenta “Se cree muy listo, ¿no?”

Eso parece. El alemán contempla la escena con una sonrisa sardónica.

El teniente muerto parece dormido, con los ojos medio cerrados y la boca relajada. Era un oficial bastante joven, una proeza de noventa días.

“Llévate a ese Jerry hijo de puta al bosque,” me dice el sanitario, “y bórrale la sonrisa de su maldita cara con una bala.”

El prisionero niega ligeramente con la cabeza y vuelve a chasquear la lengua. Le empujo con el cañón del rifle. “Deja esa mierda. Muévete.”

El sanitario se dirige entonces hacia el hombre arrojado contra el árbol. “Si fueras de la Aerotransportada, seguirías mi consejo,” me dice por encima del hombro.

Es mucho más fácil caminar por los surcos de las ruedas.

Momentos después, el jeep que había ido a por ayuda vuelve a aparecer por la nieve, llevando a los médicos al lugar donde la mina ha volado al primer jeep. Conducen lentamente, sin salirse de las marcas dejadas en la nieve, temerosos de una nueva mina. Nos apartamos del camino para dejarles pasar.

Sin alzar la voz, el prisionero empieza a cantar y a mover la cabeza rítmicamente. Es una marcha. La canción de un verdadero incondicional.

“Déjalo,” le digo a su espalda.

Él para de cantar, pero al cabo de un rato vuelve a empezar.

“Ya está bien,” le digo. “Ya has dejado clara tu opinión.”

Vuelve a interrumpir su canción, pero sigue moviendo la cabeza al compás, y la gira hacia mí, un poco torpemente porque aun tiene las manos en la nuca. Puedo ver lo bastante de su cara para apreciar otra vez en ella la sonrisa burlona.

“¿Qué pasa contigo?” digo. “¡Alto!”

Se detiene y se gira completamente para encararme.

Permanecemos allí, mirándonos el uno al otro.

Sus ojos son del color del hielo, del cielo en invierno.

“Vamos a tomar un desvío. Por allí arriba.” Hago un gesto con la cabeza en dirección a la pendiente, más allá de las roderas.

El desanuda sus manos y apunta, indeciso, por encima de su cabeza.

“Eso es,” le digo. “En marcha.”

Mientras caminamos, avanzando otra vez por nieve profunda, vuelve de nuevo a su canción. En voz alta. Esta vez no le hago callar.

Cuanto más progresamos más tupidos son los árboles a nuestro alrededor.

Recuerda que esto es un misterio. ¿Por qué estoy haciendo esto? Puedo decir que no es por la masacre de Malmédy. Ni por nada de lo demás, aquellos rumores que olían a propaganda.

Le hago parar y darse la vuelta.

Los árboles nos rodean como testigos.

Me llevo mi M1 al hombro y le apunto al pecho.

“Órdenes del doctor,” le explico, “cortesía de la 82 Aerotransportada.”

Me fijo dónde apunto – el centro de su pecho.

Las colinas cercanas devuelven el eco del fusil.

Cae hacia atrás y apenas patalea. Ha sido un tiro limpio, un tiro de cazador. Su espalda se arquea un instante y vuelve a caer.

En ese momento, cuando ya es demasiado tarde, me pregunto cuál era la expresión de su cara antes del disparo. ¿De sorpresa? ¿Todavía de sorna?

No lo podría decir. Una vez muerto, su cara es sólo una máscara.

Mis piernas me tiemblan. Me dejo caer de rodillas junto a él en la nieve.

Hay un secreto aquí.

El olor a la sangre es como cobre en el aire frío.

Vuelvo a pensar en los días de caza, en abatir y desventrar ciervos, en vaciar sus entrañas humeantes sobre la nieve.

Separo la bayoneta, abro su abrigo y su camisa, le desabrocho el cinturón. Una bayoneta no es un cuchillo de caza. Esta pensada para penetrar no para rasgar. La hoja es demasiado larga para hacer un buen trabajo. Sin embargo, lo consigo, lo abro en canal y lo vacío, buscando claves. La sangre me llega a los codos.

Meses más tarde, cuando empezaron a liberar los campos, me dije que había habido justicia en lo que hice. Pero el darle muerte precedió al motivo. Aunque los rumores habían llegado a mis oídos, sólo creí en los campos cuando los vi con mis propios ojos.

“Así que,” le digo, “es un misterio, ¿no?” ¿Por qué le maté?”

El me ha escuchado absorto. Palmeo su pierna y no trata de lanzarme una patada.

“Y aquí estás tú, otro misterio. Otro nazi entregado a mi cuidado. Pero las cosas son diferentes. No te he matado, te he salvado la vida. ¿Para qué? ¿Qué ha de suceder ahora?”

Sus ojos están abiertos como platos.

Hay más. Después de abrir en canal al soldado de las SS y de esparcir por la nieve sus entrañas ilegibles, le quité las botas.

Mis manos estaban pegajosas. Las lavé con nieve y me desaté los cordones con los dedos insensibles.

Tuve que esforzarme bastante para que sus botas me entraran.

Caminé a su alrededor, en sus propias botas, buscando. Entonces, apoyé casualmente mi mano en el tronco de un pino.

Y lo sentí allí dentro.

Si una bayoneta es un mal cuchillo de caza, aun es menos adecuada para tallar madera. Todo lo que conseguí fue arrancar la corteza de dónde mis temblorosos dedos lo habían sentido. Pero estaba allí. Si hubiera pudiera liberarlo de la madera, hubiera sabido cuál había sido su cara en ese último instante.

Pero me faltaron las herramientas.

Durante el resto de la guerra, continué sintiendo otros rostros en otros árboles. En Stavelot, donde las SS habían fusilado a niños belgas, encontré una cara en el abedul de un jardín. Me hice entender en un francés entrecortado. Un granjero me prestó su hacha de mano, y los detalles los pulí con el cuchillo de bolsillo de otro hombre.

El granjero, viéndome trabajar, viendo la cara que emergía de mis manos, no dejó de derramar lágrimas silenciosas. La cara, según me hicieron entender, era la de su sobrina.

Muchas veces después de la guerra, he buscado en el bosque de las Ardenas. Nunca he sido capaz de encontrar el lugar donde maté al soldado. Nunca he encontrado ese árbol.

Le quito la mordaza.

Permanece callado.

“Así está mejor, mucho mejor,” le digo.

Está observando las caras de madera, negando con la cabeza. “Vaya gilipollez,” dice al final. “No me creo una jodida palabra.”

“Cuál es la parte que no crees”

“Fantasmas,” me dice. “No creo en fantasmas.”

“No son fantasmas,” le contesto. “No es eso lo que son.”

Vuelvo a mi estudio a trabajar, a acabar en lo que he estado trabajando desde que él está aquí.

Realmente, es preciso ponerse el uniforme, calzar esas botas lustrosas sobre las pantorrillas y posar y sonreír. A mi uniforme no le falta la Luger. No es un arma aparatosa, pero sin su peso en su brillante funda, el uniforme y su verdad no están completos.

El comandante de las SS en Malmédy y en Stavelot era el Teniente Coronel Jochen Peiper. Condenado a la horca, confiado en la conmutación de la pena, había definido aquella guerra como “un tiempo orgulloso y heroico. Allí donde poníamos nuestros pies era Alemania, y lo que el cañón de mi tanque abarcaba era mi reino.”

Las botas son orgullosas y heroicas.

La funda de la pistola es orgullosa y heroica.

La insignia reluce.

Cuando vuelvo abajo, mi huésped ha conseguido liberar sus manos y está intentando librarse de las cuerdas que atan su pies. Me oye llegar, pero no parece preocuparse cuando me mira y ve el uniforme.

Desenfundo la Luger.

No parece darse cuenta de las botas y de la bolsa de lona que llevo en la otra mano. Toda su atención se concentra en la pistola.

“¿A que está bien?” digo, aunque me refiero al uniforme no a la pistola. “Vamos, continúa.” Y al hablar le encañono despreocupadamente. “Es hora de irnos. Termina de desatarte.”

No se mueve.

“Venga,” le conmino. “No tengo todo el día.”

“¿Qué es lo que va a hacer?”

“Cállate,” le digo, “y quítate esas cuerdas de los pies.”

Cuando se ha desatado, le ordeno levantarse. Suelta un quejido y se lleva la mano al costado donde ha debido recibir alguna patada. Le hago desvestirse y ponerse otra vez su ropa. Todo excepto las botas.

“Ponte éstas,” le digo. Le arrojo las botas –muy parecidas a las que yo llevo, salvo que las suyas no brillan. Son botas que han visto el campo de batalla. Tienen cicatrices. Su cuero está agrietado.

“No vas a poder ponértelas sólo mirándolas,” le digo.

No llevaba ningún abrigo cuando lo encontré. Le digo que coja el cobertor del sofá. Es uno viejo de algodón que no echaré de menos.

“Ahora, salgamos,” le digo. “De vuelta a donde te encontré.”

“Tengo sed,” me dice, “y hambre.”

“Si tú tuvieras la pistola y yo fuera el hambriento, ¿me darías de comer?”

Lo piensa un momento. “Si.”

“De acuerdo.” Lo llevo hasta la cocina. Sin quitarle los ojos de encima le ofrezco una caja de galletas saladas. En el fregadero, bebe agua con ayuda de las manos. Después, come un puñado de galletas.

“Es suficiente,” le digo. “Llévate la caja. Ya te las comerás más tarde.”

La nieve no ha dejado de caer en todo el tiempo que él ha estado conmigo. Ya no se aprecian nuestras huellas. La nieve nos llega a las rodillas.

Necesitamos una canción para el camino. Silbo la marcha del regimiento del Leibstandarte Adolf Hitler.

Muy quedamente, suplica, “Por favor.”

Dejo de silbar.

Marchamos

Me pregunta, “¿Qué va a suceder?”

“¿Qué debemos hacer con los asesinos, con la gente henchida de odio?” le respondo.

“Nunca he matado a nadie,” me dice

“Pero seguro que lo has lastimado. No me pidas que crea que no lo has hecho.”

Vuelvo a silbar la tonada de la marcha. Entonces me interrumpo para comentarle, “¿Sabías que en Alemania, esa música es ilegal? Pueden encerrarte por sólo tararearla. Hay una larga lista de música prohibida. ¿Qué piensas de eso?”

“No le entiendo. ¿Quién es usted?”

En realidad lo que se pregunta es, ¿de qué lado estoy?

Una vez me encontraba en una exposición de mi trabajo reciente. Una serie de esculturas que habían resultado bastante exigentes. Al igual que las piezas de Auschwitz, cada obra exhibía un coro de rostros distorsionados, y un centenar de miembros retorcidos. Extraerlos me había agotado. A duras penas podía soportar mirarlos.

La madera provenía de árboles camboyanos.

La galería estaba llena. Los asistentes sostenían vasos de vino mientras iban de una pieza a otra. Una exposición puede ser tan ruidosa como un cóctel. En las mías se suele bajar el tono de voz. En esta, en particular, se guardaba silencio.

Nina y el propietario de la galería ya habían visto las piezas, y me alivió el comprobar, allí en medio de la sala, que ellos, como yo, estaban de humor para otra cosa, cualquier otra cosa. Intentamos mantener una conversación allí en medio, concentrándonos sólo en nosotros mismos, e ignorando los pequeños infiernos de madera que nos rodeaban. Y funcionó. Al poco rato, nos habíamos olvidado de dónde estábamos.

El dueño de la galería dijo algo que me pareció gracioso. Reí. Eché la cabeza para atrás y solté una sonora carcajada.

Una mujer que miraba una de las esculturas se giró y me recriminó, “¿Cómo puede reír aquí? ¿Cómo puede?”

No me resulta difícil localizar el lugar del risco donde lo encontré. Lo marca el tocón del pino que derribé mientras él estaba inconsciente.

“Ve allí,” le indico. “Justo donde te encontré.”

No se mueve.

“Venga,” digo agitando la pistola frente a él.

Me mira, duda, y luego camina de lado hacia el lugar.

“No sé nada de ti,” le digo. “No sé cómo de lejos has llegado, no sé cómo empezaste a andar este camino.”

“No lo hag…”

“Calla,” respondo. “No importa lo que sepa o no. Sólo tengo una respuesta. Sólo hay una cosa que puede hacerse contigo y los que son como tú.”

Le arrojo la bolsa de lona. Al cogerla, deja caer la caja de galletas saladas.

“Ábrela,” le digo, y lo hace. Saca la escultura de una mano, y no entiende nada, hasta que la mira desde el ángulo adecuado, hasta que comprende el significado de los dedos extendidos, el gesto inconfundible.

Por favor. Estoy herido. No puedo levantarme. Basta ya. Por favor.

“La saqué del árbol,” le digo, señalando el tocón.

Se lleva la mano libre al costado donde las costillas aun le duelen. Su expresión es de enfado, vengativa, no parece suavizada por la revelación. Pero, ¿quién sabe?

Abre la boca, empieza a formular una palabra.

“No,” digo. “No importa. Ya hemos acabado aquí.”

Mira a las botas de sus pies. Botas de las que otros han muerto.

Cuando alza de nuevo la vista, me descubre apuntándole al pecho. Me fijo en su cara. Su expresión es imposible de leer.

Dejo el lugar, empiezo a desandar mis pasos. Yo también llevo botas.

El cuero enlustrado se ajusta a mis piernas como una segunda piel, y la nieve que se funde sobre ellas forma pequeñas gotas en la oscuridad que brillan como las estrellas que despuntan. Un punto de luz. Luego otro. Luego otro más. Pronto, serán tan innumerables como los muertos. Y tan fríos.

Título original: “These Shoes Strangers Have Died Of”
© 1999 Bruce Holland Rogers
© 2004 Pedro Belushi por las ilustraciones
© 2002 Luis Fonseca por la traducción.
Texto publicado con el permiso del autor.

Bruce Holland Rogers vive y trabaja en Eugene, Oregon (EEUU). Ha ganado el Premio Nébula al mejor relato corto el año 1998 por su relato «Thirteen Ways to Water» y el de mejor relato largo el 1996 por «Lifeboat on a Burning Sea», siendo candidato al mismo en múltiples ocasiones, incluidas las dos últimas ediciones. También ha ganado el Premio Bram Stocker 1998 de terror por «The Dead Boy at Your Window». Mantiene una página web donde facilita mediante suscripción su narrativa breve antes de que se publique profesionalmente. Pueden verla en http://www.shortshortshort.com. 

Pedro Belushi, ilustrador y guionista. Ha trabajado en multiples proyectos de ilustración y comic. Entre sus obras están Melquiades y El Genio ( Dibujo y guión. Ed. Sulaco 2000) y Mighty Sixties (Guión y diseño, junto a Carlos Vermut. Amaniaco Ed. 2001). Ha hecho diversas exposiciones de su obra gráfica dentro del Circuito de Jóvenes Creadores de su comunidad. Actualmente colabora con BEM on Line y otras revistas de CiFi haciendo ilustraciones para relatos y portadas, así como guiones para otros ilustradores como Carlos Vermut, Nando o Pablo Espada (con quien hizo Clon 27, una de las primeras tiras seriadas en internet)

Acerca de Interface Grupo Editor

Editamos en papel 75 números de la revista BEM entre 1990 y 2000 y desde 2003 hasta 2012 mantuvimos el portal BEM on Line. Tras múltiples problemas de software, decidimos traspasar a este blog los principales textos publicados en esos años. Interface Grupo Editor está compuesto por Ricard de la Casa, Pedro Jorge Romero, José Luis González y Joan Manel Ortiz.
Esta entrada fue publicada en Relatos y etiquetada , , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s