«–Perdóneme, hombre verdadero», le dice a Feric Jaggar un cara de loro que se tropieza con él. Feric es un humano de acreditada pureza genética que, por el exilio de su padre, ha nacido y crecido en Borgravia entre hombres sapo, pieles azules, seres con tentáculos por brazos y mestizajes indecentes: los peores son los dominantes, que emiten ondas psíquicas dirigidas al centro de la voluntad. Al alcanzar la edad adulta solicita y obtiene el reingreso en su patria«.
Así se inicia El sueño de hierro, de Spinrad, que es sólo la envoltura de otro libro, El Señor de la Svástika, escrito por un inmenso cameo de un Adolf Hitler alternativo que en 1919 emigró a los Estados Unidos ante el auge del comunismo en Alemania. En América inició su carrera profesional de dibujante de cómics de ciencia ficción hasta que, en 1935, cuando ya había aprendido inglés, publicó su primera novela y en 1953, poco antes de su muerte, la última, El Señor de la Svástika, que ganó el Premio Hugo de 1955. Fue muy simpático, popular y apreciado por los aficionados, con los que se mantenía en contacto a través de su propio magazine.
Norman Spinrad (Nueva York, 1940), además de casi un bicho raro, es un provocador, pero carece de sentido que la novela estuviera prohibida en Alemania entre 1982 y 1990 por si alguien la interpretara como una apología del nazismo. No cabe tal interpretación porque lo que hace el autor es denunciar con sarcasmo cómo la moral de un pueblo puede desviarse hacia ideologías totalitarias en general y nazis en particular.
Spinrad añade como postfacio del libro un comentario de carácter psicoanalítico del supuesto profesor de la Universidad de Nueva York, Holmer Whipple, del que tiraremos ampliamente. Whipple no vacila en señalar las aberraciones mentales de este alter ego de Hitler del que afirma que es «esencialmente un monstruo, un psicópata narcisista de obsesiones paranoicas». No es posible tomarlo por una apología del nazismo.
1142 D.F., después del Fuego. «Heldon era el bastión de la verdadera humanidad y, si se quería que el mundo volviese a recuperar la pureza genética, tendría que alcanzarse por la fuerza de las armas helder», reflexiona Jaggar de vuelta en su patria. Sólo Heldon mantiene la pureza racial en un mundo repleto de desiertos radiactivos y mutantes de sucios genes: es la Alemania que en ese otro mundo sólo existió en los sueños de Hitler. La decisión de Jaggar de servir a la sagrada causa y su encuentro con el líder del partido del Renacimiento Humano, Seph Bogel, cambiarán el curso de la Historia.
Tras descubrir su poder de arrastre de masas, pasa a incorporar la figura de un paladín de fantasía heroica, al penetrar en el bosque que conserva los árboles genotípicamente puros y encontrar el Gran Bastón de Held, rematado por una svástika, que ocultara el último rey para que un día lo empuñará un espécimen puro del linaje real y reclamará el trono.
El partido cuenta con tropas en pie de guerra que son los SS, los Soldados de la Svástika, expresión de una decidida voluntad racial cuyo objetivo es romperles la cabeza a los mutantes y a la chusma universalista que los ampara: la violencia de las apocalípticas batallas va a alcanzar límites psicóticos. El Señor de la Guerra -¡Hail Jaggar!, ¡Jaggar ist Borgrovia, Borgrovia ist Jaggar!- gusta de combatir en primera línea entre cañones y ametralladoras descargando a diestra y siniestra su Gran Garrote. Uno de sus mayores atractivos es que carece de dudas, siempre sabe lo que hay que hacer y nunca se equivoca, lo que en buena parte es obra de la seguridad con que Hitler escribe: en tiempo de decisiones complejas, la seguridad es tentadora y ésta es una de las seducciones del libro.
Combate contra toda suerte de seres inmundos, masas gigantescas de protoplasma informe, amebas palpitantes de centenares de tentáculos y ventosas de afilados dientes, montones de limo viviente cubiertos de estiércol. Describe matanzas espantosas como si creyera que son atractivas para el lector, equiparando la violencia hasta el genocidio con el honor.
Rodeado de brillantes uniformes de cuero negro con calaveras de plata y ruido de botas, Jaggar avanza abriendo cabezas y esparciendo sesos de mutantes como un Conan revestido del manto de Fausto, de Sigfrido y de Carlomagno que marchara implacable cantando Lili Marleen orquestado por Wagner, hasta culminar un apoteósico final alucinante que «¡Hail Das Sternenreich!» La acción tiene bastante de space-opera, un género que el autor utiliza al tiempo que lo denuncia, al poner de manifieseto sus componentes fascistoides.
En la ciencia ficción no faltan los elementos fascistoides que seguramente arrancan de la mentalidad victoriana de que primero los blancos y luego las demás razas, que tienen menos «humanidad», incluso en el espacio. Y no faltan tampoco productos patológicos como el superhombre todopoderoso versus las terribles criaturas extrañas como motivo de seducción.
El Señor de la Svástika, que emerge como el producto de la obsesión de una potente personalidad patológica, nos dice Spinrad/Whipple que se hizo popular entre grupos como la Legión Cristiana Anticomunista y otros al margen de la ley. Fueron muchos los que adoptaron sus símbolos, una cruz gamada negra enmarcada en un círculo blanco sobre fondo rojo, por ver de manipular la psicología de las masas como lo hacía Jaggar en la novela, sin demasiado valor literario y escrita en seis semanas, posiblemente mientras su autor sufría una sífilis terciara, observación bien cruel para una figura que se intuye impotente.
Está repleta de persistentes símbolos fálicos, el primero el Gran Garrote, cuya punta obliga Jaggar a besar al hombre que ha vencido como señal de sumisión. También el saludo brazo en alto, las penetraciones militares con violencia y las victorias orgiásticas encierran una simbología sexual semejante, en una transferencia común en nuestra sociedad.
Dos observaciones más de Whipple. La novela se inicia en un mundo que posee una tecnología steampunk, que en un intervalo muy corto alcanza altos grados de desarrollo, no por un imposible avance súbito de la ciencia, sino porque la sola existencia de un héroe como Jaggar justifica ese salto cualitativo. Y en toda la novela no aparece ni una sola mujer, niega la necesidad de la mitad femenina de la raza humana como un indicio más del diagnóstico de la homosexualidad e impotencia reprimidas de su creador: por más que motivada por la contaminación póstuma que con que se vengan los dominantes, Jaggar llega complacido a la esterilización universal y la sola reproducción por clones.
Nos hallamos ante una ucronía delirante ubicada en una línea temporal en la que Hitler emigró a los Estados Unidos ante el empuje irresistible del comunismo: el Partido Comunista Alemán llegó al poder en la revolución de 1923 y la Gran Unión Soviética terminó de conquistar Europa con la toma de Gran Bretaña en 1948. Domina toda Asia y casi toda África y está en vías de lograrlo en Latinoamérica, sólo se le resisten los muy militarizados Estados Unidos y Japón, el lago nipoamericano del Pacífico.
El tema del fracaso del nacionalsocialismo alemán fue siempre doloroso para el Hitler alternativo, que sólo hablaba de él cuando estaba bebido y con renuencia. Nunca perdonó a los comunistas alemanes que hubieran dejado a los nazis en la nada. La novela asimila la Gran Unión Soviética al imperio de Zind, el país de los dominantes, «un hormiguero de esclavos descerebrados controlados por una oligarquía implacable». Los doms representan a los comunistas, sin que se pueda decir que de alguna manera lo hacen también con los judíos porque esta Unión Soviética fue de un antisemitismo atroz: más bien serían los mutantes, que lo mismo son muertos.
Esta identificación de Zind con la Unión Soviética fue otra seducción que contribuyó al éxito del libro, al permitir que el lector estadounidense se regodeara con su destrucción y la violencia que la acompañó. Y un último detalle sería que la victoria de Heldon y la derrota de Zind se llevaron a cabo sin recurrir a las armas nucleares, lo que pudo ser asimismo una liberación catártica para la conciencia del lector americano.
Dejando a un lado a estos lectores ficticios de 1953, no resulta imaginable que uno de hoy se deje arrastrar por las seudohazañas de Jaggar, sino que reaccionará contra ellas con repugnancia, por encima de cualquier seducción de corte fascista. De exterminar dominantes y mutantes a hacerlo con comunistas y judíos no media más que un paso: tanto los unos en la ficción como los otros en la realidad eran sólo subhombres.
Ha escrito Ursula K, LeGuin: «Hasta tan lejos como podamos seguir leyendo el libro, estamos forzados a pensar no en Adolf Hitler y sus crímenes, que son sólo el pretexto, sino sobre nosotros mismos, nuestras responsabilidades morales, nuestras ideas sobre el heroísmo, nuestros deseos de liderar o ser liderados y nuestras guerras justas. Lo que Spinrad intenta decirnos es que esto está sucediendo ahora.
© 2008 Augusto Uribe y Alfred Ahlmann
El sueño de hierro (The Iron Dream, 1972), Minotauro, Buenos Aires/Barcelona, 1978/79, traducción; Aníbal Leal, rúst., 310 pp. y AJEC, Granada, Albemuth Internacional, 2006, misma trad., rúst., 250 + 22 pp.
Augusto Uribe es doctor en una ingeniería, periodista y tiene otros estudios; ya jubilado, es presidente de una sociedad de estudios financieros. Ha ganado varios premios Ignotus y ha publicado en libros, revistas y fanzines, como el antiguo BEM o Nueva Dimensión, que lo tuvo por su primer colaborador.
Alfred Ahlmann, director de la misión arqueológica española en Turquía, es doctor en Historia, profesor universitario en España e imparte clases en algunas universidades extranjeras: domina varias lenguas. Además de numerosos trabajos profesionales, ha publicado también artículos del género.
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